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Educación y tecnología

La historia ha demostrado que los procesos históricos no son lineales, que las nuevas ideas pueden ser relevantes pero que no necesariamente reemplazan y mandan al baúl de los recuerdos a las antiguas. Hay más bien oleadas, algo avanza y también retrocede, nuevas ideas que ganan terreno y, antiguas, aquellas que alguna vez se creyeron superadas, pueden irrumpir con mayor fuerza. Nada es absoluto, nada es definitivo en la Historia.

Hace unas ocho décadas, de acuerdo con la visión de los especialistas, estamos viviendo una nueva revolución, esta vez asociado a los cambios tecnológicos y sus implicancias en todas las dimensiones de nuestras vidas. El paradigma instalado, tecno económico, nos habla de: un mayor acceso a la información, con su consecuente democratización; la posibilidad de la comunicación remota, incluyendo la audiovisual; la instantaneidad de las relaciones, lo que permite que el mundo funcione en una especie de sistema operativo en tiempo real; impacto en nuevas formas de trabajo, de entretención y de ocio, en definitiva, un cambio brutal y una ruptura mayor entre las generaciones. Hoy los jóvenes se informan, educan, entretienen y descansan de manera sensiblemente diferente a la de sus padres.

Lo interesante de este proceso es reconocer que no todo lo nuevo es necesariamente bueno para todos y en todas las circunstancias, por mucho que las tendencias así lo expliciten. Por otro lado, no todo lo antiguo ha sido superado, hay instancias que se deben intencionar, proteger, cuidar e instalar, que pueden estar en la esencia de una humanidad que no debe olvidar la relevancia de su desarrollo holístico, sistémico y necesariamente complementario.

No será la primera vez en la Historia que una generación se enfrente a una encrucijada similar, qué decir con el surgimiento de la escritura, a lo mejor la más relevante tecnología inventada hasta hoy en la evolución humana y que no dejó de tener sus detractores. Significaba, en el plano específico de la cultura, dar paso de  una versión oral en la transmisión, divulgación y conservación, a una que la terminaba poniendo por escrito y que instalaba la idea de que no era necesario mantener, a través de un relevante trabajo intelectual de la memoria,   y conservar obras literarias, normas, tratados, en fin, una serie de acuerdos e instancias colectivas que están en la esencia de la vida en sociedad y que resultaba imprescindible cuidar y potenciar.

Hoy, con los dispositivos digitales, no faltan los que niegan el valor de la memoria. Nadie se aprende una poesía de memoria, son raros las actividades estudiantiles en que se perfila la memorización, incluso no son pocos los que la han demonizado. Nadie sabe los números de teléfonos ni las direcciones, salvo el personal, pero la de los demás familiares y amigos están en la memoria digital de nuestros dispositivos. ¿Será necesario saberlos de memoria? ¿Marca una diferencia? ¿Cuál es el valor de la memoria para desarrollar funciones cognitivas superiores? ¿Nos estaremos acostumbrando a simplificar la vida y de paso las funciones intelectuales que podemos ser capaces de desarrollar? ¿Es contradictorio que en una época donde mayor es la cantidad de información, es cada día menor la que las personas transforman en conocimiento? Parece que hoy se sabe menos que antes, el conocimiento pasa a ser fundamentalmente funcional, parece que es más relevante conocer cómo operan los procesos, más que entender cuál es su relevancia y su impacto. El análisis, en el proceso, dejó de ser ético, la utilidad muchas veces tiene que ver con cuánto “sonante” derive de ello, y no en el valor moral de aquello que nos permita una mejor y más humana convivencia.

Cuando uno mira los programas de estudios y las adecuaciones curriculares que proponen los especialistas tiene claramente esta lógica, cada vez menos, con menos conexión entre ellos,  y con distintas disciplinas, con aportes relevantes muy concretos que se supone son más funcionales, por muy desconectados que se encuentren entre ellos. No hay nada que nos hable de alimentar el espíritu, nuestra humanidad, en un mundo que cada vez se deshumaniza más, en donde el conocimiento podría llegar a reducirse a conocer el funcionamiento de un sistema operativo que, de manera racional, puede darnos más de una respuesta, de acuerdo a una especia de algoritmo que hemos instalado y que nos lleva por respuestas que ya debíamos conocer, pero que poco o nada puede aportar en términos de reflexión, discusión, creatividad e incluso del conflicto necesario que la convivencia humana demanda en su proceso evolutivo.

Si alguno de nosotros revisa el proceso formativo de algunos de los hombres más relevantes de nuestra historia, incluso de aquellos que lo hicieron de manera autodidacta, nos llama la atención de cómo fueron capaces de saber tanto y de tantas cosas. Sócrates, Platón, Aristóteles, Pitágoras, Arquímedes, Cicerón, San Agustín, Santo Tomás, Dante, Petrarca, Chaucer, Bocaccio, Da Vinci, Hobbes, Descartes, Locke, Bodino, Galileo, Newton, Voltaire, Rousseau,  Kant, Marx, en fin, sólo por nombrar algunos de ellos, eran personas versadas en varios idiomas, en distintas disciplinas, lo que les permitió desarrollar una síntesis conceptual que, sin duda, elevó sus aportes a un plano de superior temporalidad, se han convertido en clásicos, que han sido capaces de romper la barrera del tiempo, que fueron y son admirados, se nos transforman en referentes a los que muchas veces concurrimos para buscar respuestas a incertezas de siempre y también las actuales.

Hoy se menosprecia el valor del conocimiento, se impone el software que te permita hacer lo que antes nos definía como humanos. Confiamos más en las relaciones que hace un programa computacional, que automatiza los resultados y desprecia los procesos, que reduce nuestras capacidades, que menosprecia el trabajo en equipo, colaborativo, que invisibiliza el valor de la creatividad durante el momento menos esperado de una creación, la Eureka de Arquímedes de Siracusa.

No significa que vayamos en contra de los tiempos, pero incluso en los momentos más dinámicos y complejos es cuando más se requiere de darse los tiempos adecuados para definir el justo valor de las cosas, los momentos más oportunos de su utilización, el instante más adecuado para el contacto, la relación entre la madurez biológica y el contacto que instancias mediatizadas por las innovaciones tecnológicas reclama para sacar el mayor y mejor provecho, para abrazar lo nuevo, sin menospreciar lo viejo, para mejorar las condiciones de vida, pero sin comprometer el alma.

Hay muchas discusiones que se han instalado en el mundo de hoy, y para bien me parece, de cuál es el momento para poner en manos de nuestros niños los dispositivos tecnológicos. No son pocas las evidencias que han levantado especialistas sobre las negativas consecuencias de la temprana exposición a las pantallas de nuestras nuevas generaciones, el impacto del primer contacto eminentemente lúdico, que ensimisma y aísla. Con el tiempo queremos convertir las pantallas en un espacio de aprendizaje, cuando el apresto, insistente y prolongado por lo demás, tiene que ver con juegos que reducen la convivencia, que instalan la competencia, primero con el juego mismo y después con otros que, muchas veces ubicados a miles de kilómetros y que es muy posible que nunca conocerán realmente.

La realidad del espacio escolar, que es donde me desempeño hace más de treinta años,  me permite afirmar que la utilización de las pantallas en la sala de clases ha modificado por completo el clima en las aulas y de paso las relaciones de los alumnos entre ellos y con sus profesores. Se ha debilitado la disciplina, aumentan los conflictos, disponen de menos herramientas para  resolver problemas de convivencia con autonomía, aumenta la caja de resonancia de los mismos con adultos que no reflexionan y que, desde un individualismo asocial, reclaman penas del infierno para otros y , al mismo tiempo, la mayor de las comprensiones para los propios.

Desde la perspectiva del rendimiento escolar hay estudios claros que hablan de una disminución evidente, producto del impacto de los distractores tecnológicos en el desarrollo de procesos cognitivos complejos. El estudio ha sido, es y será un tiempo de concentración, mientras que los celulares en manos de los alumnos son, fundamentalmente, un espacio lúdico y de recreación, lamentablemente no de los mejores.

El que los niños, a temprana edad no utilicen celulares tiene muchas evidencias negativas, ha saber:  favorece el consumismo, facilita la indisciplina en clases, disminuye los momentos de concentración en las salas y fuera de ellas, se convierte en un símbolo de falso estatus entre los alumnos,  induce al sedentarismo y  a los problemas de salud asociados,  incita al ciberbullyng, entre muchos otros que podría enumerar.

Algunos reclaman por la necesidad de  que los niños y las familias se sientan seguros, pero qué decir de aquellos que vamos por los finales de los cincuenta años y que crecimos, incluso más seguros que hoy, sin disponer de celulares que permiten la instantánea comunicación con  los padres y quien sabe, ni siquiera los mismos, padres, con quien más ha establecido contacto dicho alumno. Los colegios, las escuelas, los liceos siguen siendo los lugares más seguros para nuestros jóvenes después del hogar. No creo que el uso de los dispositivos móviles haya aumentado los estándares de seguridad de dichos establecimientos, me permito aventurar que ha impactado de manera contraria.

Un viejo profesor como yo, con más de treinta y cinco años de experiencia docente en variados niveles y realidades, demanda que el mundo actual genere una reflexión profunda sobre las implicancias de acercar a nuestros niños a tan temprana edad a una tecnología que deshumaniza. Así como está comprobado que es dañino el consumo del alcohol antes de los 21 años, por un proceso exclusivo de madurez, creo que deberíamos arribar  a conclusiones similares, si hacemos una reflexión entre todos los integrantes de la sociedad, con respecto al momento en que debemos dejar a nuestros alumnos en contacto libre con los dispositivos digitales.