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La crisis del socialismo de Marx y la lucha social

Es importante hacer notar que, a pesar de la profunda crisis de las teorías de Marx (creadas en el siglo XIX), muchos todavía las defienden como si no hubiera ocurrido nada con ellas. Ahora se plantea la pregunta de por qué sucede esto, para comprender el trasfondo de tal comportamiento.

Esa problemática debe ser analizada en dos planos principales: lo que podría llamarse las condiciones objetivas en el capitalismo, y lo relacionado con la forma como discurren las ideas en el nivel de las tradiciones intelectuales, específicamente políticas.

Es un hecho que la sociedad capitalista fue un caldo de desigualdad y de injusticia desde el momento en que se dio su gran impulso, con la revolución industrial inglesa, a partir de finales del siglo XVIII.  

El capitalismo industrial del siglo XIX entró a la historia chorreando sangre por todos sus poros, como lo anota Marx en El Capital. El maltrato hacia las mayorías, para garantizar las ganancias de unas minorías privilegiadas, fue la nota destacada en esos tiempos.

La desigualdad económica se apoyaba en la explotación exagerada de los trabajadores y exhibía al sistema como terriblemente injusto y contrario al humanismo más elemental. En este punto se cuecen las críticas del anarquismo y de Marx al estado de cosas prohijado, sobre todo, por el capitalismo industrial. 

Esa crítica ahondó en los fundamentos de la explotación y la dominación y definió que la propiedad privada y el Estado eran las principales fuentes del problema: la economía privada como epicentro de la explotación económica y el Estado como garante de esta y de la dominación política de la clase burguesa.

La teoría crítica en el siglo XIX buscó analizar las raíces históricas de la sociedad de clases, de la sociedad capitalista, para intentar su transformación, al comienzo en el ámbito conceptual. Se concluyó que, desde la perspectiva de Marx y del anarquismo, deberían concretarse experimentos socialistas globales diferentes a los ensayos del socialismo utópico de los tiempos anteriores.

La ruta debía ser una revolución que cambiara los soportes de la sociedad mediante la acción transformadora, revolucionaria, de los llamados a realizar el proyecto que, en el enfoque de Marx, eran los revolucionarios organizados en un partido, la vanguardia de la clase obrera.

La tarea de demolición del sistema se inició con la demonización de la economía privada y del Estado, y de todo aquello que sirviera para soportar el poder político y la explotación económica capitalista, como las normas legales y los mercados.

Para Marx estuvo muy claro el nuevo rol del Estado en el marco de la revolución: sería el eje en el ejercicio del poder, aspecto con el cual discrepaban los anarquistas, quienes preferían su destrucción. El Estado revolucionario en la teoría de Marx debía asumir la forma de una dictadura de clase, la dictadura de los trabajadores.

Esa dictadura, dirigida por el partido, se encargaría de destruir la economía privada, los mercados, y de meter en cintura a los contrarrevolucionarios. Las nacionalizaciones, las expropiaciones y el control total del proceso económico por parte del aparato estatal fue el epicentro de la estrategia de Marx.

Estos elementos centrales le sirvieron de guía a los primeros revolucionarios de la historia, quienes intentaron aplicar las teorías de Marx en la primera revolución proletaria, la revolución rusa, la cual despertó mucho entusiasmo entre sus partidarios internos y externos.

Pero con el paso de las décadas, las ideas que se veían con mucha esperanza empezaron a revelar sus graves limitaciones. Marx, apoyado en su visión dialéctica, pensó que eliminando al empresariado se liberaría un peso muerto dentro de las fuerzas productivas, y creyó que estas fuerzas en manos del Estado revolucionario y de los trabajadores darían mejores frutos, desde el punto de vista de la generación y el reparto de la riqueza.

El control de la economía por el Estado permitiría racionalizar mejor la producción y la distribución de los bienes y servicios, para así elevar la calidad de vida de la población, al controlar y repartir una mayor cantidad del excedente económico.

El Estado, bajo la tutela del partido y de una ideología única, revolucionaria, garantizaría el mantenimiento y la continuidad del proceso económico mediante un rígido control político y social. Todo se veía muy bien a partir de la simple especulación dialéctica.

Después de algunas décadas de euforia, lo que salió de la aplicación de las teorías de Marx no fue el mundo de riqueza y libertad que el maestro vaticinó, sino una sociedad represiva, policial y cerrada, que se mostró incapaz de ofrecer una buena calidad de vida a sus habitantes. 

La dictadura del partido único y de la ideología única golpeó fuertemente la libertad individual y colectiva, pues todo aquel que no comulgara con la línea del partido o del poder era condenado al ostracismo, al confinamiento o hasta la muerte. 

Este es el contexto sociopolítico en el que se producen los gulags soviéticos o las matanzas de los camboyanos, entre otras grandes injusticias a nombre de la revolución de Marx.

El humanismo, que se decía implícito en el enfoque marxista, sufrió un duro revés debido a estas secuelas inevitables en un régimen de partido único e ideología única. Es decir, el modelo, en la práctica, iba contra la libertad y contra el humanismo, a pesar de las palabras del maestro y de sus discípulos. 

El control estatal de la producción y la distribución tampoco trajo consigo los ríos de riqueza que todos esperaban. Las motivaciones económicas típicas de la economía de mercado y la experiencia empresarial fueron reemplazadas por la ideología y por la política.  

Esto socavó el dinamismo económico, lentificó el desarrollo de las fuerzas productivas y golpeó rudamente la innovación, la creatividad y la generación de riqueza. La paquidermia económica en la producción y el reparto está asociada a la estatización, la cual, en estas condiciones, genera ineficiencia y una tendencia al estancamiento imposible de superar.

El resultado de este modelo económico, en todos los países de economía socialista planificada, ha sido contrario a lo vaticinado por el maestro y a lo esperado por sus seguidores: problemas graves en la producción o generación de bienes de consumo y de servicios, lo cual lesiona el nivel y la calidad de vida de las mayorías. 

El desabastecimiento, la escasez, las tarjetas de racionamiento, las largas filas para recibir bienes de consumo completan el cuadro que alimenta el malestar social de la población, lo cual se une, como gruesa cadena, a la falta de libertad política dentro de un régimen sectario que demoniza a todo aquel que no comparta sus puntos de vista.

Todo esto que se ha analizado fue lo que se vino al suelo al caerse la mal llamada cortina de hierro y la Unión Soviética, llevándose consigo muchos logros sociales en educación y salud. Y esa modorra económica estatista fue la que echaron a un lado los chinos y los vietnamitas para dinamizar su economía, reintroduciendo el mercado y la empresa privada. 

Ese modelo socialista en crisis, que aún se resiste a desaparecer completamente, es el que mantiene en ascuas al pueblo cubano, que sufre por las malas condiciones de vida, por la falta de libertad y por un sistema que les hizo perder completamente la esperanza. 

Si lo analizado hasta aquí ha ocurrido así, ¿por qué hay personas que aún creen en estas ideas que ya fracasaron en la historia? Este es otro problema de fondo que actúa en las mentes de los militantes marxistas, como variable subjetiva. 

La gran mayoría de ellos se han vuelto hoy muy ortodoxos y conservadores porque sostienen sus teorías fracasadas a pesar de los duros golpes de la realidad. Para estos la realidad de la crisis del socialismo de Marx no existe, y siguen pensando por fuera del contexto histórico, movidos solamente por la inercia de las ideas.

Con los postulados de Marx ha ocurrido algo parecido a lo que sucede con las religiones: se mueven con una dinámica que los muestra casi como separados de la realidad social, haciendo nicho en las mentes de las personas y por encima de las condiciones concretas en que estas se desenvuelven.

Eso ocurre de esta manera porque las ideas o teorías no son solo ideaciones o interpretaciones del mundo, sino que expresan también los deseos, las pasiones, la esperanza o los miedos de las personas. 

Lo cual provoca que, a pesar de ser representaciones científicas en otro tiempo (como ocurre con las teorías de Marx), luego devengan en una suerte de religión laica conectada a la psicología de la gente, pero divorciada de la realidad externa a ellas.

A pesar de que el marxismo surgió como una teoría científica en el marco de las tradiciones intelectuales de su tiempo, su cuerpo teórico se ha convertido hoy en algo separado de lo que ocurrió con su aplicación, y por eso los militantes marxistas se muestran incapaces de reconocer esa crisis y de extraer las conclusiones que se derivan de ella.

El miedo a perder la esperanza, el dolor de eliminar aquello por lo cual se luchó toda la vida, provoca en el militante la pérdida del norte científico. Este olvida que sus teorías, tal y como lo pregonó el maestro, solo se pueden contrastar, para cambiar o reafirmarse, con la realidad, en la práctica social. 
La práctica, en este caso, lleva a negar la validez de las teorías de Marx, pues su visión económica y política trajo más males que soluciones, sin ayudar a crear sociedades viables, sostenibles en el tiempo por su nivel de vida y por su libertad.

Pero la crisis del marxismo no agota la necesidad de la lucha social. De hecho, los combates por los derechos de las minorías, de las mujeres, de los inmigrantes, contra los daños a la naturaleza y a la sociedad siguen desarrollándose por organizaciones no gubernamentales, por individuos o partidos.

Los problemas del desarrollo humano, la desigualdad económica extrema, la discriminación clasista o étnica justifican también la necesidad de la lucha social. El déficit de justicia social, la corrupción y la concentración del poder en muchos países solo podrá enfrentarse movilizando a las clases, a las etnias o a los partidos que aspiran a una sociedad más igualitaria y justa.

Lo que ya no está a la orden del día es lo que aún creen los ortodoxos y conservadores del marxismo: tumbarlo todo para montar, otra vez, una dictadura totalitaria que mata la libertad, el humanismo y la economía.

Si esos marxistas conservadores pensaran como científicos tendrían que reconocer que las teorías de su maestro, a pesar de la buena fe, se revelaron en la historia como un completo fracaso. La práctica demostró que no eran viables, y por eso fueron arrojadas al basurero de la historia.

La lucha social, sin embargo, no se agota con la crisis del marxismo, pues la sociedad no se detiene ni en la economía de mercado ni en las instituciones legales o políticas de la democracia contemporánea. 

Hay que seguir trabajando por transformaciones integrales en el plano de lo económico, lo político, lo cultural y lo legal para ayudar a construir sociedades más robustas, menos desiguales, más justicieras y más dispuestas a respetar las normas, la libertad y el humanismo, y a repeler la dictadura y la violencia para generar los cambios. 

La historia continúa: no la detiene ni la crisis del totalitarismo marxista ni los intereses creados de los partidarios del capitalismo salvaje. Otra sociedad es posible, pero aprendiendo del pasado y del presente para delinear el futuro.  

Karl Marx