Jorge Luis Borges.
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El País

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Jorge Luis Borges: lectura de tres cuentos

La literatura de Borges se ha expandido en el mundo de manera vertiginosa e influyente. 

Por Adalberto Bolaño Sandoval

En estos días, en que se recuerdan las lecturas que realizó Jorge Luis Borges a Dante y James Joyce, recordemos que sus cuentos en Ficciones, Artificios y El Aleph y en mucho de sus ensayos, producen un sentido infinito, una ebriedad metafísica, un ejercicio descontrolado, un choque eléctrico y reflexivo en todos los sentidos de manera tan conjugada, que hacen simular los efectos producidos por un encuentro múltiple, fascinante, como las que provocan los verdaderos escritores.

Y es por ello que la literatura de Borges se ha expandido en el mundo de manera vertiginosa e influyente. Sus temas como tiempo y juego, metafísica y autorreflexión, escritura y filosofía, modernidad y vacío, laberintos y caos, fueron construyendo una impronta sólida e indispensable. Ha hecho que la estudiosa de Borges Beatriz Sarlo diga: "Tener un escritor como Borges es un peso demasiado fuerte para una literatura, es demasiado poderoso, es de esos escritores que definen una literatura, por eso para los escritores es fundamental romper con Borges”.

¿Clásico o romántico?

Uno de los temas poco estudiados es su cosmovisión romántica que, a pesar de haberla negado, ha postulado insistentemente. No obstante, esta visión de mundo es representada en sus cuentos y ensayos, más que por su escritura, por la forma en que plantea sus temáticas, su contenido. Surge, así, un Borges romántico y escéptico al mismo tiempo. Por ello, su obra estética, como voluntad y representación, se revela como aparentemente no segura, escéptica.

Borges negó su ascendencia romántica articulada en su ensayo “La postulación de la realidad”, aparecido en Discusión, en 1932, en el que describe que el autor romántico quiere, “con pobre fortuna”, ser expresivo, darle a su texto su propia capacidad de representarse a través de la palabra, de manera impositiva.

El énfasis es su técnica. Borges, por el contrario, se reivindica como autor “clásico [pues este] no desconfía del lenguaje”, crea una organización rigurosa dando a la palabra su peso,  se encarga de registrar una realidad, “no la representa”, y le deja a sus lectores el guiño creativo final, quienes pueden inferir qué postula el escritor.  

Borges reiteraría que no trata de intervenir en su obra para que sus opiniones no las desvíen dado que son baladíes. Su narrativa supone una escritura clásica.

Si nos atenemos a las características generales del romanticismo, el cual se desarrolló entre finales del siglo XVIII y hasta la mitad del siglo XX XIX en Europa, y que buscaba mostrar una imaginación y pasión desbordadas, una sensibilidad y subjetividad extremadas, una libertad de pensamiento e idealización de la naturaleza, conjugadas con una expresividad escritural y una exhortación del yo, Borges se revela contrario a todas esas manifestaciones.

Sin embargo, tengo para mí que Borges se encuadra y prolonga el romanticismo alemán e inglés, adicionándole la concepción de una modernidad que encara (que retoma) la interrogación del mundo que empieza a liquidar las aún potentes raíces teológicas por un espacio cosmogónico y cosmológico.

Este romanticismo se fundamenta en una versión cosmológica, concepto que puede ubicarse en tres o cuatro cuentos de Borges: “El acercamiento a Almotásim”, “La escritura del dios” y “El milagro secreto”. Todos ellos narran los itinerarios de una carencia y de una búsqueda. Borges muestra las búsquedas de eternidad, de descenso y vértigos de unos personajes que se asoman hacia la infinitud, en un viaje romántico, teológico, cosmológico.

Los tres cuentos y la búsqueda de un dios

Tres cuentos hacen patentes ese desencuentro cosmogónico.

En “El acercamiento a Almotásim”, un narrador simula que una novela existe y nos ofrece un resumen de ella, referida al caso de un estudiante de Derecho que se obsesiona con la idea de encontrar a un hombre llamado Almotásim,  el hombre que irradia luz. El innominado personaje va a la búsqueda de respuestas: es un individuo perdido en y de sí mismo y se entrega a una serie de interrogaciones existenciales.

El protagonista, mata o cree matar a un hindú. Se escapa y en su viaje conoce a mucha gente, ve en una persona cierta ternura y excitación que a su vez viene de alguien más, y de esta otra más, y así sucesivamente. Emprende una búsqueda frenética que le toma años. Cuando encuentra la posible respuesta a sus inquietudes, el relato termina en una especie de descenso al infierno, por diversas fases cabalísticas, por descensos y experiencias dolorosas.

Mientras tanto, en “El milagro secreto”, Jaromir Hladík, escritor judío nacido en Praga, es apresado por la Gestapo durante la invasión alemana a Checoslovaquia. Su asesinato, por los cargos de difamación y propagación del nacionalismo judío, es programado para dentro de diez días. Entonces recuerda su drama teatral inconcluso "Los enemigos”, ante lo cual invoca a Dios para que lo deje terminar la obra, minutos antes de morir. Esos minutos se convierten en un año en su interior, tras lo cual la culmina.

Por otro lado, “La escritura del dios” narra el cautiverio a que se ve sometido el sacerdote Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, retenido luego de ser apresado por los conquistadores españoles, en una cárcel dividida por una ventana que le separa de un jaguar. Con el fin de “poblar de algún modo el tiempo” decidió recordar todo lo que sabía hasta el momento. Pensaba que su destino era descifrar la escritura que contenía una sentencia mágica realizada por Dios el día de la Creación.

Ese mensaje podía encontrarse en cualquier río, montaña, astro o quizá en él mismo. En un momento de reflexión sobre ello, pensó que tal mensaje podía encontrarse en las manchas del jaguar. Encuentra las palabras, pero decide no pronunciarlas.

Búsqueda y pérdida de la plenitud

Los tres personajes representan y se cobijan mediante símbolos, contemplación y revelación. Estos serán hitos serán los que unen a los tres cuentos. Como  muchos de los cuentos borgianos, estos  personajes experimentan una presencia mítica que es, también, pérdida y búsqueda de la divinidad, de la plenitud.  Los tres personajes se constituyen en lectores pluridimensionales del mundo, del cosmos, del destino, de sí mismos. En “El milagro secreto”, así como en “La escritura del dios”, el escritor Hladík y el mago Tzinacán, respectivamente, encerrados en cárceles físicas y metafísicas, se funden con el universo y desean escribir y/o ser.

Como revelación, Borges se explica a través de sus personajes. Así, asimila y hace suyo lo que postula para él mismo para Franz Kafka, en este caso “la insoportable y trágica soledad de quien carece de un lugar, siquiera humildísimo, en el orden del universo”. El escritor argentino busca, en estos tres personajes, como reflejo de esa sintaxis divina o mística remediar la segunda expulsión del Paraíso y de Babel de estos. Ellos han sido expulsados de sus respectivas sociedades.

Dos de ellos han sido encerrados, que significa ser excluidos. Y el protagonista del cuento de Almotásim, huye. Borges pudiera reflejar también en estos cuentos ese romanticismo cosmológico atribuido por Carlos Gurméndez a Martin Heidegger en El secreto de la alienación y la desalienación humana, referido a que el hombre alienado es aquel que se encuentra fuera de la Historia, se desrealiza y se halla más allá o más acá de sí mismo, mostrando ser extranjero de su esencia humana a través de una trascendencia oculta, o al cosmos como totalidad abierta, viviendo en una pasado primitivo, o bajo la extrañeza de  un mundo caótico y primitivo. Justamente, ese romanticismo cosmológico le sucede a muchos personajes borgianos: Funes, el memorioso, en los cuento “Tlön, Uqbar, Tertius” o “El aleph”: se llega  a nombrar pero no a poseer. Estamos fuera de él.

Estos personajes  llevaban una vida vicaria, pusilánime, sin reconocerse, pero que de todos modos, después, se vuelve poderosa y divina: Hladík, en un universo interior que descubre unos segundos antes de morir fusilado (pero que siente que es un año durante el cual escribe la obra teatral que siempre ha deseado). Y Tzinacán, quien descubre las 14 palabras y la Rueda donde sucede la unión con la divinidad, con el universo.

Él lee su destino en el juego como símbolo de la vida, del universo y de la eternidad que “mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio”. Ante ello,  no sabe si después sigue el vacío, la muerte o la verdad, o la verdad del vacío —la muerte.  Por su parte, como un efecto de su desposesión, el personaje de “El acercamiento a Almótasim” hace de su destino una escritura, de su vida una degeneración hacia una infamia —escritural, ética, estética—.

La embriaguez del infinito y la atracción del abismo

Por ello, elaboran (y logran), como otros personajes, tales como Irineo Funes, el memorioso, o Averroes o el innombrado del cuento “El inmortal”, una reconstrucción de sus búsquedas, produciendo un embebimiento que les produce una ebriedad metafísica, es decir, una especie de confusión entre la aparición de un dios (lo teofánico) y lo estético.

La embriaguez del universo y del infinito genera también una desposesión, una desterritorialización que hacen de esos personajes románticos unos náufragos. Ello conlleva una visión que da paso al “pathos del infinito” y al “sentimiento del infinito”, los cuales se refieren a lo que no puede ser comprendido por los sentidos o por el alma. Esos personajes se encuentran perdidos, como seres románticos. Y ello permite configurar lo que Rafael Argullol denomina como una “atracción del abismo” entre los románticos, “un pesar cósmico tanto más doloroso cuanto que es indefinido e inaprehensible”.

Al mismo tiempo, incita al viaje y a la audacia y a un “infinito negativo y abismático en el que la subjetividad se rompe en mil pedazos)” como el Dios de Philip Maïnlander, seudónimo del poeta Philipp Bartz, quien expresara que Dios, ya muerto, se disgregó y se encontraba disperso y desesperado por unir los fragmentos dispersos, razón por la que se necesita destruir la diversidad para resucitarlo, para lograr la unidad originaria. Ante ello, Borges postula: “La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos".

Detrás de la cosmovisión borgeana subsiste una impotencia —pero también ansias— por el encuentro con lo Uno, un añoranza panteísta y romántica comparable al caso de la obra de Novalis en la que se observa una “melancolía como anhelo ontológico de una pérdida totalidad”, en palabras de Argullol. Es cerrar esa nostalgia a la que aspira Tzinacán, el sacerdote de la torre de Qahalom en “La escritura del dios”.

Se crea, así, una epifanía, una presencia, bajo la cual se sumergen alucinadamente, en una conversión mística, igual que los “vértigos de un teólogo” que ve Borges en Pascal,  Tzinacán o Almotásim, al enseñarse o encontrarse a sí mismos —en o bajo Su propio Nombre—  inician su propia creación. Como reconciliación, en ese diálogo con el infinito,  será el don poético, “esa alta vigilia” que rozó Blake, la que haga decir más modestamente a Borges que con “el verso/ Debo labrar mi insípido universo” (“El ciego”). Escribir revela el universo, así sea para interrogarlo y refundarlo. Más allá de este, Borges sonríe.

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