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El Abuelo Papín: La felicidad de educar… o malcriar nietos

Crónica sobre la familia.

Por Alfonso Ricaurte Miranda

“A mis amigos que tienen nietos, les he preguntado qué se siente al ser abuelo, y he concluido por sus respuestas, que ser abuelo es una nueva oportunidad de seguir disfrutando de la prolongación de nuestro ser como padres”.

Aunque mis hijos aún no me han hecho abuelo, tengo varios amigos que sí lo son y teniendo en cuenta lo que hablan de ello y las fotos que publican en sus redes con sus nietos, es fácil concluir que están siendo padres nuevamente.

Sin embargo, tengo que decir que este actuar no es estrictamente correcto según el criterio profesional de psicólogos y otros profesionales expertos en el tema de familia, quienes consideran que la llegada de un nieto, no modifica o no debe modificar nuestras vidas, al grado que lo hace la llegada de un hijo.

Algunos no estarán de acuerdo con esta apreciación de los expertos e incluso dirán que a nadie le importa cómo quieren, disfrutan e incluso educan a sus nietos.

A mí, como me gusta mojarme en mis comentarios, digo que yo si estoy de acuerdo con la apreciación de los expertos y de quienes piensan como ellos, porque me parece pertinente que desde un principio tengamos claro y tomemos conciencia que nuestro nieto, no es nuestro hijo, aunque lleguemos a quererlo en el mismo o mayor grado.

Lo que digo está fundamentado en estudios que revelan que cuando no se hace caso a esta distinción, comienzan las disfunciones, es decir los conflictos o diferencias entre los abuelos, los padres y los familiares de ambos lados que seguro también emitirán opiniones sobre la actitud o proceder de los abuelos con los nietos.

Aclaro que no quiero agüarle la ilusión a nadie, y por el contrario con estas apreciaciones pretendo contribuir en algo para que no haya nubarrones en la relación familiar por un motivo tan bonito como es la llegada de un nieto, que sin lugar a dudas provoca grandes cambios en las relaciones familiares.

Yo me atrevo a asegurar que casi todos conocemos casos o hemos escuchado comentarios en los que las madres o los padres se quejan por el comportamiento de sus hijos, después que llegan de una visita de casa de sus abuelos.

Son muchos los casos de padres que la situación los obliga a tener que dejar sus hijos en casa de los abuelos y estos, se atribuyen el derecho de imponer e incluso fomentar normas y reglas de comportamiento en sus nietos, como si fueran sus padres.

Algunos abuelos llegan incluso a corregirle a sus nietros actitudes y conductas y hasta orientarlos hacia determinada manera de comportarse o actuar que no coinciden con los principios que los niños reciben en su casa paterna.

Esto lleva en ocasiones a cambios de hábitos, en la comida o dormida en los niños y confusiones al enfrentarse a contradicciones cuando su abuelo da por bueno algo que su padre le ha dicho que no lo es, o viceversa.

Preciso que nada de lo que he dicho contradice mi convencimiento de que ser abuelo, como me han contado, debe ser un motivo de gran ilusión en nuestras vidas. Un nieto nos rejuvenece al tener en quien volcar el cuidado que nuestros hijos, ya hecho hombre o mujer, no necesita y en algunos casos no quiere.

A todo lo anterior se suman las otras sensaciones  y esos graciosos momentos que nos hacen vivir un nieto o nieta, como este de mi cuento de hoy: El Abuelo Papín.

El Abuelo Papín 

Una mañana de domingo, la primera que pasaba con su nieta desde su regreso de la guerra, el veterano sargento acechó encantado cómo la niña dibujaba con dedicación y concentración, apoyada en la mesita de centro de la sala.

- Oye Papín, - habló la niña dirigiéndose a su abuelo, pero sin interrumpir los trazos en su dibujo.

- Dime, Cristina, - respondió este.

¿Te gustaría tener ojos en la espalda?

El veterano sargento se extrañó un poco con la pregunta y reacomodándose en el sofá para disimular su extrañeza respondió.

- Claro que sí.

- ¿Y para qué? - Volvió a preguntar la niña.

El abuelo no se esperaba la contra pregunta por lo que la repitió colocándose su dedo índice de la mano derecha en la barbilla y alzando los ojos en un gesto gracioso de meditación para ganar tiempo, se preguntó.

- ¿Para qué me serviría tener ojos en la espalda? Déjame pensar, déjame pensar.

- Lo primero que le vino a la cabeza fue una respuesta producto de su formación militar, por lo que pensó le serían de gran utilidad contra el enemigo, porque evitaría ataques por la retaguardia y además me permitiría una retirada sin peligro de caerme.

Pero sabía que esa no era la respuesta para una niña de cinco años de edad que además los había vivido en Concordia, plácido pueblo del Caribe donde la única evidencia bélica encontrada desde su fundación, fue aquel el fósil de un perro con los restos de un gato entre sus fauces

Se inclinó entonces hacía su nieta quien había dejado de dibujar y con una inocente, pero interesada expresión en su carita, lo miraba con sus preciosos ojos negros esperando impaciente su respuesta.

- Tener ojos en la espalda sería fabuloso por dos cosas: Primero porque cuando juegue a las escondidas, podré ver donde se esconden mis amiguitos mientras cuento; y segundo porque no estaría desamparado ni por delante ni por detrás.

- Le dijo con entusiasmo, pero no vio emoción en la niña, por lo que le preguntó

- ¿Y a ti, te gustaría tenerlos?

Cristina volvió la vista a su dibujo y continuó dibujando ya sin ningún interés en el tema.

- A mí no. Pareceríamos monstruos y además no los necesito, te tengo a ti y al Ángel de la Guarda.

Hasta el próximo viernes  

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