“Soledad anfibia", de Annabell Manjarrés Freyle.
“Soledad anfibia", de Annabell Manjarrés Freyle.
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La “soledad anfibia”, de Annabell Manjarrés Freyle

Un repaso por las poetisas del Caribe.

Por Adalberto Bolaño Sandoval

El panorama de la poesía colombiana nueva (¿joven?) se ha vuelto prácticamente inmedible por la cantidad de libros publicados. No quiero justificar con ello la existencia de los altisonantes mitos creados antes como “Colombia, país de poetas” o el de “Atenas suramericana”, pues cantidad no significa calidad, y Atenas queda muy lejos de nuestras fronteras culturales, políticas, económicas y de cualquier ideal.

Pero, ¿Atenas de mujeres poetas, o, mejor, poetisas? Hacia finales de los años 80’ y 90’ las poetas más destacadas eran: María Mercedes Carranza, Anabel Torres, Orietta Lozano y Renata Durán, y poco más tarde, Piedad Bonnett. No es del caso aquí enumerar una posterior larga lista de aquellas poetisas que publicaron entre 1990 y el 2020 y que significa: después de ellas, el número de poemarios y poetisas fue mucho mayor, existiendo sobre poetas afrocolombianas, sobre el dolor, sobre poetas del Huila, de Cereté, del Museo Rayo, etc.

En la Costa caribe colombiana se publicaron dos antologías de mujeres poetas: la primera, verdaderamente la primera, en el año 2012, realizada por el escritor e investigador Rubén Darío Otálvaro, denominada “Ellas escriben en el Caribe. Antología de mujeres poetas del Caribe colombiano”. Este poemario es una primicia, pues contiene un estudio sobre el aporte poético de las mujeres del Caribe colombiano, editado por el Fondo Editorial de la Universidad de Córdoba y Editorial Zenú. Como indica su autor, esta es una selección “de las mujeres poetas nacidas entre el período que va de 1940 a 1980, período fundamental puesto que marca la entrada a la Modernidad, y, en consecuencia, el impulso del pensamiento liberal, la aparición de la ciudad, el movimiento feminista y el surgimiento de las mujeres poetas en Latinoamérica”.

La selección la conformaron, entre otras: Nora Puccini, Margarita Galindo, Lidia Salas, Nora Carbonell, Lya Sierra, Mónica Gontovnik, Ubaldina Díaz, Tallulah Flores, Clemencia Tariffa, Patricia Iriarte, Monique Facuseh, Alma Rosa Teherán, Beatriz Vanegas, Dina Luz Pardo, Eva Durán, Iveth Noriega, Lauren Mendinueta y Fadir Delgado. 

Dina Luz Pardo hizo parte de “Ellas escriben en el Caribe. Antología de mujeres poetas del Caribe colombiano”.

La siguiente antología, “Como llama que se eleva”, no es, entonces, como se autoproclamó desde sus comienzos, “la primera antología del Caribe colombiano”; publicada por la Fundación Poetas al exilio, dirigida por el poeta Hernán Vargascarreño, y busca dar a conocer la producción lírica de 26 voces femeninas representativas de los departamentos de Sucre, Córdoba, Atlántico, Cesar, Bolívar y Magdalena, entre las que destacan las anteriores poetisas nombradas, a las que se agregan y que no estaban en el primer poemario: Annabell Manjarrés Freyle, Beatriz Vanegas Athías, Carmen Peña Visbal y Eliana Muñoz.

Entre ambas obras hay pequeñas grandes diferencias con algunos nombres que no están en la primera y algunas otras que aparecen y no aparecen en la segunda, pero este no es por el momento el objetivo de este texto. Quisiera destacar, entre ellas, a Annabell Manjarrés Freyle, quien este año Escarabajo Editorial le publicó su antología “Soledad anfibia. Poesía reunida (2010-2017)”. 

La editorial cuenta con publicaciones muy bien cuidadas y hermosas de poesía, memorias, ensayos y narrativa. Este, “Soledad anfibia. Poesía reunida (2010-2017)” incluye tres poemarios hasta este año inédito: “Espejo lunar” (2010), “Óleo de mujer acosada por el tiempo” (2013) y “Animales invertebrados” (2017), para un total de 34 poemas. Pero, ¿qué importan los números, tanto en poetisas como el número de poemas? Estos textos poéticos fueron editados antes en muchas revistas colombianas e internacionales. Annabell Manjarrés ha sido distinguida con varios reconocimientos: la Gobernación del Magdalena le concedió el primer lugar en poesía y el segundo en cuento en el Concurso de Poesía y Cuento Joven 2013. Es Premio Nacional de Cuento Bueno y Breve, de la revista El Túnel, de Montería, 2015, certamen que ganó con el texto “El hombre en su jaula”. Asimismo, ganó el XXXI Concurso Voces Nuevas 2018 de Ediciones Torremozas, en Madrid (España), en el que participó en el concurso con diez poemas de su obra Animales invertebrados. También es periodista y cronista de altos vuelos.

Annabell Manjarrés Freyle.

De los espejos y otras figuras

En el primer poemario, “Espejo lunar blanco” encontramos, de entrada, un texto que da la dimensión de esta poesía: “Autorretrato”: “Soy el dedo que me señala / La que de las sombras iluminadas brota. // Todo te atraviesa:/ el agua, la luz, el viento, / la esperanza, mi hombre, / los sentimientos más oscuros / y los más clementes”. Retrato del yo y de la vida, de su (fe) poética, de búsquedas e interrogantes, porque esta revela la inflexión lírica con matices, la esperanza del hombre y la mujer a través de sus sentidos, de sus iluminaciones y sombras: sus autoseñalamientos hurgan en su propia voz, en sus ficciones, para abrirse, para ir tras de sí: se trata, como expresa en el poema, de ver “el río púrpura que circula mi interior”, de hurgar “a este fondo inacabado”, como indica en el siguiente poema, “Que me desgarre un ave”.

Y en esta autorrevisión, la hablante lírica continúa desnudándose: “Estoy sola en mi selva de mujer”, que llena de contradicciones se revela como “símbolo inconquistable”, con “bestias vírgenes y espíritus indómitos / Poblados de olores de lluvia / –barro en el aire – y olores a tigres que acechan / a mis hembras celosas [...]”.  Son símbolos constantes, cuya representación se afirma o se niega, pues, en medio de esas exposiciones, se trata de mostrar las contradicciones, la búsqueda y el encuentro de identidades y tiempos perdidos, entre “junglas de deseos”, pero todo ello, “para ahogar todos los símbolos / y volver siempre a mí”.

En este sentido, nacen y existen varios elementos llamativos en este primer poemario que se conecta con los otros dos subsiguientes: la refracción de los espejos, la dualidad antes anotada, los de la búsqueda de una presunta verdad, muchas veces emasculada, que no se encuentra ni se encontrará (obvio, llena de símbolos). Pero que sí se afirma como mujer, como en “Manjarrés”, poema que tiene un doble himno: a sí misma y a la madre: es el poema de la afirmación y la negación: “y ese reflejo de tu rostro en el mío / que aún no acepto”. Pero, asimismo, el poema hace parte del delirio, del amor parecido que deja el amor de los hombres que conoció, y, en el que, por ello, quedan huellas amorosas en el poema: búsqueda de reconocimiento de sí y como desplazamiento de una posible otra. 

Una muestra de ello son los siguientes versos, de “Salón de espejos”: “La verdad se hace miserable / en la conciencia presa”. Y esta propuesta continúa adelante en el mismo poema: “Una galería de máscaras / se transparenta en los pasillos / es difícil reconocerse / entre cariátides rotas”. Se quiere mostrar la doble faz: las cariátides, esas figuras de estatuas griegas que cargan cestos con plantas, que cargan también en su cabeza el mundo, eternamente, como castigo, pero, desde el otro lado, representan columnas estructurales, que conllevan, en su significado, serenidad, fuerza, sacrificio, belleza, elementos “otros” ideales e idealizados que busca también esta poesía inicial, y que empiece ya a manifestarse, entre otros, en los poemas “Manjarrés”, “Benjamín” y “Autorretrato”. Esta conexión revela las relaciones con lo mítico (las quimeras, Teseo, Sísifo) de esta esta escritura, de muchos de estos poemas, si no, además, con su naturaleza de ruptura y su sentido ecocrítico, y, al mismo tiempo, urbanita: por esta lírica se filtran los sonidos y gritos de la naturaleza, del viento aullando, aunque también de la ciudad, cuando ese mismo viento, se cuela “por los muros o las heridas de los tejados”. 

Son símbolos constantes, cuya representación se afirma o se niega, pues, en medio de esas exposiciones, revela el espíritu de las contradicciones, como en “Siluetas”, que aparenta ser una mirada erótica, pero, por ser un mundo visto desde lo miope, resulta desordenado, y cuya “aguda imaginación” choca con la “inconsistencia en mí / mi sombra se estremece”, de manera que “se encandilan / frente al contraluz de su silueta”. Representa, de alguna forma, otro espejo fragmentado.

Poesía ecocrítica y urbanita

Miremos, también, cómo en “Jaulas”, esa poesía se convierte en irónica, ecocrítica y paradojal, pues al mismo tiempo de invocar la libertad, despierta las contradicciones de la huida y el encierro. Irónica y ecocrítica, porque la pareja protagonista desea dialogar, vincularse, “ser” la naturaleza, “perderse en el laberinto”, “oler la hierba húmeda // bañarse en el aire [...] correr desnudos / inmolarse en la selva [...] sobrevivir a los espacios empedrados / a los árboles y las motosierras [...] llevar un pedazo de selva / para adornar los patios y los corredores”. Pero la paradoja arbitraria de esta pareja es la de los humanos: seccionan al paisaje, seccionan a una parte de este para quedarse con una parte: “enjaular a los pájaros”. Poesía metonímica, convierte el todo en la parte y la parte por el todo. Es un grito doble: de los humanos que quieren la libertad, pero la hunden: grito ecocrítico nuevamente.

“Soledad anfibia”, de Annabell Manjarrés Freyle

Por otra parte, los poemas urbanitas contribuyen a dar otra mirada dual, desarrollando una crítica y una exaltación a la ciudad origen de la autora: Santa Marta, denominada en el poema “Ciudad de los espejos”, donde los nocturnos o serenos saltan charcos evadiendo verse en esos “caminos de espejos”. Que se ahonda aún más bajo la mirada del mendigo que observa “otra ciudad” que “respira bajo el agua” como “mundo en decadencia”. Mundo negativo, que es, tal vez, el mundo del niño wiwa de “Benjamín”, abandonado por la gente, exiliado y lleno de cicatrices, solicitando ayuda. O “Himno a Santa Marta”, del poemario “Óleo de mujer acosada por el tiempo”, que funciona bajo el ritornello: “Nadie ha venido a salvar a la ciudad dos veces santa” y “Nadie respondió por la ciudad dos veces mártir”, cuya traza observa a sus ciudadanos “idiotizados por el azul”.

Por otra parte, están los himnos ecocríticos en “Río Manzanares” y “Presagios desafortunados”. En el primero se invoca su presencia sana y hermosa, y a su vez, la “desconsideración a tus aguas”, apedreado, “humillado por la multitud”, ante lo cual, es mejor que llegue al mar Caribe, para que lo purifique, lejos y de cerca de la mano del dios Sol, Serankua, que lo iluminará y acogerá.

Destaquemos aquí que Annabell Manjarrés ha discurrido alrededor de la palabra, del lenguaje, como acertijo y como información, como cuestionamiento de la ciudad con doble cara: entre la querencia y el desafecto. De allí que diga en “Mi voz es laberinto”: “Mi voz se deshizo de la lengua. / Fue herramienta de malas palabras / en mi contra”. Disyunción, exploración y contradicción: el poema constituye la asunción de la liberación, pues después de aquellos que la acompañaron con arpegios, no “me importó un bledo / separarme del alma y arrojarla a la vida”. La oralidad del bledo que no importa abre más el arpegio del desdén y la desconfianza. La voz, vuelta palabra, vuelta oralidad, redime, rescata.

“Óleo de mujer acosada por el tiempo”

Este poemario gira alrededor del movimiento del cuerpo-poema-naturaleza. Del crecer hacia dentro y expresarse en un hacia afuera. Poesía del crecimiento centrípeto y centrífugo a la vez, conlleva un crecimiento por fases en el que afloran ambos movimientos también. El tiempo dicta un doble discurso: en el poema que da título al libro, se observa también un naufragio contenido y un sueño surrealista: “Fui un remolino incapaz / de tragarse el agua. // De tanto crecer adentro / mis peces empezaron a nadar en el aire / y no hubo pecera / que sostuviera mis ímpetus”. Ese desborde centrífugo, hacia fuera del cuerpo y su transformación se combinan con la naturaleza: “Con un alfiler en cada dedo / adorné de cayenas mi pelo / derramándose en mí / ese olor a patio de tierra”. 

Visto lo anterior, se quiere volver a la naturaleza, a dialogar ya no con las angustias ni con la “seguridad mentirosa”. La perspectiva del poema “Óleo de mujer acosada por el tiempo” manifiesta simulación y dualidad. Por lo cual, se trata de fundar nuevas historias, para reemplazar las otras, llenas de un “romanticismo espeso”, “con cierta pena”, con “una seguridad mentirosa”, pues ahora toca vivir, aprender “sin ansiedad”. Es un nacimiento simbólico oscuro, aunque un poco esperanzador.

Muchos de estos poemas encierran la palabra “verdad” como búsqueda, como necesidad, pero puede chocarse con la “verdad” de la realidad. Y esta espada, como la de Damocles, pende siempre, en estado peligroso. Por ello, según se entiende, las poetisas (los escritores todos, los seres humanos todos) no deben/no tienen que buscarla, por su inseguridad, por su ambigua, por su resbaladiza noción.

Si pensamos en este segundo poemario con relación al primero, “Espejo lunar blanco”, este es más interpelativo, más propositivo, con mayor unidad analítica; como en “Sentir del día” leemos: “Hay que saber resistirse antes de manchar el futuro lo que aún es / Mejor aprender a llegar a tiempo al resto de la gente”. Crítica de la realidad, busca ser dialógico así como mostrar sarcásticamente la relación entre los seres humanos y su soledad, como en “Noche para deambular”: “Óiganme ustedes, los seres ustedes detrás de las paredes, una coraza de tiempo y salitre lo imposibilita”. 

Combinemos ahora los dos últimos poemas de este libro: “Mi voz en un laberinto”, “Caballo de espadas”, “Yo no me leo el tarot” y “Poemas en el final de los tiempos”, que significan una alta reflexión sobre lo inquiriente de la palabra, de la poesía, transformada en una voz diciente que se cuestiona así misma y al instrumento creativo. En “Mi voz en un laberinto” consiste en una aparente separación: “Mi voz se deshizo de la lengua. / Fue herramienta de malas palabras / en mi contra”. Acaso, paradójicamente, estamos leyendo escrituras que exploran su propia ironía y su propia paradoja, ya que la lengua “Me condenó en una constelación de actos predecibles”. Al tiempo, es una paradójica contradicción de un yo poético que cuestiona su pasado, sus historias, y, sobre todo, sus lecturas, bajo una mirada autorreflexiva y autobiográfica.

Aparenta ser una lectura desde la autocompasión, donde ya no importa “separarme del alma y arrojarla a la vida”. También, una puesta en escena autoevaluativa: “Pobre de mi voz / pobre (...9 guardadora de silencios”. Desobediencia, subversión, anarquía, cuyos ecos se continúan en “Yo no me leo el tarot”, donde la arena configura su destino y “todo aquello que quise, / junto a la suma de palabras sueltas que / proferí irresponsable”. ¿Autocuestionamiento? ¿Autocrítica?: ni alma ni vida: todas importan “un bledo”. 

De allí existe una gran conexión, continuación, con “Ya no me leo el tarot”, en el que una hablante lírica, después de evaluar su vida, en proceso de caída, después de que muchos se disfrazaron de Dios y la conjugaron (en realidad pareciera que el verbo conjurar es mucho mejor) se convierte, después de expresar su ignorancia sobre Dios, en “creyente de pacotilla”, y arruinada, arroja un puñado de arena al mar, volviéndose ésta en “mi destino / el mar la nada”. Su suerte está echada ante “las espadas que me despedazaron”. Como se ha señalado antes, en el primer poemario, surge la ajenidad de esa mujer, esa otredad, ese desdoblamiento de/mediante “palabras sueltas”, “irresponsables”, acompañado de “espejos agotantes” que culminan con una “verdad del instante” de la que surge solo la existencia, ya dubitativa, ya negativa. 

Una penúltima anotación sobre este poemario: si se hiciera una revisión para una segunda edición, habría que examinar ar la inclusión de dos poemas o su redacción: “Óleo de mujer acosada por el tiempo” y “Sentir del día”, cuyo lenguaje observa algunos giros y versos para mejorar su aparente miradas abstractas o lenguaje.

“Animales invertebrados”

En este poemario Annabell Manjarrés exalta a un yo a través del Otro, del otro o los otros. Si en “Espejo lunar blanco” se leen versos en el que lo erótico y la soledad se redimensionan, se reconfiguran: “Tiemblo / mi cuerpo espera [...] Es el presente una soledad incauta [...] Veo en mis manos/ una silueta de eróticos versos / consolando mi sexo sollozante // Hay una inconsistencia en mí / mi sombra se estremece” (“Siluetas”), conllevando un mundo de refracciones y espejos rotos, mundos rotos, y en “Óleo de mujer acosada por el tiempo” se observa un universo más dramático y de exploraciones e interrogaciones más fluyentes, en este último libro, “Animales invertebrados” libera una naturaleza más lúdica, más memoriosa, más reflexiva, más madura, acaso lúdica. 

Annabell Manjarrés Freyle.

Destaquemos la conexión, para empezar, entre la primera liberación del primer poemario, con esa hablante que duda: “Hay una inconsistencia en mí / mi sombra se estremece” (“Siluetas”). Ahora, en “La mujer abeja” hay una plenitud afirmativa: “Estoy aquí porque he pagado. / Porque merezco otras danzas, / el ciclo de nuevas lunaciones [...] Merezco otros frutos”. Es una mujer que reflexionó y fructificó. Como en “La luciérnaga”, que es un complemento al poema del linaje llamado “Manjarrés”: si en este se cantaba a la madre, en “La luciérnaga” se da un poema de balances, de reflexiones sobre “la otra” del linaje: la hija: “En mi vientre / pequeños huesos / me ensanchan”.

Los poemas de “Animales invertebrados” juegan a enfrentar o asimilar los insectos y la naturaleza frente al destino o al futuro o al miedo, asimilándolo al de un ser humano, como en “La polilla” donde la lluvia “es vértigo”, o en “Lombriz de tierra y agua”, surgen “aguas espesas”, cuyo cuerpo no puede huir y la lluvia genera miedo y miedo de caer a la tierra. Cuerpo humano y reino animal dialogan, se estremecen: una mariposa se asimila a “mi orgullo”, “esa cosa negra / y despampanante / revoloteando su herida” (en “La mariposa negra nos trajo visitas”). O como en “La cucaracha”, que se asimila a las dudas del yo poético y dibuja “mi precipicio de conjeturas”. El universo de la destrucción se retrata a través de los seres “otros” que muestran su propia autodestrucción. 

Quizá alguna respuesta de lo anteriormente dicho se encuentre en “Soledad anfibia”, el poema que da título al libro, y que tiene igual propuesta de “Autorretrato”, el primer poema del libro analizado, cuando dice, en una especie de dicotomía: “Tu nombre es tu vestido, / tu apellido tu chaqueta: / Annabell Desnuda Manjarrés Freyle” (p. 70). Es un poema del yo frente al destino y a sí misma. Ayer y hoy, esa hablante se relame, se reafirma dualmente: “Sobrescribir tu nombre encerrándolo en un círculo / no devolverá a la que ayer suspiró”. Son también balances de un yo en desasosiego, en el filo de la navaja, para retratar abandonos y soledades, la piel de un cuerpo que se va destapando y destruyendo, mirando que, ese “otro” amado realmente no complementa esa voz poética cada vez más quebrada, fragmentada, a pesar de los esfuerzos que haga.

Esta selección poética canta a las angustias y a la libertad, a la búsqueda incansable a una posible verdad (siempre inasible), a los espejos y los tesoros, al mudo en crisis que revisa con una naturaleza muy sensible, cuyo espíritu confronta sus sombras, sus propias miradas sobre sí misma para reafirmarlas. Sobre el cuerpo que cada busca y revela la caída del ser humano, mirar en el rincón de sus interrogaciones. De sus conjuros. De su aparente soledad anfibia, imbuida por un juego intrincado de varios niveles: entre la infancia y la madurez, o la lengua y el ser, o tal vez entre la intemporalidad del mito y el presente, o entre lo subjetivo y lo impersonal, o entre la naturaleza y la cultura. En fin.

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