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Una opinión ‘tibia’ sobre la crisis nacional

Desasosiego, la situación de los últimos días en el país dejan una sensación de profundo desasosiego. Se trata de la catarsis de un Estado con instituciones defectuosas que se agita y convulsiona, intentando quitarse la enfermedad con protestas en las calles alimentadas por el combustible de la indignación, siempre latente, y el rigor de la pandemia. Mientras se agotan los recursos de supervivencia y resiliencia de la población -que siempre ha dependido de sí misma-, resulta fácil señalar al origen del caos: la reforma tributaria impulsada por el Gobierno del presidente Iván Duque. No obstante, el origen de todos nuestros problemas es, más bien, nuestra incapacidad para ver más allá de lo que tenemos al frente de las narices.

Desde luego que el intento de reforma que impulsó el exministro de Hacienda Alberto Carrasquilla es la causa más pronta del descontento, la violencia y la zozobra. Podemos ponernos más profundos y llegar un poco más lejos, la causa del problema es el despropósito de Gobierno de Iván Duque, caracterizado por un resurgimiento de la violencia y la carencia de cualquier faro administrativo. Pero nos quedaríamos en lo superfluo, el problema no es el uribismo o el Centro Democrático, el problema es la forma en la que se encuentra organizado nuestro Estado. Con la forma en la que funciona Colombia incluso Jesucristo se convertiría en un dictador si llegara a presidente.

Precisamente por esto es necesario el conocimiento si lo que se pretende es lograr cambios reales, duraderos y significativos. Sin conocimiento tan solo entenderíamos que el Gobierno intenta cobrar unos impuestos nuevos y nos rebelaríamos ante el robo, no queremos pagar más a algo que desde la pandemia nos da cada vez menos (que nos da cada vez menos desde el fin de la bonanza petrolera en 2014). ¿Pero, entendemos qué es lo que estaba mal con la reforma tributaria?, ¿todo intento de reforma estaría mal entonces?, ¿cuál es nuestra meta, menos impuestos y más transferencias de recursos a la población pobre?, ¿algo tan intrascendente como bajarles el sueldo a los congresistas?

Colombia está configurada para extraer la mayor cantidad de recursos posibles de su geografía y su población y entregarla a quienes ya tienen poder, así se fundó y así la quisieron mantener quienes nos independizaron de España. Falta de conocimiento es lo que nos lleva a creer que Simón Bolívar es el libertador de la patria cuando la principal razón por la que decidió separarse de la Corona española fue no suscribirse a la Constitución de Cádiz, que le daba muchos más derechos a la sociedad civil y le quitaba poderes a la monarquía. La historia de nuestro comienzo como país es la de mantener vigentes las normas que permiten a las personas con más poder conservarlo -y lo celebramos todos los años-.

Por eso la reforma tributaria imponía de forma exagerada una nueva carga tributaria en la clase media, porque la clase media no define elecciones en un país abrumadoramente pobre y, al final, todo lo que hacen los gobiernos es intentar ganar elecciones, mantenerse al mando del Estado para poder seguir accediendo a sus recursos y las facilidades que el poder público brinda. El Estado quiere quitarle a los que tienen un poco para seguir comprando el poder a los pobres.

Lo jodido es que, en esta ocasión, ni siquiera han tratado de disimularlo con un disfraz de aparente proporcionalidad, los impuestos que se querían cobrar eran desproporcionadamente más altos para la clase media del país. El internet lo paga igual el que gana 30 millones mensuales que el que gana tres; en estrato 5 puede vivir un pobre diablo trabajando en un call center o el concejal municipal. Y la muerte… quizá la cachetada más absurda… todos nos morimos, pero sacar del bolsillo la plata para el cajón es más difícil para el que gana menos que para el que gana más.

Los nuevos impuestos (y muchos de los que ya existen) venían a actuar como barrera (consciente o inconsciente), para destruir la autonomía de la clase media, y para proveer recursos a los dirigentes para afianzar la dependencia existente de las clases más bajas. Si la clase media vive del día a día, con capacidad de ahorro inexistente y convencidos de que el futuro se acaba cada cuatro años y luego comienza un destino nuevo, nadie invierte, nadie se capitaliza y genera prosperidad. Por otra parte, si a los pobres les damos más y más subsidios, exenciones y limosnas, menos incentivos existirán para la producción, menos incentivos para contratarlos y cada vez necesitarán más al Estado para poder llegar a fin de mes.

En estos momentos de efervescencia es, precisamente, cuando más claras se tienen que tener estas cosas. Un error fácil en el que se puede caer es exigirle al Gobierno más subsidios, más transferencias de recursos públicos, pero al hacer esto lo único que haríamos sería seguirle el juego a Duque. Incluso si los réditos electorales no los saca él, los sacara el que venga después, sin importar el partido.

Si aumentamos las transferencias del Estado, más dependientes nos hacemos. De hecho, por eso es que necesitamos algún tipo de reforma tributaria, porque interrumpir el chorro de subsidios gubernamentales de golpe nos dejaría en una miseria absoluta. Somos como adictos con síndrome de abstinencia.

Un Estado funcional no regala plata a sus ciudadanos ni les paga cosas, un Estado funcional provee el entorno adecuado a las personas para que puedan subsistir por sus propios medios. Necesitamos, precisamente, un país que genere empleos orgánicos, creados por un mercado real y no por la mano artificial de las licitaciones estatales. Solo en repúblicas bananeras el sueño de cualquier persona es conseguir contratos en el sector público, en los países prósperos el sueño es atravesar la puerta del sector privado. Aquí, sin embargo, el sector privado es famélico, son muy pocas las empresas que no dependen de alguna forma de que el Estado las mantenga. Y, con todo y eso, la mayor parte de la población colombiana aseguraría, sin pensarlo dos veces, que Colombia es un país capitalista y neoliberal, porque no saben lo que significa eso.

Solo después de que un país genera prosperidad, podemos aspirar a brindar bienes públicos de calidad. En Europa primero vino la prosperidad, después el estado de bienestar, no al revés. Una prosperidad que pasa por adoptar instituciones muy específicas, que generan ambientes propicios para el crecimiento económico. Esto implica proteger la propiedad privada, generar confianza inversionista, remover barreras al empresario. Pero, ¿cómo pides eso cuando una mitad del país cree que los empresarios son demonios que han salido de los agujeros más profundos del inframundo para chuparnos la sangre?, mientras que, la otra mitad, está convencida que empresario es el inútil e incompetente, hijo de una familia con apellido político que llena los papeles para que el Estado le dé dinero para montar una empresa nueva.

No hay una visión menos estúpida. Empresario es el dueño de una multinacional como el que monta una panadería en la esquina. Los dos necesitan protección a su propiedad, el de la multinacional necesita estar seguro de que no lo van a expropiar para crear empleo acá, el de la panadería necesita saber que el país no se va a convertir en el infierno de Dante cada diez años para invertir en el crecimiento de su empresa y no conformarse con un puestecito que nada más le da trabajo a él y su familia. Ambos requieren que, para montar una empresa, sin importar el tamaño de la producción, no sea necesario pagarle plata a funcionarios públicos o representantes. Que el éxito o fracaso de su emprendimiento dependa de sus propias habilidades como emprendedor y no de engrasar el aparato gubernamental.

Son tantos los equívocos y mitos, las cosas sobre el funcionamiento del sistema político y de la economía que desconocemos, que no podría abarcarlo en una sola columna. Nuestro problema como nación –y el de toda Latinoamérica, si me apuran- es que desde siempre nos andamos moviendo entre polos de extremos opuestos. O completa apatía política, o un interés tribalista, apasionado y subjetivo. Nos encantan las fórmulas facilistas y simples, capitalismo salvaje o comunismo cubano, laissez-faire o revolución cultural, plomo o piedra. Formas de flojera mental, técnicas mnemotécnicas para poder reducir un conjunto de preferencias complejas a un par de colores, un par de nombres...

Es tal nuestra ceguera como nación que, en los últimos días, por ejemplo, me he transformado en uribista, así de la nada. A pesar de que en cada votación que importa desde 2010 he votado por la posición contraria al uribismo (y nunca me he ausentado a votar), a pesar de que cada vez que puedo intento explicar de manera objetiva los riesgos democráticos de los líderes carismáticos y populares. Parece que, si no adopto ciegamente en mi corazón las ideas del líder carismático y popular de la izquierda, entonces debo ser uribista (a pesar de que ya van dos veces que voto por el de izquierda, por ser la opción ‘menos peor’). Dios me libre del día en que pueda definir mis preferencias políticas con un apellido…

Creo que las marchas y protestas ganan batallas, y la verdad es que la batalla contra la reforma tributaria era una que tenía que ganarse, pero, contrario a la opinión pública que he visto en redes sociales los últimos días, no creo que un país se cambie con protestas y marchas. Creo que un país solo cambia cuando cambia la estructura de castigos e incentivos que lo hacen funcionar a favor de algunos y en contra de otros, y creo que solo es posible cambiar esas estructuras cuando se entiende cómo funcionan. De lo contrario, lo único que haremos será darle las llaves del matadero a otro.

En suma, creo que a un país lo cambia su población cuando aprende y se educa, no cuando piensan como a mí me gusta, sino cuando obtienen las herramientas para pensar de forma crítica. Si queremos lograr que Colombia sea un mejor país, lo mejor que podemos hacer es aprender sobre los problemas estructurales de nuestra nación, de las características de las naciones prósperas, y luego explicar de la forma más objetiva posible, ayudar a que los que apoyan posiciones claramente equivocadas puedan escoger mejor. Este es un comienzo pequeño, quizá, pero bien encaminado a conseguir el resultado que en el fondo todos los colombianos desean. Las naciones no se hacen prósperas llenándose de soldados o revolucionarios, se hacen prósperas cuando se llenan de empresarios, de investigadores y de líderes sociales.

En estos momentos, mientras el gobierno de Duque, el del Centro Democrático, el de Álvaro Uribe, muestra todos sus colores autocráticos, su falta de amor por la democracia, su falta de respeto a los derechos civiles, es la oportunidad perfecta para intentar librarnos, al menos, de ese palo en la rueda del futuro de nuestra nación. Pero, hay que entender que no se trata de erradicar a todos los que piensan de forma contraria, burlarse de los uribistas, tratarlos con condescendencia o aborrecerlos. La mayoría de las personas que han votado por lo que dice la derecha desde hace mucho tiempo no lo hacen por maldad, sino por falta de conocimientos, la batalla en la que no hay que desfallecer es en la de intentar sacarlos del error. Al sistema no hay que destruirlo, hay que cambiarlo.

Quizá seré muy ‘tibio’ en mis posiciones políticas, pero la convicción de que lo que importa no son bandos, sino la persecución de la verdad y la justicia como fin último la seguiré defendiendo. Si ser ‘tibio’ me permitirá denunciar lo que está mal en cualquiera de los bandos, e intentar unir en vez de separar, entonces seguiré siendo ‘tibio’, y ojalá algún día seamos m