A través del baile, los jóvenes del suroriente plantan cara a las dificultades.
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Hansel Vásquez

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Carnaval en el suroriente: bailar para volver a La Luz

En medio de dificultades, los jóvenes de los barrios del suroriente optan por el baile como una forma de crearse un mundo aparte. Zona Cero muestra el esfuerzo que supone realizar un Carnaval en una de las zonas más castigadas por la violencia en la ciudad.

La muerte y la noche son dos caras de una misma moneda. Mientras atraviesa la noche de las calles del suroriente de Barranquilla, Aldair Camargo Ramírez recuerda que, a sus 23 años, ha visto más muerte de la que cualquier persona debería ver en una vida.

Vive en La Luz con su madre, su padre y sus hermanos, aunque muchas veces la realidad del barrio sea más bien oscura. No fuma, no bebe y jamás ha probado las drogas, trabaja de peluquero y trata de ganarse la vida un día a la vez, juega bajo las reglas, aunque no baste. En algunas zonas del suroriente hace falta ‘saber vivir’, saber dónde mirar y cuándo no hacerlo. Por algunos lugares es mejor no pasar y, después de ciertas horas, es mejor no salir.

Aldair sabe todo esto, pues toda su vida ha vivido en el mismo barrio, sin embargo, camina bajo el cielo nocturno de Barranquilla alejando a las preocupaciones de la noche y la muerte que a veces la acompaña porque, sobre todas las cosas, ama bailar y ama la música.

La misma que lo recibe al doblar la esquina de la carrera 12 con calle 26. Allí, en pleno barrio Las Nieves, se encuentra un oasis de precarias fronteras: una malla de plástico y madera, que franquea el paso a los vehículos que suben por la calle; tres carros atravesados, que cierran el camino a los que llegan por la carrera.

Aldair Camargo vive en La Luz, uno de los barrios más violentos de la ciudad, cuando baila, las dificultades desaparecen.

El santuario es tierra libre de problemas para más de 50 jóvenes que, dentro de sus márgenes, estiran sus articulaciones, caldean sus ánimos al ritmo de la música, hablan, ríen, son felices. Por esta época el territorio se transmuta, cobra un nuevo sentido por la influencia del Carnaval. Fuera, un mundo hostil, a veces de muerte, sigue su ritmo. Tras la malla de plástico -y los tres carros atravesados- hay vida.

El epicentro de este espacio es la casa de Kevin Torres, líder del Rumbón de Las Nieves, una comparsa de fantasía que, desde hace 14 años, agrupa en su seno a una población variopinta de jóvenes provenientes de barrios diferentes, la mayoría de la localidad del suroriente, aunque no limitados a esta.

Para sus miembros, el grupo es el medio, el Carnaval es la razón. Con su influencia sobre la vida de la ciudad y de todos los que se encuentran en ella mientras dura la celebración, las festividades tienen el poder de cambiar las rutinas y los rostros de los jóvenes que ahora se congregan en su oasis, una rutina que, en 2015, fue especialmente violenta.

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El año pasado 424 personas fueron asesinadas en Barranquilla, la cifra más alta en una década. Muchas de las muertes se concentraron en barrios del suroriente (Rebolo, La Chinita, La Luz, El Ferry), los mismos de los que han salido varios de estos muchachos para bailar esta noche. 

Hay cosas que las estadísticas y los números no alcanzan a expresar. No dicen, por ejemplo, que casi a diario Aldair oyó hablar de algún muerto cerca a su casa, muchas veces él mismo tuvo que verlos y, una vez, incluso, la muerte tocó a la puerta de al lado y entró a arrebatarle la vida al vecino mientras él se escondía. Sin embargo, esta noche la violencia no existe entretanto dura el ensayo.

Reunidos, los muchachos practican para la Fiesta de Danzas y Comparsas y la Gran Parada de Fantasía. La primera representa el 60% y la segunda el 40% de la calificación con la que competirán por hacerse con un Congo de Oro, el máximo premio que la organización del Carnaval entrega a los hacedores de la fiesta. Esos días, todos los ensayos adquieren sentido, sin embargo, ellos encuentran mayor encanto en la preparación que en la ejecución.

El baile es una pasión y una forma de ocupar de las mentes, alejarse de los problemas.

Desde hace tres meses se encuentran para bailar y hacer los preparativos de cara a las carnestolendas. Jóvenes que llegan a pie, en moto, coches tirados por bicicletas y se marchan con las mismas. Es la mejor excusa para olvidar los problemas personales, familiares y económicos. El cambio de rutina no durará para siempre, pero, mientras dura, lo agradecen. Se entregan con pasión al baile, saben que el Carnaval es un eterno retorno, se acaba este Miércoles de ceniza, pero el siguiente está a la vuelta de la esquina.

Kevin es el padre de la comparsa y algo similar para varios de los muchachos. A varios los ha visto crecer desde que fueran danzantes en miniatura, que apenas llegaban al metro de estatura y aprendían a coordinar cabeza con cintura. Los mira ensayar desde la reja de su casa, camina entre ellos cuando la música se detiene, los saluda, les habla, los conoce, a los que están y a muchos que se han ido.

“Nuestras comunidades son muy vulnerables, hay muchos problemas y los jóvenes buscan una identidad en lo que sea. Aquí, ellos tienen una identidad con la comparsa”, asegura Kevin, quien reconoce que en varios barrios de la localidad -unos más que otros- la población joven tiene alto riesgo de entrar a pandillas. “Si pudiera extender esto todo el año lo haríamos, les mantiene la mente ocupada”.

Kevin Torres es el líder de la comparsa, un padre para muchos. En la foto abraza a Mayra Castro, una de las primeras integrantes de la comparsa.

Mantener la mente ocupada puede ser la diferencia entre un futuro promisorio o una vida corta, a Jordi Bobea mantener la mente ocupada lo aleja de las drogas, esas que lleva usando desde los 11 años para escapar de los problemas. Cuando el baile le cala los huesos y se le mete en la cabeza queda poco espacio para otras cosas.

Tiene 22 años, nació en Pescaito, Santa Marta, pero ha vivido toda la vida en Barranquilla porque a su papá lo mataron cuando él estaba de meses. “Él era policía, se metió a una zona de delincuencia allá en el barrio y como que le dijo a una gente que no podían vender más droga, se ‘cazó’ un problema con otro policía… por eso lo matan… eso es lo que sé por mi familia”. Toca el tema por encima, rozando los detalles. Lo que en otros países justificaría una cruzada por justicia aquí es solo el recuerdo de un joven con una vida difícil.

Las ha probado todas… marihuana, perico, bazuco, pegante. Una salida rápida al malestar, al alcance de la mano, sin embargo, salir de la ‘salida’ es mucho más complicado. Para costear el vicio muchos comienzan a robar, algunos matan, Jordi nunca llegó a ese punto. “No quería eso para mi vida”, asegura, pero oportunidades no le faltaron.

La única constante que se mantuvo a lo largo del tiempo que pasó en las calles es la misma que lo tiene hoy agitando las manos arriba y abajo, moviendo la cadera y las piernas: bailar, lo que lo trajo de regreso

Jordi Bobea encontró en el baile una forma de escapar a las drogas y a los peligros de la calle.

En el suroriente los niños nacen bailando. Si el pan debajo del brazo a veces falta, no lo hace la música que llevan en la sangre. Las historias de los jóvenes del Rumbón quizá no coincidan en vicisitudes, pero sí lo hacen en un mismo punto, bailan desde que tienen memoria.

El Congo Grande de Barranquilla, El Torito Ribeño, Las Ánimas Rojas de Rebolo, La Danza de Paloteo Mixto, La Cumbiamba la Revoltosa, son solo algunos nombres de los líderes de tradición del Carnaval que nacieron, tuvieron o tienen sus sedes en esta localidad, y dan cuenta de la estrecha relación de las festividades con el suroriente.

“El 60% de los hacedores del Carnaval los tenemos aquí”, explica Kevin, un hecho que no es fortuito. Dos de los cinco barrios primigenios de Barranquilla se ubican en esta zona, San Roque –antiguo hogar de las familias pudientes de la ciudad- y Rebolo.

Los jóvenes se gozan la preparación para el Carnaval, es la excusa para reunirse y conversar.

En cierto modo, las carnestolendas son la consecuencia organizada del amor de los primeros barranquilleros por representar con disfraces y bailes la belleza de la cotidianidad de la vida y de hacer frente a los problemas y las carencias con la actitud desenfadada que se ha convertido en un sello local. Una consigna que hoy, tanto como antes, continúa vigente en el oasis de los jóvenes del Rumbón de Las Nieves cuando, a las 9:30 p.m., comienza el toque de queda. 

La música se apaga y con ella los cuerpos sudados de los danzantes que se aprestan a descansar en sillas de plástico o, cuando estas ya han sido ocupadas, sobre el bordillo de la acera. Es momento para rehidratarse, afinar detalles, pulir la coreografía, nada ha cambiado y, sin embargo, ya es tarde. Para algunos de los muchachos aquello significa que es hora de marcharse.

No se trata de una regla escrita, ni una norma que seguir al pie de la letra, es, más bien, una noción de sentido común –y un poco de supervivencia- que han aprendido a lo largo de los años. En las noches las pandillas salen a las calles y las fronteras invisibles, que dividen sus territorios, se espesan. Es mejor estar a salvo en casa temprano, antes de que el alcohol y las drogas hagan más difícil distinguir entre rivales o una persona cualquiera.

Cuando empieza a hacer tarde, algunos de los jóvenes del grupo deben irse antes que sus compañeros. No se puede escapar a la realidad para siempre.

Aldair es de esos que, cuando las cosas ‘están calientes’, tiene que irse antes. En la ruta es inevitable cruzarse con gente peligrosa, personas perdidas en las drogas. Muchas veces son solo niños, menores que no encuentran un camino que, de por sí, nunca ha estado claro. La espiral por la que se desciende hacia la violencia no es igual para todos, Aldair no sabe cómo descendió su primo.

Lo mataron en Rebolo en 2015, cuando apenas tenía 17 años. Dejó de hablarle un año y al siguiente estaba metido en una pandilla, el desenlace llegó el tercer sábado de octubre: una puñalada en el corazón, producto de una riña con otros tres jóvenes. Tenía antecedentes, pero también una familia.

“El luto lo guardo en el corazón, no en la ropa. Acá me distraigo, distraigo mi mente bailando y no como hacen otros jóvenes con vicios, droga o alcohol. Aquí me divierto”, aunque haya perdido un pariente hace menos de medio año, Aldair no dudó en ningún momento en participar en el Carnaval, pues vale la pena bailar para volver a la luz, esa que en el barrio, a veces, hace tanta falta. 

En la actualidad son alrededor de 50 jóvenes. Algunos vienen de los barrios con mayores índices de violencia de la ciudad.