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Santa Marta y su río de oportunidades

Antes de radicarme en Barranquilla, viví varios años en Santa Marta, incluso allá me gradúe de bachiller a mediado de los noventas en el colegio Franciscano de San Luis Beltrán; presté mi servicio militar obligatorio en la Policía Nacional; y también, en ese lugar, por primera vez, tuve conciencia de ser hincha de un equipo profesional de fútbol, el mismo de mi papá, el Unión Magdalena.

Pero hay una cosa que no olvido de mi tiempo en la Perla de América: me refiero al padecimiento reinante en relación al suministro de agua. Llegaba escasamente, correspondía tener en las casas pozos profundos y motobombas para disipar la problemática, un lujo que la mayoría no podía darse.

En una ocasión, nuestro pozo, ubicado en la terraza de la vivienda, por alguna circunstancia se había atrofiado y la reparación era algo demorada; en consecuencia, la única manera de acceder en tiempos críticos al preciado liquido, era a punta de balde, hasta agotar las existencia del gran depósito subterráneo.  

Justo en esa época mi hermana cumplía sus quince años, mis papás decidieron hacerle una celebración memorable. De Valledupar y toda la comarca llegaron familiares y amigos especiales, se trataba de un número considerable de invitados. La cuadra quedó en desuso para el tránsito vehicular; se acomodaron mesas, sillas y todo el menaje propio de un gran acontecimiento. Estábamos embelesados y exultantes por el festejo. Dentro de la delegación vallenata llegó mi abuela paterna, una mujer guajira, templada, a quien cariñosamente le decíamos Mama Rosa, ella había insistido en que dejaran bajo su responsabilidad el plato fuerte de la noche, que no podría ser otro que chivo guisado con yuca y ensalada. La preparación de ese plato en manos de mi abuela era sublime, no tenía comparación y sí mucha reputación.    

La fiesta estuvo impecable, la emoción de mis papás por su hija que pasaba de niña a mujer vestida y maquillada como una princesa, enternecía a todos. Después del protocolo propio de un quinceañero de la época, se prendió la parranda, amenizada por un conjunto vallenato y una tambora para la hora loca.  El plato principal se terminó sirviendo a la media noche y todo el que lo degustaba, sin excepción, hacía a alusión a la perfección en gusto y presentación de los alimentos.

A la mañana siguiente hubo un problema de marca mayor, los de mi casa  y otros familiares que se quedaron a dormir, no pudieron pasar buena noche, a la mayoría algo les había caído mal, y no pudieron dejar de frecuentar el baño. Sanitarios que desde antes del amanecer estaban colapsados, sin agua y tapados. Era una pesadilla.

Al medio día, después de tanto trote por solucionar tan delicado asunto de salud e higiene, mi papá, buscando un poco de respiro salió al jardín; de repente apareció al  otro lado de la reja, desde la casa que a la derecha colindaba, Huguito, nuestro vecino de unos 11 años, quien al encontrarse a mi papá en la puerta,  le preguntó, que si él también tenía diarrea, y remató diciéndole “porque lo que soy yo, me arde el culo de tanto cagar”.

Todos se preguntaban qué había ocurrido, qué alimento en mal estado pudo generar todo aquello. Mi abuela muy preocupada por la situación, fue a la cocina a repetir de forma mental y paso a paso, todo lo que había hecho para la preparación de su plato insigne la noche anterior. Abrió la nevera, sacó algunas porciones que quedaron del chivo sin preparar, las revisó, las notó en perfecto estado; revisó los condimentos, las salsas y entonces, descubrió lo que pudo ser la razón de la calamidad, junto a los productos utilizados para la preparación de la comida, había uno que no debía estar, y otro que faltaba.  Como los empaques eran casi idénticos,  mi abuela había confundido la salsa negra con la vainilla.

Esta anécdota, da pie para referirme a la eterna problemática  de los samarios con el suministro de agua. Se hizo normal la escases del preciado liquido; se aprendió a vivir con la precariedad de la provisión; barrios en donde el agua demora días en llegar. El asunto tiene que ver con la endeble red de abastecimiento, con condiciones climáticas desfavorables y comunes en el territorio y con los continuos trabajos en el maltrecho sistema de alcantarillado.

Es conocido que los ríos Manzanares, Piedras y Gaira que son los que alimentan de agua a la ciudad no dan abasto, y cuando hay sequias, la pesadilla se recrudece. Aunque parezca increíble, el acceso mas confiable y eficiente que tiene Santa Marta al agua, es a través de carrotanques. El problema de salubridad es insostenible, no hay que detallarlo, por eso la ciudadanía fastidiada, cada vez más, acude a las vías de hecho.

Cartagena tuvo padecimientos similares a los de Santa Marta por mucho tiempo, incluso desde la época de la Conquista, cuando se construyó un acueducto de ajibes, pozos y cacimbas como medio de provisión hasta principios del siglo XX.  Luego se dio el sistema de suministro por tuberías con la construcción del acueducto en la población de Matute, que tomó como fuente de abastecimiento, unos incipientes e inestables manantiales de Matute, Coloncito, y Torrecilla, situados en las cercanías de Turbaco. Solo hasta la década de los años treinta, finalmente pudo superar sus principales dificultades, cuando entendió que tenía que pensar en grande, y descansó la responsabilidad del abastecimiento, nada menos que en las aguas del Canal del Dique.

De la misma manera Santa Marta debe pensar en grande, es preciso que entienda que la calidad de vida de su pueblo esta condicionada a las aguas del río Magdalena, que así como visionamos grandes obras de infraestructura como viaductos entre el pacifico y Barranquilla, o un tren de cercanías entre las capitales del caribe, también pensemos en serio, en un acueducto que del río Magdalena llegue a la sedienta Santa Marta, un territorio que entra paradójicamente en la categoría de los anfibios. No sigamos desperdiciando por Bocas de Ceniza, el agua de vida de la Perla.

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