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La explosión social en Colombia

He escuchado dos ideas que me llamaron la atención, relacionadas con la explosión social ocurrida en Colombia en los últimos días. La una concibe la reforma tributaria como una especie de florero de Llorente que hizo estallar la tranquilidad ciudadana. La otra sostiene que la coyuntura actual hunde sus raíces en los problemas no resueltos del pasado reciente y remoto.

Es muy cierto que el enfoque de la reforma tributaria ayudó a escalar la protesta, primero de los partidos que se le enfrentaron, después de los jóvenes y de otros sectores que se opusieron al criminal proyecto.

Era terriblemente injusto que, después de sufrir los embates de la pandemia, las familias de los jóvenes desempleados y la población de ingresos medios y bajos, tuvieran que soportar una reforma que les recortaba el salario real, y que contribuiría, en el corto y mediano plazo, a desmejorar su calidad de vida.

La estupidez del gobierno fue muy visible al presentar esa reforma tributaria, enfocada contra los sectores medios y bajos, en el contexto de la debacle de salud y económica que provocó la covid-19.

A los neoliberales que dirigen el país les faltó corazón y grandeza para enfrentar el déficit fiscal aportando una reforma centrada en ayudar a redistribuir mejor la riqueza y el ingreso, y que no sacrificara aún más a la población de menos recursos, sobre todo a la juventud.

La explosión del 2021 está conectada con la del 2019, que fue detenida el año pasado por la pandemia. Pero, en realidad, la protesta social de ahora también hunde sus raíces en el pasado más lejano.

La guerra dividió al país en dos grandes bandos: el de los simpatizantes de las alternativas de izquierda, y aquellos que detestan a aquel sector, empezando por la guerrilla. El país quedó fraccionado, por la fuerza de las circunstancias, en esos dos núcleos irreconciliables, que se odian como se odia al peor enemigo.

Jornada de protestas

Uribe se convirtió, en sus dos mandatos, en el líder añorado por el bando de la derecha. Él representó la posición más clara y decidida contra los adversarios del ala izquierda, la cual ejecutó, sin ninguna clase de escrúpulos morales, a través de su política del todo vale.

Con Uribe y los suyos en el gobierno la polarización alcanzó el clímax, y la guerra no solo se dio a los balazos sino utilizando los recursos mediáticos. Ese conflicto, aparentemente irreductible, copa hoy las redes sociales y los demás medios de comunicación.

El proceso de paz entre Santos y las Farc no pudo resolverlo, pues fue saboteado por la ultraderecha encabezada por Uribe. Este personaje no aceptó ese acuerdo de paz porque la justicia transicional lo ponía a él y a sus amigos (que apoyaron al paramilitarismo para derrotar a la guerrilla) en grave riesgo.

De tal manera que la vía del diálogo y la reforma, que pretendieron Santos y las Farc, no ha podido cuajar por el saboteo de la ultraderecha, que tomó de nuevo el control del Estado apoyando a Duque, en unas elecciones saturadas de turbiedad.

Con el poder en sus manos, los enemigos del acuerdo de paz siguieron en su política de saboteo, negándose a aplicar muchos de los elementos de lo pactado, como la reforma agraria y otras reformas.

Y no contentos con hacer trizas el acuerdo, además aplicaron una estrategia de toma abierta de las instituciones, envileciendo la actividad de la Fiscalía, hegemonizando los instrumentos de control de la justicia, y colocando a generales de mentalidad facha en puestos claves de los aparatos represivos estatales.

Ese modo de proceder del uribismo y sus aliados, en vez de ayudar a superar la polarización, la elevó hasta niveles inimaginables de odio y violencia. Esa estrategia de toma del Estado acrecentó la reacción del bando opuesto, y aplazó, quien sabe hasta cuándo, la posibilidad de salir del atolladero social por la vía del diálogo y la reforma.

La ruta elegida por Uribe está detrás de la política represiva que hoy coloca a la fuerza pública en la picota internacional y nacional, debido a los asesinatos a mansalva de varios marchantes.

Los excesos de violencia de algunos de quienes salen a las calles no pueden ser respondidos a los balazos, pues es casi imposible probar que detrás de esos desmanes estén las milicias guerrilleras, como lo plantea el gobierno.

Quizás sea más fácil de verificar la hipótesis de que detrás de esos actos exagerados haya de todo: jóvenes desesperados y radicalizados por la situación creada por la pandemia, delincuentes comunes oportunistas y hasta el lumpen desclasado que aprovecha la oportunidad para robar algo.

La gran mayoría de los marchantes son jóvenes pacíficos pero descontentos con lo que ocurre en el país, quizás políticamente definidos hacia la izquierda, que aprovechan la oportunidad de la protesta para decirle no a la construcción del Estado autoritario de derecha que están montando Uribe y los suyos.

Y que, también, levantan su voz para criticar la desigualdad, la pobreza y la miseria históricas, que se incrementaron bajo la pandemia. Muchos de ellos son estudiantes universitarios haciendo uso del derecho constitucional a la protesta pacífica.

La respuesta del gobierno al movimiento de los jóvenes ha sido realmente criminal. Hay evidencias de que la policía infiltra las marchas para sabotearlas con actos de violencia. Esos infiltrados no son las milicias guerrilleras ni los lumpen, sino los propios agentes del Estado que se pagan con los impuestos cobrados a los ciudadanos.

Hay videos originales circulando (así como testimonios de familiares de las víctimas) donde la responsabilidad de los agentes de la policía en las muertes de personas indefensas salta a la vista.

Esto es lo propio de las peores dictaduras militares, bajo las cuales la gente que protesta es sacrificada por la fuerza pública sin ningún tipo de escrúpulo moral o legal. Uribe y los suyos, como en los viejos tiempos del fascismo, pretenden acabar con la protesta de la calle y con los opositores utilizando el instrumento del terror.

El Estado no puede responderle a quienes marchan pacíficamente con terror y muerte. Y tampoco puede equipararse, en sus métodos, con los partidarios radicalizados de la violencia, sin que pierda por eso su razón de ser como instrumento de la ley y del poder legítimo. Un Estado violento e irracional, como el lumpen o el delincuente común, merece cualquier otro calificativo, pero no el de fuerza legítima.

Uribe y los suyos le responden a la protesta con la posibilidad de una masacre. Ya ésta empezó en algunos sitios del país, como Cali y sus alrededores. La prioridad del movimiento social no puede ser la continuidad de un enfrentamiento desigual que traerá consigo más muertes.

Se necesita, en consecuencia, retomar la vía del diálogo y construir los escenarios adecuados para que el gobierno adelante reformas de beneficio común sin más dilaciones. Esa ruta ya fue planteada por el padre Francisco de Roux, de la Comisión de la Verdad, por las Altas Cortes y hasta por la JEP.

En este punto específico concuerdo con el precandidato Gustavo Petro, quien sostuvo que la protesta social y la escalada de violencia, como están las cosas ahora, favorecen más a los intereses de Uribe que a los del movimiento popular.

Este precandidato también planteó que el uribismo es capaz de boicotear las elecciones de 2022, aprovechando la coyuntura actual, para poner en alto riesgo el presente y el futuro del país, y para completar su faena de la toma de las instituciones.

Ya los epígonos de Uribe han propuesto la idea de acudir al estado de conmoción interior, un instrumento legal que le suelta las manos al presidente para proceder como quiera contra la protesta, y que le entrega poderes discrecionales para desbaratar lo que desee desbaratar.

Por las razones expuestas, Gustavo Petro también llama al diálogo, igual a como lo han planteado los partidos y dirigentes políticos de la izquierda, de la centroizquierda, y de otros sectores.

El momento que vive la nación es tremendamente difícil. Hay que aprovechar la coyuntura para que el gobierno trabaje menos en función de las minorías acomodadas y más en provecho de las mayorías emproblemadas.

El camino más expedito para alcanzar ese propósito es un diálogo que permita nuevos acuerdos y mejores soluciones.

Esta sería una gran victoria de una protesta social que sacudió las entrañas de las dificultades nacionales, y que puso a temblar la arrogancia de la ultraderecha.

Cabe destacar que, después de la ruta del diálogo y de los acuerdos, no existe otro camino… solo el abismo. Ni más ni menos.