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La investigación académica

Los incentivos o recompensas pueden reprogramar la mente de una persona. Ofrecer a alguien un premio por hacer algo es, algunas veces, la forma de asegurarse que dicho individuo nunca vuelva a llevar a cabo esa actividad por su valor intrínseco. Después de una recompensa externa, siempre será necesaria una nueva recompensa para hallarle sentido a la labor que antes, quizá, era una pasión.

Este fenómeno es conocido por la psicología social desde comienzos de los 70 del siglo pasado, y sus efectos han sido explorados en áreas que van mucho más allá del individuo, pasando por los campos de la política y la economía. En días recientes, de hecho, hemos asistido a sus consecuencias en la educación y la investigación académica. Lo que debería ser el motor de innovación y desarrollo social del país no es más que un complejo sistema de méritos individuales para acceder a recompensas económicas.

Al menos esto es lo que pone de relieve el reciente caso de plagios de artículos académicos, llevados a cabo por docentes de varias universidades de la costa caribe colombiana. El episodio habla de la perversión de un sistema que, desde hace mucho, viene siendo usado con el único propósito de generar beneficios individuales para el investigador académico, ya sea en bonificaciones salariales, aumentos en los escalafones internos de las universidades, o simplemente para obtener alivios laborales. Muy lejos queda el objetivo de generar nuevo conocimiento que tenga consecuencias tangibles en la sociedad.

El problema es que la investigación académica, en muchos casos, no es entendida ni por los mismos investigadores que la realizan. ¿Por qué investigamos?, es una sana pregunta que deberíamos hacernos todos aquellos que hacemos parte del mundo académico de una forma u otra. Por más años y experiencia nunca sobra hacer un alto en el camino y volver a hallar el sentido original de nuestras motivaciones.

En mi caso, por ejemplo, entiendo que la pasión por la investigación académica me viene de una franca curiosidad innata, en conjunción con la convicción interna de que lo que investigo tiene un propósito, un uso, más allá de sí es tomado en cuenta. Se trata del valor de la investigación por si misma, un valor intrínseco, no extrínseco. No obstante, no es tan raro encontrarse con investigadores que ven al resultado final de una investigación, la publicación, como un fin en sí mismo.

Sin lugar a dudas, la investigación académica es un medio de vida y merece un reconocimiento tan significativo como es significativo lo que representa para el desarrollo de una sociedad. Sería absurdo proponer que este tipo de actividad se desarrollara sin una recompensa económica mediante, sin embargo, las universidades colombianas necesitan empezar a plantearse observar la calidad por encima de la cantidad. Esto, un hecho consumado para la mayoría de universidades de alto perfil del país, es una tarea pendiente para las de rango medio.

El resultado de esta tarea pendiente es una lamentable desconexión entre el público lego y el mundo de la investigación académica. Aquello que más debería influenciar los caminos de desarrollo del país parece un ruido de fondo, con el que se complacen tan solo aquellos que hacen parte del mismo grupo, en una cámara de eco sin utilidad alguna. Así, no es extraño encontrar investigadores que se enorgullecen de producir cantidades inauditas de artículos científicos o capítulos de libros al año, muchas veces sin tener ninguna relación los unos con los otros, en campos que, a veces, ni siquiera parecen estar ligados a la formación del individuo que los lleva a cabo.

El impacto de la investigación, sin embargo, es algo que no se toma en cuenta con la excusa tácita de que la culpa no es del que hace de la investigación, sino del desinterés de la sociedad hacia un contenido que, por su alto nivel intelectual, le es incomprensible. Lo cierto es que, a veces, el contenido de una investigación es, efectivamente, inútil o, aún peor, hecho incomprensible a propósito para ocultar su falta de méritos. Una buena investigación, bien explicada, debería serle interesante a cualquier individuo sin importar su trasfondo de formación académica.

Desde luego esto no significa que todos los investigadores académicos se puedan cortar por la misma tabla. Hay docentes que se dedican a la investigación con verdadera pasión, por el convencimiento de que aquello que hacen es un aporte potencial para una mejor sociedad y porque, simplemente, disfrutan descubrir temas nuevos. Este espíritu es el que las universidades deberían intentar inculcar en sus comunidades de manera generalizada.

No solo hace falta educar a los estudiantes en el arte de hacer borradores para proyectos que nunca son llevados a cabo, también es necesario educar a los mismos educadores en la importancia de la labor que realizan. Es necesario desmitificar y reformar las oficinas de investigación de las universidades para que, en vez de contar pepitas investigativas como si fueran un ábaco, empiecen a revisar contenidos y a instaurar líneas de investigación con una dirección clara. En otras palabras, es necesario dejar de hacer por hacer y publicar por publicar.