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El fenómeno migratorio 

Los estudios históricos más antiguos, los relatos religiosos, los cuentos y las fábulas nos hablan de que la población se ha desplazado desde que los primeros homínidos poblaron la tierra. Las causas no deben de variar mucho, sólo el estado de desenvolvimiento cultural puede marcar alguna diferencia, pero por lo general todas ellas se resuelven en una sola frase: “más y mejores expectativas de vida”.

Las migraciones han sido reconocidas por la ONU como un derecho humano desde el año de 1948, más específicamente el artículo 13 de dicha declaración establece que toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. Lo que sí debemos tener en cuenta es que el reconocimiento de este derecho no otorga la posibilidad de ingresar libremente a otro país, los Estados tienen derecho a decidir a quién permiten o no en su territorio, en función de la normativa migratoria de cada uno de ellos.

Lo anterior descansa en la lógica de muchos derechos humanos que no son absolutos, que pueden sufrir restricciones, y que para este caso en particular dicen relación con el principio de soberanía y la posibilidad de gestionar los flujos migratorios, estableciendo requisitos de ingreso, de estadía, de salida y también de expulsión.

Sin duda que la legislación en esta materia es relativamente reciente en la historia de la humanidad, sin ir más lejos, durante gran parte del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX millones de personas, de los hoy llamados países del Primer Mundo” o desarrollados, salieron hacia importantes regiones de América, África, Asia y Oceanía, inundando demográficamente muchos de sus países. 

Los casos emblemáticos y más cercanos a nosotros son los de Argentina y Uruguay, que en la lógica demográfica se les reconoce como “países trasplantados” ya que fueron reconstruidos demográficamente por las migraciones trasatlánticas de dicho período. Ejemplos parecidos podemos encontrar en todos los demás continentes que fueron objeto de esta oleada migratoria.

El período del imperialismo, que el destacado historiador inglés Eric Hobsbawm, lo circunscribe, en su etapa de máximo esplendor, para el período de 1871 a 1914, es decir, entre el fin de la Guerra Franco-Prusiana y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Increíblemente fue un período de paz dentro de Europa, pero los acicates migratorios tenían que ver con la búsqueda y el control de mercados productores de materias primas estratégicas y, al mismo tiempo, consumidoras de sus excedentes manufacturados. 

Las primeras etapas de la Revolución Industrial generaron que “Europa les quedara chica a los europeos” y no escatimaron mecanismos, muchos de ellos a través de la fuerza, en alianza entre el capital privado que necesitaba internacionalizarse y los Estados europeos que buscaban la grandeza nacional, enfrentar el acelerado crecimiento de la población y reducir las legítimas presiones que el mundo obrero estaba  generando a través de reivindicaciones políticas, sociales y económicas que indisponían a las elites dirigentes.

Los países receptores de migrantes disponían de condiciones diversas, en aquellos países con ausencia de estructuras estatales modernas y que fueron ocupadas militarmente por las potencias europeas se generó una serie de actos migracionales que podían ser entendidos casi en la lógica de una migración interna, ya que las colonias fueron consideradas extensiones territoriales de ultramar y era la metrópoli la que decidía en sus aspectos fundamentales de la política interna y externa.

En aquellos, como es el caso de América Latina, la existencia de Estados Nacionales, favorecieron dichos actos migratorios con la idea de ocupar importantes espacios vacíos que atentaban contra las políticas de seguridad nacional y de convertir dichas comarcas, con la llegada de “extranjeros industriosos”, en espacios prósperos y productivos que se incorporarán a la lógica económica mundial proveyendo de las materias primas de territorios sin o medianamente explotados. 

En los casos más masivos fueron migraciones escasamente controladas por los Estados locales, y en el menor de ellos, políticas de migración selectiva con financiamiento estatal.

No podemos olvidar tampoco el impacto en los desplazamientos de población de las guerras interestatales y civiles que señorearon en Europa y Oriente Medio entre las décadas de 1910 y 1940. 

No existen registros confiables con respecto al total de involucrados en dichos desplazamientos, pero me arriesgaría a decir que son, y por lo mismo lamentable, cercadas al número de personas que perdieron la vida en la llamada Era de las Catástrofes. Es en ése contexto en que a Chile llegan mis bisabuelos maternos y mi bisabuelo paterno, arrancando desde la localidad de Beit jala, un poblado palestino cercana a Jerusalén, arrancando del dominio turco que se aprestaba a ingresar a la Primera Guerra Mundial.

Los relatos de los abuelos fueron transferidos por nuestros padres y demostraba el drama que está en lo invisible de estos desplazamientos. Los palestinos, como muchos otros pueblos sometidos al decaído Imperio Turco, eran vistos como carne de cañón en las ofensivas de los ejércitos otomanos. El otrora fuerte imperio plurinacional, devenido en un “Gigante de los Pies de Barro”, demostraba hacía tiempo elementos concretos de su debilidad y era un botín de mucho interés para las principales potencias europeas colonialistas. 

Los abuelos instalaron en la conciencia familiar el drama: “habían tres tipos de familia en Beit jala, aquellas que tenían recursos y podían pagar al gobernante turco para que sus hijos no fueran enlistados en el ejército. Otros, con menos recursos, estuvieron dispuestos a comprar un pasaje clandestino para un mundo lejano, comprar un pasaporte turco falsificado y enviar a sus hijos a una aventura, en la mayoría de los casos sin retorno y con pérdida casi completa de interacción con ellos. Y los últimos, los de menos recursos, no les quedaba otra que tratar de esconder a los hijos en las montañas cercanas esperando que la mano enlistadora del imperio turco no los alcanzara”.

Así llegaron mis bisabuelos después de una verdadera odisea a través de océanos y cordilleras, a un mundo lejano que los recibió con desprecio y  exclusión y que a punta de esfuerzo, trabajo y compromiso se hicieron parte de esa nueva nación a la que quisieron y respetaron, pero que de reojo miran permanentemente al lugar en donde están los orígenes, en donde se violan innumerables derechos humanos, mientras la comunidad internacional se presenta ciega, sorda y muda.

La segunda ola democratizadora de Huntington nos habla del proceso de descolonización entre el término de la Segunda Guerra Mundial y la década de 1960. Surgieron muchos nuevos países inspirados en el principio de autodeterminación de los pueblos, pero fundamentalmente por las secuelas profundamente negativas del imperialismo que había pregonado una falsa  misión providencial de progreso. 

Si, surgieron nuevos estados, que revalorizaron sus tradiciones, pero sobre la base de un subdesarrollo, una explotación irracional de sus riquezas y la persistencia de un imperialismo más silencioso que contralaba las riquezas aún por explotar. En ese contexto los llamados países “Tercer Mundista” se elevaron a la categoría de colonias económicas, con administradores ausentes, a través de empresas trasnacionales y/o de la coima al gobernante de turno, y con la fuga de muchos de los antiguos residentes imperiales y fundamentalmente de las riquezas. 

Lo que este escenario nos interpela a decir es que las favorables condiciones de vida de los países desarrollados tiene mucho que ver con el despojo las riquezas de las colonias territoriales de ayer y de las colonias económicas de hoy.

En la Era de la Globalización el mundo se ha reducido en término de conectividad. La instantaneidad que nos envuelve, con mayor o menor presencia, permite que a miles de kilómetros de distancia se pueda observar la calidad de vida en el primer mundo y compararlo con las condiciones locales. Los deseos de vivir como se puede percibir en las noticias, las películas, las novelas, los relatos de viajes, en fin, de cualquier forma de comunicación movilizan a muchos a aspirar a conseguirla. 

La diferencia es que aquellos mismos países que dominaron colonias, que instaron a su población a migrar a ésos países, que devoraron sus riquezas, crearon una institucionalidad más restrictiva que les asegure disfrutar de aquello que “lograron” e impedir que los flujos migratorios inversos se realicen con las mismas facilidades que sus antepasado poblaron y explotaron gran parte del planeta.

Esa misma conectividad ultra mejorada ha permitido que el mundo avance hacia una lógica cosmopolita que es bien vista para aquellos que tienen la capacidad de viajar, cuentan con los recursos para seguir aportando a las economías desarrolladas locales. Si queremos viajar a cualquier antiguo país colonialista, debes demostrar una capacidad económica que te da la franquicia de ser bien recibido, no importa la nacionalidad a la que perteneces, vales cuanto sonante haya en tu bolsillo y en tus tarjetas de crédito. 

Pero es muy distinto para aquellos que no tienen qué ofrecer, más complejo aún, tal como lo expresa la famosa filósofa española Adela Cortina, en una sociedad reciprocadora como la que hemos construido. En ella, aquellos que no tienen para aportar en una sociedad eminentemente materialista, no son bien recibidos. Alemanes, holandeses, ingleses, daneses, fineses, suecos, daneses, en fin, son muy bien recibidos en España e incluso se les entregan facilidades para que adquieran una vivienda en alguno de los atractivos balnearios del sur del país. 

A los recibidos el sistema les acomoda, sus sueldos o pensiones rinden mucho más. Pero ¿qué pasa con aquellos que migran desde el sur, cruzan el mar Mediterráneo y que harán esfuerzos tremendos, legales e ilegales, para poder establecerse? Sin duda que para ellos, no sólo en España, en toda Europa, la cuestión es muy compleja, no son discriminados por su nacionalidad, es por su pobreza.

Las migraciones actuales tienen mucho de la lógica Sur-Norte, las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales estructurales de los países del “Tercer Mundo” son el caldo de cultivo para que muchos de sus habitantes sueñen con el disfrutar de una buena vida, lejos de los flagelos de regímenes políticos abusivos y autoritarios, de deprimentes niveles de empleo, de insatisfechas necesidades sociales y culturales.

La lógica global de las migraciones demanda una cumbre mundial, que los países ricos asuman la responsabilidad histórica que tienen, que se generen situaciones de intercambio que permita el crecimiento integrado y no la expoliación y la fuga de las riquezas con dirección históricamente conocida y que se avance en un lógica de un cosmopolitismo efectivo, solidario y humanitario.

Este tema me resulta tremendamente pertinente de recordar, ya que desde la lógica global, podemos desplazarnos al espacio regional, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile están enfrentando una crisis migracional, con un panorama que se complejiza cada día, que levanta intereses populistas y que alimenta odios y diferencias. 

Ojalá los países entiendan que en la cooperación debe estar la respuesta adecuada, que los gobiernos nacionales, de donde las personas huyen asuman sus responsabilidades, deben reaccionar ante una verdadera bofetada en la cara que los interpela ante los suyos principalmente y para los países receptores recordar que no hace mucho tiempo sus hijos migraron a países de los que hoy reciben migrantes. 

Sin ir más lejos muchos de los nietos, bisnietos de la querida abuela Filomena, que llegó a principios del siglo a Chile desde Palestina, hoy se encuentran en Colombia, país que los acogió entrañablemente desde hace casi cincuenta años, formaron y vieron crecer sus familias y han aportado su granito de arena en la construcción diaria de tan bello pueblo.