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Hablemos de truchas

Casi todas las cosas que comemos tienen una historia detrás, y siempre está bien conocerla.

La trucha, que fue honra de mesas en otros tiempos, además de uno de los pescados más accesibles para quienes viven lejos del mar, no pasa ahora por sus momentos de mayor popularidad; antes era un pescado que convenía a todas las clases sociales y para el que se han creado recetas ya olvidadas.

Normalmente, las truchas de aproximadamente una cuarta de longitud se comían fritas. La ortodoxia no recomienda freírlas en aceite, aunque no les pasa nada si se hace, sino usar otra grasa, como el tocino. Otra preparación muy popular eran las truchas en escabeche.

Pero hay una que se ha considerado siempre la que más honor hacía a este pescado fluvial: la llamada en alemán Forelle blau, en francés truite au bleu y, en español, trucha azul, aunque no ha sido nunca una receta que se practicase demasiado en España.

Recibe el nombre de la coloración azulada (más o menos) que toman sus escamas por el sistema de cocción. Necesita una materia prima impecable, no ya fresquísima, sino incluso viva. Paul Bocuse, icono de la "nouvelle cuisine" francesa, decía que había que atontar las truchas de un golpe en la cabeza, para luego sacarles las agallas y el intestino con la punta de un cuchillo.

Sin lavarlas ni enjugarlas se salpicaban con unas gotas de vinagre y se cocían en un caldo corto al vinagre cuando esté hirviendo. Una trucha de alrededor de 150 gramos estará lista en siete u ocho minutos. Una vez escurridas, se sirven con papas cocidas y una salsa consistente en mantequilla derretida "a consistencia de pomada" y acidulada con unas gotas de limón.

Yo la he probado dos o tres veces, no más, y está bastante bien. Por si acaso, diremos que el caldo corto al vinagre se prepara hirviendo una mezcla de agua, con un poco de vinagre, la sal necesaria, zanahoria, cebolla y perejil. Puede incorporarse pimienta negra, en grano, casi al final de la cocción.

Una receta sencilla, como ven, pero muy considerada en las cocinas de la vieja Europa. En España, escabeche aparte, lo normal era, como decimos, freírlas, una vez limpias. Una fórmula muy apreciada era la llamada trucha a la navarra, preparación en la que se introducía en la cavidad ventral de la trucha una loncha de jamón serrano, para luego freír el conjunto.

No soy muy partidario; el jamón, frito, queda muy seco y concentra la sal. Si quieren jugar con los sabores, será mejor que pasen por la sartén las lonchas de jamón, con su grasa; cuando estén, se retiran y en esa grasa que ha dejado el tocino del pernil se fríen las truchas. Quedan muy bien.

Una trucha cambió, en 1453, el curso de la historia de España. El infante Alfonso, entonces sucesor del trono de Castilla, murió, con 15 años de edad, tras cenar unas truchas. ¿En malas condiciones? Raro, porque las truchas estaban siempre frescas, y más para la mesa de un príncipe. La hipótesis más manejada es que estuviesen envenenadas.

El caso es que, muerto Alfonso, la sucesión recayó en su hermana Isabel, llamada luego "la católica". ¿Qué hubiera pasado si hubiese vivido Alfonso? Cualquiera sabe, pero Isabel no hubiera accedido al trono de Castilla, aunque sí a los de Aragón y Sicilia por su boda con Fernando de Aragón.

Ya ven que casi todas las cosas que comemos tienen una historia detrás, y siempre está bien conocerla. Como decía Bertrand Russell, cuanto más se sabe de una cosa, más gusta. Y puedo asegurarles que el nobel inglés tiene toda la razón; después de todo, la cultura nunca estorba.

 

EFE

 

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