¿Podemos hablar de un arte latinoamericano?
Como parte del programa de Diplomado en Historia del Arte que estoy cursando en la Universidad Católica de Valparaíso, desde el mes de junio, el profesor del módulo de Arte Latinoamericano, después de dos interesantes jornadas de análisis, nos interpeló con la pregunta que titula esta columna y nos solicitó que relacionáramos, desde nuestra perspectiva, lo conceptual con lo iconográfico, en este último, con al menos dos obras que pudiéramos seleccionar.
La pregunta planteada por el trabajo me interpela desde dos dimensiones: desde lo que podemos definir como arte y; con relación a qué es lo que identifica lo latinoamericano.
Existe consenso entre los especialistas en plantear que lo que hoy entendemos por arte es un concepto moderno, en que, desde una perspectiva estética, un artista busca expresar su emotividad interior. En este proceso de producción influyen muchas variables que depende en gran medida de las constantes propias del momento histórico que vive el artista, por ejemplo, la religiosidad, su condición social, la relación con el poder, la trinchera ideológica, entre muchas otras más. Desde esta perspectiva nos conectamos con la idea de que el arte no es un hecho aislado sino, como muy bien lo deja entrever Panofsky, es en definitiva el producto de un entorno histórico.
Ahora bien, discutir acerca de lo que entendemos por “Latinoamérica” resulta incluso más complejo. Recordando a Samuel Huntington en su libro “El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial”, la historia humana es la historia de las civilizaciones, sustenta que es imposible pensar la evolución de la humanidad de cualquier otra forma. Desde su perspectiva, la civilización es una identidad cultural que se define por su sangre, lengua, religión, sus costumbres, instituciones e incluso por la autodefinición subjetiva de su gente. El contacto entre la perspectiva del arte de Panofsky y la imagen civilizacional de Huntington está, por cierto, a la vista.
Vale recordar que las civilizaciones no tienen límites espaciales y temporales claramente marcados, ni tampoco principios ni finales precisos. La gente puede redefinir su identidad y lo hace. Como consecuencia de ello, la composición y formas de las civilizaciones cambian con el tiempo. Las culturas interaccionan entre sí, entran en contacto, se influyen, se mezclan, superponen e incluso se solapan.
De lo anterior me surge una duda, ¿en qué momento, más o menos impreciso, surge la civilización Latinoamericana y se definen sus características más distintivas? El concepto surge hacia el año de 1856, como “América Latina”, por iniciativa del intelectual colombiano José María Torres Caicedo, considerado el primer hispanoamericano que tiene conciencia histórica del pensamiento latino. Por la misma época, un gran chileno, Francisco Bilbao, y casi como una reacción a que el mundo americano de ascendencia anglosajona se apodera internacionalmente del gentilicio “americanos”, busca explicitar con lo “latinoamericano” que, en el mismo continente habitan dos culturas o civilizaciones.
Las fechas, tanto para Torres Caicedo como para Bilbao, nos hablan de la relevancia de la búsqueda de la identidad latinoamericana para una primera intelectualidad nacida y criada en los derroteros culturales de nuestra independencia. Para la fecha en que se empieza a usar el concepto no se define necesariamente lo latinoamericano, ya que no se puede obviar un proceso histórico de larga data que se remonta a la llegada de los primeros habitantes a nuestras tierras, su instalación, el desarrollo de culturas y civilizaciones ancestrales, su posterior contacto con los pueblos de raíz latina, como el español y el portugués, y también la inmigración forzosa de población de origen africano, configuraron por contacto, mezcla, superposición o síntesis, una nueva civilización.
No ha dejado de discutirse hasta el día de hoy, por intelectuales de distinto cuño y de las más variadas disciplinas, ¿cuál es nuestra identidad? ¿Es indigenista, hispánica o mestiza? Más allá de la búsqueda del predominio o de la superposición, lo único que, por lo menos a mí me parece definitivo, es que somos el resultado de una mezcla, con proporciones variables de una u otra herencia y que se visibilizan, con más o menos intensidad, dependiendo de las problemáticas históricas que estemos enfrentando.
Para Huntington, Latinoamérica es una civilización vástago de la civilización Occidental, que incorpora, en grados diversos, elementos de civilizaciones americanas indígenas y de inmigrantes africanos. Con respecto a la base indígena y a diferencia de la América Anglosajona, sus poblaciones, maltratadas y diezmadas, no fueron aniquiladas y formaron parte del proyecto a construir. Es así que, por las manifestaciones de su religiosidad, por su evolución política y económica se ha apartado de los modelos predominantes de los países del Atlántico norte, a pesar de que, desde su autodefinición, no son pocos los que reniegan de sus características mestizas y se llegan a considerar parte de Occidente. La realidad nos interpela, si partimos de lo más cercano, de lo producido en los más variados ámbitos en los que se expresa la intelectualidad, y a través de una breve y somera revisión bibliográfica, podemos llegar a reconocer nuestra herencia y, al mismo tiempo, las claras diferencias culturales con Occidente.
Me inclino a pensar que la identidad latinoamericana es mestiza con variantes, más o menos, indígena o africana y, más o menos, española o portuguesa. Desde la independencia comparte una necesidad por definir su identidad civilizacional, como el proceso natural de una entidad cultural reciente, más aún si se le compara con la longevidad de otras civilizaciones actuales, y comparte con ellas la permanente necesidad de su autoafirmación.
Desde esta perspectiva y siguiendo los planteamientos de Panofsky, que eleva al arte a un producto cultural que surge de un entorno histórico, deberíamos ser capaces de develar que existe un arte latinoamericano que, desde el relato de su propia historia aspira a confirmar su identidad mestiza, con destellos más o menos claros de todas las influencias consumidas, y por consumir, que aportan a su identidad.
“La redención de Cam”, el cuadro de Modesto Brocos realizado en 1895 devela con claridad un relato propio de nuestro mestizaje, que en su momento buscó ser ocultado por un proceso de “blanqueamiento” que inundó a todas las nacientes repúblicas latinoamericanas, en lo que se denominó como la “construcción de una identidad nacional minoritaria”. El predominio de una clase dirigente de ascendencia europea buscó, desde una perspectiva biológica y simbólica, acallar las voces indígenas y negras. El cuadro está compuesto por 4 personas, frente a una casa humilde, en cuyos extremos se encuentra una mujer negra y un hombre blanco. Al centro una mujer, la hija mulata de la anciana negra, y su hijo, fruto de la relación con el hombre blanco. La escena tiene un relato histórico que no puede ser más latinoamericano: la mujer negra, descalza pisando la tierra, cargada hacia el entorno más natural de la escena, eleva sus manos en una actitud entre plegaria y agradecimiento porque su nieto ha nacido blanco; por su parte, el hombre blanco, posiblemente un inmigrante del siglo XIX, favorecido por las políticas de inmigración selectivas de los gobiernos de la época, está sentado en la puerta del edificio, con una vestimenta claramente Occidental, dispone de zapatos y pisa un suelo adoquinado.
Las élites criollas buscaron definir, a la fuerza y con desprecio de muchos otros grupos, una identidad nacional. Propiciaron alejarse de los componentes indígenas y africanos y de sus más genuinas características culturales, consideradas bárbaras y salvajes, y cuya pervivencia sólo favorecía un proceso de ralentización del progreso que anhelaban y que identificaban con lo que el mundo Occidental vivía y experimentaba para la época.
El cuadro, como su nombre lo indica, explicita una “redención”, alimentada desde la historia del génesis, cuando Noé condenó a su hijo Cam, y muy en boga con las teorías racistas de la época, a que su descendencia fuera de color y estuviera condenada a la esclavitud. Las migraciones selectivas y la política excluyente de la población negra en Brasil podrían revertir la experiencia bíblica al permitir la redención de Cam.
Difícil encontrar una obra que explicite con tanta fuerza nuestra realidad mestiza y del afán aspiracional y extranjerizante de las élites de la época y que ha resurgido de vez en cuando en otros períodos de nuestra historia. El siglo XX, con sus problemas y conflictos, será el encargado de demostrarnos la fuerte pervivencia de lo que se buscó, tan sistemáticamente, acallar.
Desde una perspectiva distinta podemos ver en el arte cómo surge una obra que, entre su construcción y su contenido atestigua, desde mi particular perspectiva, nuestra realidad mestiza. Me refiero a la obra escultórica “Los Gauchos” de Lola Mora, que mezcla la técnica del mármol tallado y virgen de influencia europea, con un contenido que está en la esencia misma de lo latinoamericano.
La tendencia extranjerizante de nuestra clase dirigente permite a Lola Mora, a lo mejor la primera gran escultora de Latinoamérica, a instalarse en Roma a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Es imposible no pensar en las influencias que pudo tener en la capital italiana con las obras de Miguel Ángel Buonarroti, no solo con las más conocidas, sino que también, y, a lo mejor, muy especialmente, por esa búsqueda innata de todo artista por lo diferente y lo distintivo, en obras menos famosas del artista florentino y que pueden elevarse a sus primeros atisbos de manierismo. Me refiero al conjunto escultórico de los esclavos, que estaban destinados a la tumba de Julio II, en donde se expresa con mayor claridad el llamado “non finito”, experiencia escultórica atribuida a Miguel Ángel, que ha sido interpretada por algunos como una incapacidad psicológica del artista para dar por terminada su obra, mientras que para otros, entre los que me incluyo, una nueva experiencia artística que promueve la estética de lo inacabado que, por gusto como decía Giorgio Vasari, no se detiene a completar un trabajo a menos de que considere la posibilidad de alcanzar la perfección y queda fascinado con el efecto obtenido de las estatuas incompletas, dejando el resto dormir en el mármol y, de paso, increpando al espectador e invitarlo a ser parte del proceso creativo.
Lola Mora era consciente de la relevancia que en su formación tuvieron las tendencias y técnicas del viejo mundo, en más de una oportunidad expresó la relevancia de la educación estética y enfrentó las polémicas suscitadas por el impacto negativo que ello pudiera tener en el pudor de su pueblo. Lo anterior llenó de polémicas su obra de “La Fuente de las Nereidas”, en las que no sólo la técnica, sino que fundamentalmente el contenido parecía desarraigado de la identidad latinoamericana. Ella fue consciente de aquello y se planteó con claridad en que su formación estética europea no le impedía representar “…la voz pura y noble del pueblo. Y esto es lo que me interesa oír; de él espero el postrer fallo.”
Que más popular y latinoamericano que la escultura a los gauchos, habitantes característicos de las llanuras y zonas cercanas de Uruguay, Paraguay, Brasil, Argentina y también de la zona patagónica austral de Chile e incluso en la región sur de Bolivia. La historia eleva al Gaucho como el primer emblema de las clases populares y que se expresa con fuerza ante un sistema patronal y oligárquico que enseñoreo nuestra América morena a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Se le considera un actor relevante que se atreve a levantar la voz crítica ante los poderosos, una figura que encarna la rebeldía, que se sustraía del orden instalado por la fuerza y que denuncia su injusticia.
La escultura del “Gaucho o Paisano”, establece una posición sugerente de ambas figuras que se encuentran ataviadas con sus ropajes tradicionales y que explicitan de clara manera el proceso de nuestro mestizaje. En primer término, su indumentaria es definida, desde una voz indígena, como “pilcha” y además incorpora la impronta típica de los jinetes andaluces a la que suma un poncho de telas con un tajo en el centro para pasar la cabeza. Por pantalones unos calzoncillos tipo pijamas, sueltos abajo, sostenidos con una faja de lana tejida a modo de cinturón y un ancho cinturón de cuero que no pocas veces es adornado con monedas quedan por debajo del “chiripá”, que es un lienzo atado a la cintura como un pañal, que busca protegerlo del frío de los ambientes que habita. El poncho, el chiripá y el mismo hábito de tomar mate, fueron tomados del "indio"; también de ellos tomó el gaucho una de sus más singulares armas: las boleadoras. El sombrero del gaucho era o bien el "chambergo" (sombrero alar), o bien el sombrero de panza de burro.
Toda la técnica Occidental aprendida por Lola Mora al servicio de recrear a estos gauchos latinoamericanos, que a pesar de parecer una obra inconclusa, en especial hacia el lado derecho de los personajes, se puede observar con total claridad. El tema podría ser el pretexto para que Lola Mora mostrara todo su talento, pero los personajes son valorados en su esencia, a lo que agrega de manera magistral el “non finito”, en que demuestra de manera extraordinaria la estética de lo inacabado y nos deja fascinados con estatuas que parecen incompletas y nos invita, al igual que el gran Miguel Ángel, a percibir su genio, en que la artista hace brotar del pedazo de mármol estos dos gauchos con la potencia, prestancia y personalidad que los caracteriza, ella sólo ha retirado parte de lo que sobra.
Dos obras de arte latinoamericanas, que instalan nuestra narrativa mestiza desde perspectivas y ángulos diferentes, que son la síntesis más genuina de nuestra identidad.