¿Horas contadas?
Cuando, en el 2019, Iván Duque proclamó que “a la dictadura de Venezuela le quedan muy pocas horas”, yo le creí. Tras un certamen con casi 70% de abstencionismo, Estados Unidos y la Unión Europea, por primera vez, desconocieron las elecciones que resultaron en la primera reelección de Maduro. Más aún, llegaron a ser 60 países del mundo los que reconocieron abiertamente a Guaidó como presidente interino.
En verdad, la situación en aquel entonces parecía insostenible. El cerco diplomático prometía ser muy sólido y la presión internacional se sumaba a la dura crisis humanitaria del pueblo vecino, que atravesaba uno de sus momentos más álgidos. Recuerdo vívidamente el teatral escape de Guaidó y su aparición en la tarima del concierto “Venezuela Aid Live”, organizado por Richard Branson en la frontera colombiana. Recuerdo a los medios transmitiendo en pantalla partida, a la izquierda el concierto de cualquier artista de turno y, a la derecha, el seguimiento al trayecto del que fuera el presidente internacionalmente reconocido, que se abría paso entre matorrales y grupos armados. Recuerdo que, al final, un mundo de artistas y políticos cantaron junto a 300.000 asistentes “Imagine” de John Lennon y, por un instante, sentí que el mismísimo Maduro caería rendido sin remedio ante semejante despliegue de rechazo colectivo.
Y no pasó.
Puesto en perspectiva, por dura que parezca la situación actual para Maduro, no es peor que antes. Ahora, se enfrenta a la misma falta de legitimidad, pero en un país que -para bien o para mal- ha encontrado maneras de adaptarse a la vida en crisis perpetua.
La Venezuela de 2024, aunque aún inmersa en desafíos económicos y sociales, muestra signos de una admirable resiliencia, forjada en la cruel adversidad. La economía ha experimentado cierta estabilización gracias a la dolarización informal y la flexibilización de algunas políticas económicas. Los principales indicadores muestran alguna mejoría respecto del abismo que fue la crisis humanitaria del 2019. No significa que estén bien, ni mucho menos, pero el barril de petróleo ha subido, el PIB ahora es más alto, la inflación ha cedido al igual que la emigración y el suministro de víveres sigue siendo irregular, pero es menos crítico que en 2019.
Sea por mi desencanto aprendido tras la desilusión del 2019 o porque, objetivamente, la situación ahora es menos grave que entonces, confieso que me es difícil creer de nuevo que la salida de Maduro es inminente. Si en el anterior certamen, con una presión internacional masiva y una crisis humanitaria extrema, no cayó, es poco probable que lo haga ahora, cuando su gobierno ha demostrado una extraordinaria capacidad para mantenerse en el poder. La historia nos ha enseñado que ha logrado resistir embates mucho más fuertes que este. Por eso, aunque la comunidad internacional siga de cerca los esfuerzos de un pueblo venezolano desesperado por un futuro mejor, es prudente no subestimar la capacidad de resiliencia de un régimen que parece soportarlo todo.
En el 2019, en una situación a todas luces peor, me esperancé ante el inminente fin del chavismo en Venezuela. En ese entonces, se enviaban camiones a través de la frontera con alimentos necesitados por el pueblo en hambre y la comunidad internacional reconoció abiertamente a otro presidente. Ahora, no hay camiones ni conciertos y la presión internacional no es para reconocer a nadie, sino apenas para contar los votos.
En el 2019 creí tener la razón. Ahora, en cambio, espero no tenerla. Pero la probada capacidad de Maduro para aferrarse al poder en las situaciones más complicadas sugiere que, a pesar de todos los pronósticos y deseos de cambio, al chavismo en Venezuela aún no se le han agotado las horas.