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A veinte años del atentado a las Torres Gemelas

Han pasado veinte años desde aquel 11 de septiembre del 2001 cuando el mundo entero se vio increpado por el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York, Estados Unidos. La memoria histórica nos invita a una reflexión en función de aquello que los historiadores llaman la distancia histórica, que permite expresarse sobre los acontecimientos con una menor carga emotiva, tendiendo a una mayor objetividad. Al mismo tiempo, permite, el mismo paso del tiempo, que algunos procesos cierren y, por ende, podamos percibir con mayor claridad sus consecuencias.

Para muchos, en especial para aquellos que no viven en estados Unidos y, más aún, para aquellos que guardan una cierta distancia por el comportamiento histórico del gigante norteamericano, les pudo parecer que las referencias, contextos, recuerdos y recreaciones de aquel día fueron un poco exageradas y que, por lo demás, muchos otros acontecimientos tan lamentable como éste, no adquieren la misma resonancia e incluso, algunos pasan prácticamente inadvertidos, en especial aquellos que se desarrollan fuera de la órbita del llamado “Mundo Occidental”, estoy pensando el Siria, en Irak, en Afganistán, en Libia, en las cruentas Guerras Civiles en África que, parece que entran en el dial nuestro siempre y cuando se crucen, conecten, interfieran con los nuestros. En alguna oportunidad un lúcido profesor me planteó que los muertos en Occidente tienen nombre y que fuera de Occidente son un número.

Por favor que no se entienda que no debamos realizar un exigente recorrido por nuestra memoria histórica como salvaguarda moral para que acontecimientos tan deleznables como éste no vuelvan a ocurrir. Desde sus orígenes la Historia, como escuela de la vida, promueve que los hombres no cometan los mismos errores del pasado, el problema es que a más de dos mil quinientos años de Historia, la frase de Heródoto parece letra muerta, slogan didáctico, pero con muy poca consistencia en función de la realidad. ¿Por qué no un slogan más?, “El hombre es el único animal que tropieza dos, yo agregaría o más de dos, veces con la misma piedra”

Muchos se preguntarán si existe alguna justificación para entender lo que pasó en el corazón neoyorkino hace veinte años. La respuesta debe ser taxativa, no hay nada que justifique un acto de violencia, ni en este caso, ni en ninguno de los que podríamos enumerar largamente en este momento. Tomando como referencia este predicamento, no serán pocos los que quieran entender este acontecimiento, no lo que justifica este hecho, vuelvo a repetir, no tiene ninguna, sino que más bien por qué, personas carentes de cualquier humanidad, construyen una idea tan descabellada como sacrificar a miles de personas, entre muertos, heridos, sobrevivientes y familiares que arrastrarán este horrible acontecimiento por el resto de sus vidas y, por extensión, a todo el mundo que, como dice Saidí Gulistán en el siglo XIII, aspire a ser parte de este único cuerpo que es la Humanidad y que debe sentir como propio el dolor de cualquiera de sus miembros.

La Historia nos puede ayudar algo en ello y en especial la  de Estados Unidos. Todos sabemos de su proceso de independencia, de lo relevante que significó como ejemplo para muchos territorios coloniales que se levantaron con fuerza ante una Metrópoli abusiva y que echaba por tierra un concepto asumido casi como un dogma a finales del siglo XVIII: “La Metrópoli había dado la vida a las colonias (nótese el negacionismo histórico hacia los  pueblos originarios) y por ello tenía el derecho a sacar de ella todo lo que considerara necesario”. Este es el mismo predicamento que inspiraba a las metrópolis de España, Portugal, Holanda, en fin todas aquellas que habían salido por sus aventuras coloniales desde el siglo XV y que, con matices más ideológicos, se camuflaron en los procesos imperialistas desde el siglo XIX y primera mitad del siglo XX. La independencia de Estados Unidos también desterró otro constructo narrativo muy instalado en la época, a saber, que la Colonia no podía vivir por cuenta propia, que el futuro seguro sería en caos, el desorden, la pobreza y la inseguridad, aspectos más que relevantes para evaluar el éxito o fracaso de los sistemas políticos de cualquier época. Por el contrario, Estados Unidos rápidamente demostró cosas muy distintas, estabilidad política, orden, crecimiento económico y, lamentablemente aspiraciones expansivas, las mismas de las que hacía poco tiempo se consideraba víctima.

Haciendo un resumido paneo histórico, Estados Unidos, desde el siglo XIX se erige como una potencia regional, la doctrina Monroe es una clara referencia a este aspecto, pero que tenía intereses más expansivos que la llevaron a integrarse a la carrera por las conquistas coloniales a la usanza de las grandes potencias mundiales de la época. Un momento de inflexión es la Primera Guerra Mundial, ingresa al conflicto por intereses económicos disfrazados por una afrenta nacional (hundimiento del Lusitania) y adquiere un protagonismo inusitado, no porque no se pensara en que podía llegar a ello, sino porque la guerra aceleró de manera exponencial dicho proceso. Estados Unidos se convierte en el centro del capitalismo mundial, se inicia la tendencia a la deseuropeización de las relaciones internacionales, pero Estados Unidos duda de avanzar con mayor decisión en dicho camino. El Presidente Wilson, activo promotor de la Paz de Versalles y de la creación de la Sociedad de Naciones, recibe un fuerte golpe de parte de su Parlamento que se niega a firmar el Tratado de Paz y su incorporación a este organismo supranacional encargado de favorecer relaciones pacíficas entre sus miembros. El impacto brutal y Global de la Crisis Económica de 1929 adquiere más sentido cuando uno percibe que Estados Unidos no actuó como una potencia mundial, muy preocupada de las consecuencias internas, no reparó en tomar decisiones que hicieron pensar a muchos hasta en el colapso del sistema capitalista.

Después de la Segunda Guerra Mundial la situación cambia dramáticamente, durante el desarrollo del mismo conflicto comienza a competir hasta con su gran aliado, la Unión Soviética. Desde el desembarco en Normandía, la competencia entre las futuras superpotencias se instala, el primer objetivo es Berlín. Al término del conflicto Estados Unidos asume un rol protagónico, firma Yalta y Postdam, se compromete con la Organización de las Naciones Unidas, fomenta la Declaración Universal de los Derechos Humanos e inicia una larga etapa de tensión con el mundo socialista. Desde este momento está consciente y aspira a asumir un rol protagónico en las relaciones internacionales, lo que también permite entender el aumento del intervencionismo estadounidense en diversos conflictos y con más negativas que positivas consecuencias, de muestra un par de botones, Corea y Vietnam.

La etapa de la Guerra Fría termina con la caída del bloque socialista y la tendencia a entender las relaciones internacionales de manera Unipolar, con una situación preeminente de Estados Unidos que  intensifica su intervencionismo militar en muchas partes del mundo al no existir una fuerza de contrapeso que influyera en su toma de decisiones. En esta etapa no fueron pocas las ocasiones en que no consideró las resoluciones de la ONU, por lo que su intervencionismo adquirió otro nivel, ya que incluso se realizó al margen de la normativa internacional que el mismo país había procurado forjar. Frase célebre de aquella época, “Si el mundo quiere paz, debe entender que Estados Unidos es la única potencia mundial”. Es esta etapa la que llevó a Fukuyama a plantearse en términos del fin de la Historia, reflotando un concepto que Hegel (1806) y Kojève (1905) ya habían desarrollado. Una lista basada en el informe RL30172 del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos sobre relaciones internacionales nos da una idea de ello: Guerra del Golfo, Intervención en Somalía, Bosnia y Herzegovina, Sudán, Afganistán, Yugoeslavia, por nombrar las más destacadas entre 1991 y 2001

Al mirar, el sucinto panorama expuesto, podemos determinar que Estados Unidos participó, directa o indirectamente, en todos los conflictos bélicos del siglo XX y, con una mirada un poco más crítica podemos establecer una relación directa entre los conflictos bélicos y el ascenso económico y, en definitiva, total de Estados Unidos a escala planetaria. Lo llamativo de este es que más allá del ataque nipón a Pearl Harbor, el suelo estadounidense jamás se vio enfrentado a las terribles consecuencias de un conflicto. La mayoría de sus víctimas fueron siempre combatientes, a diferencia de los demás  países que participaron, por ejemplo, de la Segunda Guerra Mundial, donde las víctimas civiles superaron enormemente a los muertos en combates. Ni qué decir de los objetivos civiles en término de infraestructura urbana e industrial, que durante todo el siglo XX se hicieron costumbre entre los desquiciados objetivos bélicos, situación también ajena a la realidad del país norteamericano. Recuerdo de manera somera las palabras de Osama Bin Laden ante el atentado a las Torres Gemelas, que pretendo parafraseas con un margen de error: “Estados Unidos ha vivido un poquito de lo que Estados Unidos ha repartido por el mundo”

Ha pasado una “Odisea” (en referencia a los veinte años que Ulises estuvo fuera de Itaca entre su participación en la Guerra de Troya y su más que accidentado regreso a casa) de aquel fatídico 11 de septiembre de 2001 y el listado del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos sobre relaciones internacionales nos rebela que Estados Unidos ha intervenido militarmente, entre el 2001 y la actualidad, en Afganistán, Filipinas, Irak, Somalía, Libia, Yemén, Pakistán y Siria, parece que las palabras de Heródoto siguen siendo letra muerta.