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Libertad, solidaridad,  igualdad y  también tolerancia

En los orígenes de la segunda modernidad y la conformación de las bases del mundo contemporáneo, desde Occidente y para el mundo, se han levantado las banderas de principios  que aspiran a un nivel de universalidad: la libertad, la igualdad y la fraternidad. Son los principios básicos que han fundamentado y fortalecido las instituciones democráticas junto a un proceso de empoderamiento de la ciudadanía que a través de sus demandas y reivindicaciones ha consolidado el carácter multidimensional de la democracia.

El principio de la libertad, en las sociedades modernas, se refiere a relaciones de interacción entre personas o colectivos en las que un actor deja a otro actuar en cierto modo, dentro de un conjunto de normas que, se supone, han sido consensuadas previamente, ya que, por ejemplo, hemos construido una sociedad en la  que cumplir con mis responsabilidades ciudadanas no debe ser entendido como un mecanismo de reducción de mis libertades. Al mismo tiempo debemos reconocer, desde la lógica moderna, que las normas requieren de una permanente actualización, en función de los intereses de los actores, para que logren un nivel de legitimidad, ya que la velocidad del cambio en el mundo actual también influye en su nivel de obsolescencia.

La fraternidad, mejor entendida en el mundo moderno como solidaridad, resulta no ser menos complejo de entender. En sociedades como las actuales, donde el individualismo campea, genera que muchas veces los intereses o deseos personales entren en conflicto con la promoción del bien de todas las personas. Una de las contradicciones más complejas del ideario liberal tienen directa relación con esto y genera diferentes tensiones nacidas del precario equilibrio entre las aspiraciones competidoras que son la diversidad y la uniformidad, no solo a nivel individual, también en lo colectivo y que repercute de manera notable  en las posibilidades de cohesión social y, por ende, en los niveles de solidaridad. No son pocos, en nuestro mundo actual, que creen que pueden proyectar sus vidas con prescindencia de lo que sucede a los demás, no es sólo una visión errada, es fundamentalmente anti fraterna.

Por su parte, la igualdad se construye, desde una perspectiva jurídica, en la máxima tantas veces repetida sobre la base del mismo acceso a la ley, expresada en la lógica de derechos y obligaciones. En su momento fue un avance revolucionario, cuando se buscaba minar las bases de un sistema que no sólo era opresivo y muy poco solidario, sino que fundamentalmente discriminador.

El concepto se nos ha complejizado, desde las expresiones reivindicacionistas y emancipatorios que nos acompañan y nos seguirán acompañando, la igualdad debe entenderse también desde la distribución, en el sentido de que a todas las personas, que son sujetos de derechos y deberes, debemos reconocerles las mismas posibilidades de potencialidad física y mental y asumir que, desde natura, las diferencias son más bien insignificantes, a no ser por las desigualdades que el mundo de la cultura ha instalado. Siguen existiendo aquellos que ven diferencias de razas, aunque el desarrollo científico ha demostrado que las diferencias genéticas prácticamente no existen. La mala distribución (de lo que sea), provocada por las más variadas circunstancias, no es natural, por el contrario,  es propia de la acción humana y lleva implícita una poderosa amenaza para la convivencia, ya que tácitamente desconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones.

La verdad es que la sociedad es diversa, pero la desigualdad de acceso a bienes, servicios, posibilidades y condiciones, no puede justificarse desde ninguna circunstancia, porque en la práctica se pone en tela de juicio el fundamento básico de la modernidad, a saber,  que todos tenemos los mismos derechos. Lamentablemente la desigualdad se ha instalado en nuestras mentes y nuestros corazones y muchas veces justificamos el trato diferente para quienes son o piensan distinto. La verdadera cultura democrática exige, desde cómo hemos definido la libertad, la solidaridad y la igualdad, defender el derecho a ser tratado con la misma dignidad que al resto, tema que nos interpela no sólo en su historicidad, sino que también en su actualidad.

La Real Academia de la Lengua Española ha definido que una “minoría” es parte de la población de un Estado que difiere de la mayoría de la misma población por aspectos relacionados con su etnicidad, lengua o religión. Por su parte, el Sistema de las Naciones Unidas, desde la lógica de los derechos humanos, ha buscado ampliar este concepto  a las personas que tienen capacidades diferentes, los que pertenecen a ciertos grupos políticos o quienes tienen una orientación sexual que escapa de la “norma”.

Un breve vistazo histórico y actual, sobre grupos en todos nuestros Estados, que responden a dichas características particulares, nos debe llevar a reconocer las más variadas prácticas de discriminación de la que han sido y siguen siendo objeto. Aun peor, no son pocas las discriminaciones múltiples, en donde una persona de una minoría nacional o étnica, religiosa y lingüística, es también discriminada  por su género, orientación sexual o capacidad diferente.

Lo anterior es sin duda uno de los mayores desafíos que enfrenan las sociedades modernas. El primer paso es reconocerlo,  como decía Vicente Huidobro, “ya que sólo viendo sangrar la herida podremos ser hombres y no hombrinos”. Es un paso necesario para visibilizar lo que durante mucho tiempo se ha invisibilizado y generar un consenso sobre la necesidad de respetar la diversidad y las minorías. El segundo paso es comprometernos desde la educación, aquella que comparten las familias, la escuela y la sociedad, para educar,  como lo expresa la destacada sicóloga española Silvia Álava, en tolerancia.

El modelo de la educación inclusiva, detalla la especialista, aportará a entender la diversidad como un valor y no como una amenaza. Las personas educadas en tolerancia  son más sensibles a las necesidades de los demás, son menos manipulables a los discursos basados en prejuicios y en el odio, son más reflexivas, piensan en sí mismas y en el otro, mejoran su bienestar emocional y el de los demás, reconocen los conflictos como un aspecto que es consustancial a una sociedad diversa, pero que se resuelven respetando las opiniones y emociones de los demás.