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El extraño caso de El Salvador

Lo que más me llama la atención es que defiendan tenerlos en una “megacárcel”.

 

Hasta finales de la Edad Media, la pena de privación de libertad era, realmente, una rareza. En aquel entonces, el objeto del proceso penal era el descubrimiento de la verdad material y el castigo era la forma de comunicar que se había triunfado. Por eso, la publicidad era connatural a la ejecución de la pena: su pregón confirmaba a todos la derrota al delincuente.

Esta filosofía inspiró lo que Foucault llamó el “espectáculo punitivo”. Fue la época de las ordalías, de las decapitaciones públicas y de los suplicios (hacer caminar al delincuente entre el público cargando físicamente su castigo, sea un cartel o laceraciones corporales, como en aquella escena de Juego de tronos). De poco o nada servía a los fines del castigo recluir al delincuente en un espacio confinado que impidiera tener noticia de él y del sufrimiento que le causó haber transgredido la ley.

Eventualmente, el recrudecimiento de la violencia institucionalizada se volvió intolerable para la sociedad y las penas dejaron de ser públicamente ejecutadas. La razón es simple: cuando la pena se percibe cruel o injusta, su publicidad, lejos de disuadir, inspira (piénsese en lo que transmite la imagen de Cristo crucificado). Ello, sumado al efecto que tenían estas ejecuciones en la agitación del orden público, entre otras razones, motivó una transformación radical del castigo: pasó de la espectacularidad al estricto ocultamiento.

Pero el castigo no ablandó; si algo, se recrudeció. Las ejecuciones en la plaza pública fueron reemplazadas por desapariciones de quienes eran llevados a oscuros calabozos y arrojados a su propia desgracia para que —más temprano que tarde— murieran de soledad. La desaparición del delincuente generaba en la sociedad la ilusión de desaparición del delito, al tiempo en que le ahorraba la molestia de enfrentarse a la crueldad de la pena. Los mártires se perdían en la memoria y el sufrimiento individual no hacía eco en la conciencia colectiva.  

Lo que está haciendo Bukele en Tecoluca es un raro caso de combinación de ambos extremos del castigo: el espectáculo de la eliminación. En otros casos, se han ejecutado públicamente las penas (como los fusilamientos en paredones o las decapitaciones en guillotina) o deliberadamente las han ocultado (como las desapariciones del Cono Sur). Pero hacer de la desaparición un espectáculo es mucho menos común.

Eso es lo que parece estar ocurriendo en El Salvador: el traslado público (y publicitado) de sus ciudadanos a centros de exclusión, en los que, en palabras de la presidencia, “terminarán los días de todos los terroristas (…) sin volver a tener contacto con el mundo exterior”. En paralelo, se viralizan las imágenes de cómo los primeros —y más tatuados— presos son arreados hacia los 40.000 cupos construidos para ellos.

Más que compartir o no esa postura, no la entiendo. Las prisiones, como las conocemos hoy, son un invento bastante reciente que nació como reacción a ambos extremos del castigo. Si su fin fuera publicitar el sufrimiento o aniquilar al delincuente, serían una idea terrible, pues en eso ya hacíamos un mejor trabajo antes.

Por ende, no le encuentro sentido a que se haya construido un centro de reclusión diez veces más grande que la prisión más grande de nuestro país (La Picota, con 4.000 cupos). Para un país que tiene una décima parte del PIB colombiano, eso debió haberle costado mucho. No se engañen, ni trabajando toda la vida los presos cubrirían la mínima parte de ese valor. Semejante gasto solo se justifica si se persigue algo más que el castigo. Es que, vistas solo en función de eso, las prisiones son un verdadero estorbo: son estructuras costosas, con mínima visibilidad para la población y que garantizan acceso a servicios básicos que, en libertad, no son la regla en los países pobres.

Quiero mostrar con esto que el castigo y el derecho penal no son lo mismo. Para castigar solo se requiere fuerza. Si el derecho penal desapareciera, no acabaría el castigo, sino solo la mejor alternativa con la que cuenta una sociedad civilizada para defenderse frente a quien tiene la fuerza suficiente para castigar. El castigo ha existido siempre; en cambio, el derecho apenas apareció cuando quisimos distinguir la violencia de la justicia.

Ahora el presidente de Colombia ha dicho que la “megacárcel” es un campo de concentración, y otros líderes de opinión nacionales e internacionales asemejan el gobierno de Nayib Bukele al régimen nazi. Creo que se equivocan por muchas razones, desde ideología hasta impacto global. El Salvador dista mucho de ser un régimen siquiera remotamente parecido al que llevó al holocausto.

Además, Hitler nunca publicitó sus campos de concentración.  

 

En honor al sexagésimo aniversario de la contratación del profesor Alfonso Reyes Echandía en la Universidad Externado de Colombia.

Por una vida dedicada a “oponer con ventaja, a la razón de la fuerza, la fuerza de la razón”.

Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT)