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La ciencia, el sentido común y las vacunas

Lo que ocurre en una parte de la población del globo, contra las vacunas para paliar la pandemia, podría decirse que hace parte de una tendencia mundial que hunde sus raíces en la bruma de los tiempos más lejanos.

Desde épocas remotas existen lo que se conoce como teorías conspirativas, las cuales son, al final, simples espejismos especulativos sobre el origen de una enfermedad o acerca del efecto de una solución médica.

Lo observado ahora, a propósito de las vacunas contra la covid-19, se presentó en otros tiempos con respecto a ciertas enfermedades y a otras vacunas. Muchas personas, llevadas solo por el sentido común y por el abrazo del rumor, adujeron que tal o cual dolencia obedecía a la acción del diablo, a la de un rey malquerido o representaba un castigo divino, entre otras alternativas conspiranoides.

Las teorías conspirativas son tan viejas como la humanidad, y siempre se originan en la especuladera sin fundamento, en la falta de desarrollo científico o en la negación de los resultados de ese desarrollo. Negar la importancia de la ciencia representa un triunfo de la mera especulación basada en el sentido común, o en el miedo ante lo desconocido.

No es sorprendente que hoy, a pesar de los grandes progresos científicos, existan personas que no crean en los beneficios derivados de estos y, por esa razón, se deslicen hacia explicaciones muy propias de los cerebros conspiranoicos antivacuna.

Imagen referencial.

Los conspiranoicos antivacuna de todo el planeta hicieron un trabajo insuperable de divulgación de sus teorías conspirativas. A través de las redes sociales y de los medios de comunicación influyeron sobre personas predispuestas, llenando de miedo a quienes, por cualquier razón, no pueden o no quieren acercarse a los saberes científicos.

El efecto de esos chismes internacionales divulgados por los conspiranoicos ha sido universalizar el pánico y las prevenciones hacia las vacunas, incluidas aquellas que, hasta ahora, no han presentado ningún inconveniente, las cuales, por fortuna, son la mayoría.

Las ideas acerca de que los biológicos contienen chips para controlar a la gente, se hicieron con fetos humanos o provocan enfermedades encontraron terreno abonado en aquellos con propensión psicológica a sentirse perseguidos, a especular más de la cuenta o en quienes domina el pavor, nutrido por la desinformación.

Sin embargo, los mitos y mentiras tejidos alrededor de las vacunas se han derrumbado lentamente como un castillo de naipes. Ningún conspiranoico puede probar sus especulaciones afiebradas sobre el contenido de estas. A nadie le han encontrado en el cuerpo algún chip de Bill Gates o George Soros, después de recibir el biológico.

Más allá de los problemas de coágulos (en muy pocas personas) asociados a la AstraZeneca, todas las vacunas han sido bien toleradas por la gente, incluidos los adultos mayores, o quienes padecen alguna condición de salud especial.

La mayoría de los habitantes de la tercera edad de todo el planeta fue vacunada sin ninguna consecuencia catastrófica. Son mínimos los casos que presentaron inconvenientes, los cuales se subsanaron sin dificultad por los servicios de salud.

En los países que están a punto de alcanzar el setenta por ciento o más de inmunizados no se conocen denuncias de efectos dañinos masivos provocados por los biológicos, lo cual es una evidencia indiscutible de que las vacunas, en general, no deterioran la salud y son muy seguras, contrario a lo que piensan los grupos conspiranoicos.

Afortunadamente, ya el tema de la seguridad de las vacunas no está en entredicho pues, a nivel planetario, más del noventa y ocho por ciento de la población ha tolerado bien los compuestos, presentando solo algunos efectos secundarios insignificantes. Este hecho derrumba una de las principales falsedades, vendidas como verdad, por los conspiranoicos antivacuna: la de que los biológicos son inseguros.

A pesar de esto, aún hay asuntos pendientes que solo serán resueltos por la investigación científica con el paso del tiempo. Entre esos problemas están: a) la duración de la inmunidad inducida por las vacunas; b) la situación de algunas personas que, por razones genéticas, no desarrollan anticuerpos y, por lo tanto, siguen expuestas a fallecer, a pesar de haber sido vacunadas; entre otros aspectos.

Estas situaciones especiales son muy importantes, pues de su solución depende, por ejemplo, aplicar o no refuerzos (como ocurre con otras vacunas en niños y adultos), y el descubrimiento o invención de terapias o medicamentos para proteger a los individuos con dificultades en su sistema inmunológico.

Hay que dejar estos problemas en manos de la ciencia, más allá de las prevenciones existentes contra las farmacéuticas y los gobiernos. Los conspiranoicos antivacuna nada tienen que decir de provecho sobre esos asuntos, a no ser sus inútiles y dañinas teorías conspirativas.

Las soluciones para enfrentar con éxito a la pandemia no provendrán del sentido común ni de la cabeza caliente de los conspiranoicos. Solo la ciencia tendrá la última palabra para resolver un problema humano que nunca podrá resolverse especulando, inventando diablos o persecuciones sin sentido.

Hay que confiar en los científicos, no en los conspiranoicos antivacuna. Ese es otro hecho indiscutible de esta época de pandemia. Creerle a los conspiranoicos significa ir directo al abismo. Sin duda alguna.