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El país del eterno retorno

Colombia retorna al miedo. El domingo 24 de enero el país registró una masacre más por parte de grupos armados irregulares, esta vez en Buga, en el departamento de Valle del Cauca, donde siete jóvenes fueron acribillados mientras departían en una fiesta familiar en una finca en las afueras del municipio. El episodio recuerda a la reciente masacre en Samaniego, Nariño, en la que fueron asesinados ocho jóvenes que también departían en una finca.

Resulta difícil explicar el aumento en la intensidad de la violencia contra civiles por parte del crimen organizado, pero lo cierto es que la seguidilla de masacres recuerda la época álgida del paramilitarismo en el país, a comienzos del año 2000, hasta mediados de 2007, momento en el que, por su desmovilización, la intensidad de la violencia empieza a disminuir. Así pues, una de las pocas cosas que resulta lógico hacer es preguntarse por las causas de la violencia de aquellos tiempos, para explicar, quizá, la de estos.

Como es bien sabido, los paramilitares nacen como organizaciones pensadas para combatir a las guerrillas comunistas. En el seno de su origen se encuentran dos grupos con intereses comunes por aquella época, narcotraficantes y terratenientes, para el momento de la consolidación de las autodefensas a mediados de los años 90, la frontera entre ambos colectivos se habrá hecho muy delgada. Precisamente este origen combativo explica gran parte de los sangrientos años que vivió el país mientras los paramilitares y las guerrillas se enfrentaban: la competencia genera incertidumbre y la incertidumbre genera violencia indiscriminada.

En su afán por arrebatar territorios a las guerrillas y controlarlos ellos mismos, los paramilitares cometieron una cantidad inaudita de masacres a lo largo y ancho de todo el país. El propósito de la violencia indiscriminada es, en teoría, desalentar defecciones de la población civil hacia grupos rivales, es decir, evitar que los civiles colaboren con el enemigo o que señalen a personas que lo puedan estar haciendo, con el fin de evitar represalias futuras. Es cierto que las guerrillas también fueron responsables de algunas masacres, sin embargo, los paramilitares cometieron muchas más, quizá porque sus redes de información no eran tan efectivas como las de los grupos comunistas, quizá porque los paramilitares por su misma naturaleza operaban exclusivamente en territorios en disputa.

Por otra parte, desde luego, los grupos armados no buscan controlar territorios solo por quitárselos a sus enemigos, generar utilidades a partir de los mismos es otro punto fundamental. Una de las formas más comunes que utilizan este tipo de grupos para generar ganancias de los territorios que controlan es extrayendo rentas de la población que los habita. En un mundo ideal –para ellos- la población pagará todo lo que exijan cuando lo exijan sin chistar, sin embargo, cuando se produce alguna resistencia, los grupos pueden usar la violencia como una forma de mandar una señal de que están dispuestos a cumplir sus amenazas. Algo similar a esto explicaría el reciente atentado con una granada que se vivió en el centro de Barranquilla.

En Colombia las masacres y violencia por extorsión que aumentan hablan de dos realidades que, si bien contradictorias, coexisten en el país: en algunos territorios la competencia entre grupos de crimen organizado ha aumentado a niveles insostenibles, en otros el control de los grupos criminales es demasiado alto. Ambos escenarios hablan de pérdida del monopolio de la violencia y baja capacidad estatal.

Ninguna de estas dos realidades es nueva, más bien son las eternas constantes del Estado colombiano, que lleva en guerra desde su nacimiento con prácticamente cualquiera que tenga acceso a un fusil. La triste verdad es que las masacres de hoy se parecen a las de hace 15 años, y las de hace 15 se parecen a las de hace 30. Este constante desafío a la capacidad estatal tiene como paradójica consecuencia, además, hacer que el fracaso de los gobiernos de turno sea muy fácil de excusar. “Antes también había masacres”, es la consigna de siempre y, contrario a lo que se esperaría, se vuelve más fuerte entre más veces se usa.

El problema, en principio, es que el que siempre haya masacres no habla de una incompetencia pasada, sino presente, problema fundamental que toda la población en capacidad de votar debería entender. En segundo lugar, la experiencia muestra que estos conflictos internos con crimen organizado tienden a tener ciclos, etapas álgidas y etapas de mesetas en las que la violencia baja, muchas veces porque se crean incentivos para, precisamente actuar de forma menos violenta. El fracaso radica en el Gobierno que reactiva la violencia, no en el que la disminuye.

Cuando se pactó en La Habana con las FARC se sabía que se iban a producir vacíos de poder que incrementarían la competencia entre los grupos de crimen organizado del país, para ello se plantearon varias estrategias a seguir que, a día de hoy, se han implementado en un porcentaje muy bajo. El afán del Gobierno de Duque de ignorar el proceso de paz ha creado una peligrosa incongruencia entre políticas pasadas y presentes. La paradoja de la profecía autocumplida, tanto decir que el proceso de paz es un fracaso lo hace fracasar.

Podemos sumar a todo esto una evidente ausencia de expansión del alcance del Estado, si es que no una involución. Si en una calle atracan porque no hay luz, la solución no es hacer que la Policía pase más veces al día a patrullar, sino poner una farola e iluminar la calle. Las zonas con mayor violencia del país necesitan mayores conexiones, proyectos importantes, reforzar la fuerza bélica del Estado es importante, pero no lo es todo, ni de cerca.

Quizá al mantra de “esto viene desde antes”, ahora se le sume el de las dificultades creadas por el Covid-19. La pandemia ralentizó la actividad económica y esto, a su vez, dificulta la ejecución de proyectos públicos que ayuden a controlar la situación de violencia que se vive en muchas partes del país. Una verdad que, si bien es cierta, exige de nuestros gobernantes la creatividad suficiente para establecer un balance entre prioridades. Mientras el Gobierno siga priorizando la reactivación económica en las grandes ciudades, es posible que el problema de fondo en los territorios de la periferia del país termine creciendo hasta un punto que ninguna vacuna pueda salvar.