Mural dedicado a Diego Maradona en la Paternal.
Mural dedicado a Diego Maradona en la Paternal.
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EFE.

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Una pelusa en el ojo de un seguidor

Las hazañas, conflictos y caídas de una figura pública como Diego Armando Maradona marcaron a millones de personas.

Por Juan Alejandro Tapia

"Qué me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”. 

-Atribuida a Roberto Fontanarrosa.


I

Mural dedicado a Diego Armando Maradona.

Voy montado en un avión con una camiseta a rayas en la que llevo tu apellido en mi espalda. Franjas celestes y blancas, diáfanas, como los colores que observo por la ventana. Me da seguridad esta edición conmemorativa de Le Coq Sportif con la que arropo mi miedo a volar. ¿Sentiste vos temor alguna vez? Aunque esta tela o cualquiera con la que saltaras al campo de batalla para defender a tu país parecía revestirte de poderes, como la azul radiactivo con la que, el 22 de junio de 1986, te elevaste hasta las nubes con un puñal en la mano izquierda sin que pudieran verte y, cuatro minutos después, atravesaste las líneas enemigas con una granada en los pies y la hiciste estallar en la trinchera rival, debajo de ella no había un superhéroe.

La camiseta es por los 35 años de tu consagración y la estreno mientras recorro el país de norte a sur para asistir al funeral de mi hermano. Hasta ahora había permanecido en una especie de altar sobre mi cama, muy cerca de la imagen del Corazón de Jesús, como un objeto de culto, ¿de adoración?, que no está hecho para mancillarse con el sudor. 

El viaje es largo, una hora en avión y doce por carretera, pero no es desconocido. La primera vez que lo hice fue ¡hace 35 años!, para visitarlo a él, que había cumplido 26 e iniciaba una nueva vida. ¿Te suena? 1986 no solo te cambió a ti, no seas así de agrandado. La Tierra no se detuvo durante esos 10.6 segundos en los que plantaste tu bandera de conquistador en una isla de apenas 52 metros lineales, así a diferencia de las otras, las del Atlántico Sur, esa parcela recuperada nadie te la pueda arrebatar.

Pasaron otras cosas ese año, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste? Mi hermano, te contaba, llegó a ese valle oculto y lejano hacia el que ahora me dirijo, el de Laboyos, en el macizo colombiano, donde encontraría la felicidad y del que ya jamás saldría, y yo te vi en persona, por primera y única vez, con el asombro propio de un niño y, sin ánimo de ofender, con algo de desilusión también.

Las historias de todos los seres humanos en algún momento de la vida se entrecruzan, o quizá en varios. Con mi hermano, por ejemplo, compartían el año de nacimiento, 1960, y la pobreza al nacer que no tiene nacionalidad: uno en Villa Fiorito, sur del Gran Buenos Aires, y otro en Villacaro, Norte de Santander.

El partido de tu vida comenzó a jugarse en octubre, mientras que para mí hermano no hubo más alargue ese mes. Un domingo 30 te recibieron doña Tota y don Diego, y un miércoles 20, a diez días de cumplir los dieciséis, te vieron saltar a la cancha de La Paternal para tu debut en Primera con la camiseta de Argentinos Juniors frente a Talleres. Saliste del banco y le tiraste un caño a Juan Cabrera, 'Chacho', a quien nadie recordaría si la gracia divina no le hubiera hecho abrir las piernas en un compás exacto para que la pelota pasara entre ellas. 

Llevabas en el dorso el número 16, y aunque hasta ahora no he mencionado tu nombre, siempre fuiste y serás "el Diego", "Pelusa", para los que te vieron aquella tarde de octubre en la que el sueño del pibe dio paso a la leyenda, y Maradona, "el diez", para los que miran de reojo pero con respeto el apellido en mi camiseta al bajarme del bus en esta noche fría del mismo mes, cuarenta y cinco años después.

II

Diego Maradona con sus padres.

No fue buena la relación con mi padre, pero me dejó el fútbol y se lo agradezco. Se empecinó, desde que yo era niño, en que compartiéramos el plan de ir al estadio, primero en el Romelio y luego en el  Metropolitano, para pasar tiempo juntos así lo que ocurriera en el césped le importara muy poco. Recuerdo verlo acostado en las graderías de cemento en los partidos de  baja asistencia, pasando el guayabo. 

La noticia de que Maradona venía a Barranquilla pareció entusiasmarlo más a él que a mí, que para entonces, mediados de los ochenta, era un declarado admirador de su principal competidor por el trono del mejor futbolista del mundo, el francés Michel Platiní. 

En apenas un año mi amor por el fútbol había crecido al punto de que cada domingo lo sacaba de la cama para ir a comprar las boletas frente al Parque de los Músicos, y desde mucho antes del juego estaba listo para partir al estadio en una travesía de hora y media que incluía cambio de bus en la calle Murillo, debidamente uniformado y con balón de micro para hacer pinolas en el entretiempo. A la pelota Mikasa había que agregarle los dos cojines para no tener que posar las nalgas en el cemento recalentado de las 3:45 de la tarde, y con todo eso en las manos, y a veces hasta conmigo cargado, se devolvía a casa mi padre.

Que al Metropolitano le cabían las "60 mil personas" que pregonaba el narrador Édgar Perea es una realidad que nunca olvidaremos quienes asistimos, el 15 de mayo de 1986, al encuentro amistoso, previo al Mundial de México, entre Junior y la muy criticada selección Argentina. Era el segundo choque que se disputaba en el recién inaugurado escenario y, literal, no le entraba un alma.

Muchos debimos ver el partido desde las escaleras de los ingresos a las tribunas, que por aquella época contaban con barandas de aluminio que  ponían en riesgo la integridad de los aficionados, quienes quedaban atrapados entre la multitud y el metal sin posibilidad de escapar. Desde ahí, en un improvisado palco de honor sobre los hombros de mi padre, puede ver a un Maradona deslucido, como el resto de sus compañeros, que apenas la tocó, mientras a la altura del suelo se libraba una batalla de empujones y codazos que me obligaba a agarrarme del fino y escaso pelo de mi progenitor para no perder detalle del juego en el que el portero del Junior, el uruguayo Carlos Mario Goyén, fue la figura.

"Goyén 0, Argentina 0", titularía al día siguiente El Heraldo, pero, mientras los periodistas se devanaban los sesos en la redacción para darle forma a una portada que aún hoy se recuerda, y yo me iba a dormir tranquilo y confiado en que, por lo mostrado esa noche por el 'Pelusa' y su equipo, mi idolatrado Platiní tenía el camino expedito en el Mundial, muy cerca de mi casa, en el hotel de concentración, los jugadores argentinos se gritaban las verdades y se cagaban a trompadas.

"Cuando en la etapa previa nos juntamos en Barranquilla, nos miramos a la cara y nos dijimos que teníamos más equipo de lo pensado. Habíamos jugado contra Junior y no pasamos de mitad de la cancha. Es que éramos malos, malísimos, una banda de perros, no podíamos tirar una pared", reconocería años después el propio Maradona sobre el día en que se escribió la primera línea del capítulo más glorioso de la novela de su vida.

III

Un hincha sostiene una bandera dedicada a Maradona.

La noche del 7 de diciembre de 2002, las calles de Barranquilla parecían una gran pista de baile. Relámpagos artificiales alertaban sobre la inminente caída de un aguacero de licor que, por lo menos durante unas horas, barrería las penas de la ciudad. Fue la última imagen que vi en un noticiero de televisión antes de recibir la orden de embarcar en el avión de Avianca que, seis horas después y en medio de una tormenta que cubrió los Andes e iluminó mi ventana como si de los juegos pirotécnicos por la celebración de la Inmaculada Concepción se tratara, aterrizó sin contratiempos en Buenos Aires.

Pude soportar el viaje sin pensar en las casi nulas posibilidades de sobrevivir en caso de que la nave sufriera un desperfecto sobre la cordillera gracias a que mi compañera de silla resultó ser una modelo argentina, al menos así se identificó, muy conversadora y de rostro y cuerpo perfectos, que aprecié a plenitud en sus continuas incorporaciones para ir al baño. Ya entrados en confianza me confesó que en realidad se dirigía a la sección de primera clase para hablar con su "novio", quien no podía viajar a su lado por guardar las apariencias porque estaba casado, pero le había regalado unos días "maravillosos" en Cartagena. Me dijo que ella poco entendía de fútbol, aunque remarcó que "el Diego", del 93 al 97, era "re fachero" (atractivo).

Pero no atravesé el continente para recorrer tus pasos ni "comprender" tu historia, es más, la única referencia visual de tu presencia en mi viaje es la foto de rigor frente a un muñeco caricaturesco, de rulos y uniforme de Boca, en un balcón de Caminito, ese paseo hecho a la medida para el turismo en el que compartes sitial con Gardel y Eva Perón. No estás en cada pared y la gente en los cafés no habla de ti sino de sus problemas diarios. Argentina no es Maradona, descubro sin impacto, es una sociedad herida que ha aprendido a no callarse el dolor ni la rabia, en la que las manifestaciones taponan de repente las principales avenidas. Quizá Maradona sí sea, en cambio, un compendio de la Argentina y la mejor manera de llevarla dentro haya sido ese puño apretado en señal de festejo, pero también de rencor y venganza, tras marcarle el gol de los tiempos a los ingleses.

Este viaje, mi primero al exterior, no es para ti, insisto, aunque sí por ti. Porque después del Mundial de México no pude volver a ser el mismo. Había crecido,  eso es ser testigo de un hecho histórico: crecer. Saber que presenciaste "en vivo y en directo" algo de lo que jamás podrán formar parte las generaciones venideras así observen mil veces la repetición. Yo no vi al Hombre llegar a la Luna, no estuve ahí frente al televisor, ese momento no es mío entonces, porque el sentido de pertenencia a una época, un lugar o una persona no viene incluido en Youtube. Pero verte esquivar las patadas karatecas de los coreanos, mirar de reojo a Burruchaga antes de meter el centro teledirigido contra Bulgaria, jugar tu gran partido de los mundiales ante Uruguay o usar la mano, nuevamente, para impedir un gol de los soviéticos en el 90, son pasajes de mi vida tanto como de la tuya.

Es que, viéndolo bien, tu vida misma me pertenece un poco, como a los millones que te idolatraron y odiaron por todo el mundo y que no dejaron de hacerlo luego de que el fútbol te dejara. Porque fue el fútbol el que te dejó y no al revés, el 25 de octubre de 1997, en un superclásico en cancha de River, cuando no saliste para el segundo tiempo y un tal Riquelme entró en tu reemplazo. Te dejó el fútbol como te dejaron Claudia, "la Claudia" (así, sin apellidos), Verónica Ojeda, Rocío Oliva y hasta Dalma y Yanina prefirieron hacerse a un lado.

Con los años regresé dos veces a tu país, sin motivo aparente, mientras tú te inflabas como un globo en Cuba hasta dar la impresión de que ibas a explotar. Después te empequeñeciste con el balón gástrico y la dimensión de tu cabeza no correspondía con el resto de tu cuerpo. Eran los tiempos de 'La noche del 10' y parecías un chupetín. Fuiste ganando peso y el Mundial de Sudáfrica te recibió mejor que nunca, a punto de llegar a los 50. Podrán criticar tus decisiones como director técnico, pero jamás decir que no se te vio bien en la raya, de saco y corbata y con la barba arreglada. ¿Qué pasó en los diez años que siguieron hasta tu nada inesperada muerte? ¿Cuándo se te escapó por fin la tortuga? 

En los Emiratos volviste a engordar y en Sinaloa te pasó cuenta de cobro la rodilla derecha. Ya eras un despojo en tu último 30 de octubre, cojo y casi sin poder hablar, cuando te exhibieron sin pudor en la cancha de Gimnasia para cobrar unos dólares mientras recibías la ovación por tus 60. Con todo, te las arreglaste en ese tiempo para llevar a los Dorados a dos finales del ascenso mexicano y, por un año largo, se habló más de ti que de los cárteles de la droga. De vuelta en tu país, contigo al mando, 'El Lobo' se mantuvo en la Primera División argentina por un milagro: la suspensión de los descensos debido a la pandemia. D10s, dicen tus fieles, obra de formas misteriosas.

Y el día llegó, hace un año que no estás.  Creo que te diste cuenta de que se acercaba el pitazo final y, pese a las molestias físicas evidentes, te bancaste ese recorrido por todos los estadios que terminó siendo el más hermoso funeral en vida que hayas podido imaginar:  aunque era notorio que te estabas despidiendo, la mayoría seguía viendo al gladiador capaz de salir a la arena con un tobillo lleno de pus como en Italia 90. Pero, no soy argentino, jamás me tragué el verso de tu inmortalidad. Con esa rodilla hecha mierda no podías seguir gambeteando a la muerte.

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