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Del Estado-Nación al patriotismo constitucional

Desde la formación del Estado Nación, en los inicios del siglo XIX, se ha elevado a dicha construcción política como el principal referente de las relaciones internacionales  y el elemento de cohesión social más extendido y aceptado en Occidente. Ni siquiera el discurso marxista (para Marx la nación es una falacia del capitalismo) que buscaba fervientemente la identificación de clase que llevaba a que sus luchas adquirieran claramente un carácter mundial (“Trabajadores del Mundo Uníos”), pudo con la fuerza identitaria del Estado Nación, que había nacido como una forma de oposición a la Monarquía Absoluta, hereditaria y, al igual que el marxismo,  internacionalista.

No deja de ser compleja la forma en que este concepto nace y se consolida, ya que desde sus orígenes resulta ser, como lo plantea Anderson (1983), “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”. Los conceptos del autor encierran aspectos relevantes a tener en cuenta: nos dice que es imaginada porque sus miembros no conocerán a la mayoría de sus compatriotas; es limitada ya que reconoce fronteras y; se imagina soberana porque estaba construyéndose una legitimidad distinta a la del reino dinástico jerárquico divinamente ordenado. Si a todo lo anterior le agregamos que, en muchas partes del mundo pero muy especialmente en nuestra América Latina, el Estado Nación se construye desde una lógica minoritaria, dirigida y controlada por una elite,  que se caracterizó por excluir  de las instancias formales de participación política a todo el resto de la población y por consolidar un sistema que resguardara el orden que servía a sus intereses. Como corolario buscaron someter a la autoridad del nuevo Estado a todos los grupos que ellos consideraban parte de la nación, no desde sus genuinas manifestaciones culturales, sino que aspiraban a homogeneizarlos de acuerdo a los valores, señas y constructos de identidad que les acomodaba.

Los elementos de identidad que se construyen sobre la base del Estado Nación tuvieron orígenes muy diversos, desde la relevancia de los escritos de intelectuales nacionalistas que inspiraron a los sectores burgueses e ilustrados de sus comunidades, hasta las expresiones del nacionalismo popular que se alimentaba de la identificación religiosa. Entre ambos extremos podemos encontrar variados matices, pero lo relevante es que la idea nacionalista generó una tremenda fuerza que permite explicar, a juicio personal, el primer gran fracaso del marxismo: la movilización de millones de personas ante la Gran Guerra, que se pusieron detrás de sus banderas nacionales desoyendo el discurso marxista de la identificación de clase.

La fuerza movilizadora del nacionalismo ha sido uno de los fenómenos más interesantes en los últimos doscientos cincuenta años de la historia de Occidente y, por qué no decirlo, de los más destructivos también. De muestra un botón, en el revisionismo historiográfico que se plantea cada cierto tiempo, pero que resulta ser muy fructífero en fechas en que se conmemora o recuerda algún evento, específicamente al momento de cumplirse los 100 años de la firma del Tratado de Versalles que término con las hostilidades bélicas de la Primera Guerra Mundial, se acuñó un concepto que resulta interesante, la idea de que a diferencia de la Segunda Guerra Mundial, la Primera no había terminado y ello se justificaba en que al término de dicho conflicto, e inspirado en uno de los puntos del presidente estadounidense W. Wilson, se habría abierto la llamada “parcela de los nacionalismos” que sería la fuente de muchas reivindicaciones al respecto que hasta el día de hoy podemos ver en variados lugares del planeta, especialmente en Europa y que moviliza a millones de personas que se sienten parte de una comunidad étnica y cultural.

La realidad de nuestra América morena es muy interesante al respecto, las reivindicaciones de los pueblos originarios, que conservan el sentimiento de catástrofe y que se han sido históricamente excluidos de la lógica “estadonacionalista” imperante,  y qué decir de los representantes de los pueblos mestizos, tanto de raíz africana como originaria, que levantan también sus banderas y generan conflictos y tensiones que no hemos sabido reconocer y menos enfrentar.

Son variadas las preguntas que se imponen en función de esta muy generalizada reflexión al respecto, pero que nos permitirían orientar hacia dónde podríamos encaminar nuestros esfuerzos. Por ejemplo, ¿Reconociendo todas las variadas identidades nacionales resolveremos los problemas que en esta materia nos siguen aquejando o abriremos pasos a nuevas parcelas nacionalistas que sigan potenciando atomizaciones étnico-culturales cada vez más específicas? ¿Es posible desprenderse de las señas de identidad cultural, que nos han acompañado por más de doscientos años, con el fin de avanzar a otras formas de identidad que reconozcan la diversidad, que valoren y respeten la diferencia y que faciliten convivencias sanas, más armoniosas y productivas? ¿Será el momento de construir, sin desconocer las raigambres culturales, vínculos sociales más abstractos que reconozcan y permitan la más amplia integración posible?

La idea en cuestión tiene relación en cómo somos capaces  de construir un orden que nos represente no a pesar de nuestras diferencias, sino que con ellas. Este fue un tema muy debatido en Alemania con posterioridad a los crímenes del nacionalsocialismo y que llevó a Dolf Sternberger  (1958) a proponer lo que, para dicho contexto histórico parecía una clara paradoja, “La Patria sin Nación”. Buscaba elevar a la comunidad política, inspirada en los valores republicanos compartidos en la Carta Constitucional, como fundamento de la definición de patria. “La patria es la Constitución, a la que damos vida. La patria es libertad, de la que disfrutamos verdaderamente sólo cuando nosotros mismos la promovemos, hacemos uso de ella y la cuidamos”, dijo Sternberger.

Nació de esta idea el concepto de “Patriotismo Constitucional” que se mantuvo dormido hasta la segunda mitad de la década de 1980 cuando, y nuevamente por lo demás, ante el revisionismo histórico en Alemania con respecto a su pasado nazi, surgió la preocupación de cómo  sería posible reconstruir una autoconciencia y autoconfianza nacional a la luz de ese pasado reciente en proceso de revisión. Allí surgieron las palabras de Jürgen Habermas quien planteó que ello era posible  siempre y cuando la historia en revisión fuera asumida de forma crítica y que Alemania lo podría lograr en la medida en que se conviva sobre la base de principios constitucionales universales,  arraigados en sólidas convicciones. Buscaba, más aún después de la caída del muro de Berlín a fines de dicha década, con la libertad recuperada, superar “la ebriedad de lo nacional” a través de lo que denominó un sobrio patriotismo constitucional, con la aprobación de un orden político constituido por derechos de autodeterminación y que permita superar la comunidad de destino “étnica y cultural”.

De esta manera el pacto social elaborado sobre la base, como diría Adela Cortina, de una ética pluralista, asentada en valores democráticos-republicanos, que eleve a la comunidad cívica plasmada en un orden constitucional,  muy en sintonía con un mundo cada vez más interconectado e interdependiente  y que inaugure una nueva etapa de lo que podríamos llamar la “Historia Posnacional”. La relevancia viene en la lógica de una nueva colectividad, con una ciudadanía activa y empoderada, que se sienta parte de la construcción de los valores compartidos, que no le sea impuesta o heredada, que abra espacios, desde la perspectiva más profunda de la democracia, a la posibilidad de pensarse y repensarse, con lo que está abierta a su actualización, a su auto perfeccionamiento,  a la inclusión y que reconozca el valor de educar para la diferencia, pero nunca para la discriminación.