Héctor Rojas Herazo.
Héctor Rojas Herazo.
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Caro y Cuervo

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Homenaje en sus 100 años de nacimiento: Silencio y existencialismo en la obra de Héctor ​​​​​​​Rojas Herazo

Sus poemas iluminan el ser Caribe.

 Por Adalberto Bolaño Sandoval

Oídme. Y se oyó, puro, cristalino, el silencio.

“El moribundo”

Vicente Aleixandre

Mis apetitos totales he derramado

como un tributo de reconocimiento,

mi olfato y mi tacto como duros presentes.

Rostro en la soledad, 

Héctor Rojas Herazo


A pesar de todo, Héctor Rojas Herazo no termina de ser conocido. No se escribe mucho sobre su obra. Y este año, conocer su obra es uno de nuestros destinos. No  obstante, como poeta, fue estudiado en algunos libros y artículos, y su obra poética, hasta antes de Candiles en la niebla, fue publicada completa. 

Sus poemarios iluminan al ser Caribe y su profundidad existencial, pues es en estos se encuentran, de primera mano, una nueva manera de ver el ser caribeño. En los siguientes versos de “Límite y resplandor”, de Rostro en la soledad, puede observarse una dimensión estética y profunda de su poética general:

 Algo me fue negado desde mi comienzo, 

desde mi profundo conocimiento. 

Y he velado dulcemente 

sobre las espadas que segaron mi luz.

A partir de allí, esta cosmovisión crecerá mucho más en sus en Rostro en la soledad (1952), Tránsito de Caín (1953), Desde la luz preguntas por nosotros (1956), Agresión de las formas contra el ángel (1961), Las úlceras de Adán (1995) y Candiles en la niebla (2019), donde todavía sigue preguntándose: “Cada uno de nosotros es culpable; / cada uno de nosotros es cómplice; /cada uno de nosotros el verdugo temible”. Se trata de una estética de la desolación, de la existencia, del hombre que se enfrenta al mundo, pero este lo doblega.

Esas preguntas existenciales continuarán en un contexto caribe lleno de resquemores, dudas, en sus novelas Respirando el verano (1962), En noviembre llega el arzobispo (1966), Celia se pudre (1985). Y más allá de estos textos creativos, Rojas Herazo entrega nuevas visiones y aporte al periodismo, como se observa en su obra recopilada por Jorge García Usta: Vigilia de las lámparas y La magnitud de la ofrenda. Este texto estudiará algunos poemas y especialmente Respirando el verano

Héctor Rojas Herazo, escritor y poeta nacido en Tolú hace 100 años y fallecido en 2002.

 

Desde sus comienzos periodísticos y poéticos, Rojas Herazo perfilará tres o cuatro temáticas constantes y firmes, que se concretan en el título de uno de sus poemarios: Desde la luz preguntan por nosotros. Ese “nosotros” es el del hombre perdido o náufrago ante la luz, elemento metafórico de múltiples connotaciones, ya interrogante, ya pictórico o físico, como relente y agonía del trópico. El naufragio conlleva la agonía, la culpa, el castigo. Y desde allí, cabe mencionar, entonces, la muerte, la preocupación del ser escindido, la reconsideración del cuerpo humano como lugar del dolor y centro del universo, y la ausencia que se presenta en varios niveles: soledad, silencio, derrota, dolor. En una especie de “Inventario a contraluz” —como titula Rojas Herazo uno de sus poemas— se resumen parcialmente estas preocupaciones, que significan no solo trascender el plano literario. Así, en el texto denominado “Autorretrato” reflexiona:

Ese hombre vive profundamente convencido que todo malestar fisiológico en un habitante del trópico corre el peligro —con los días y si la víctima le mete lecturas y voluntad al asunto— de convertirse en un sistema filosófico.

Se trata, entonces, de que Rojas Herazo pone en evidencia una coherencia cosmovisiva existencial. En su poesía se perfila un mundo de esencia dolorosa, que se concreta mediante imágenes esplendentes, formas conversacionales y largos versos whitmanianos que narran dilemas, escenifican preguntas al ser humano al borde de sus angustias. Permean hondas preocupaciones que reflejan, desde su primer poemario Rostro en la soledad, el duro testimonio de una lírica golpeante, preocupada por las formas, pero también por el descubrimiento de una realidad antes edulcorada por poetas frenados por sortilegios, camellos y liebres. 

Rojas Herazo coloca al hombre en el centro del universo: “Este es el hombre, ¡al fin!, la tierra humana, / la dura geografía del castigo” (“Noticia desde el hombre”). La palabra adquirirá conciencia de sí misma, de su valor ontológico y también de la facultad dialogística, comunicacional: “He conquistado mi derecho, mi terror/ venturoso, / la oferente alegría de cruzar mi palabra / y mirarme encendido más allá de mis ojos, pues, al fin de cuentas: No somos esto, no. Somos aquello. / O lo de más allá. Somos los otros”.

Su búsqueda se fundamenta en el espesor de la palabra que crece y empieza a redescribir el mundo que se encontraba circuido en un ensueño o en un mundo de letárgicas fábulas piedracelistas o centenaristas. El poeta hunde las manos en la memoria, la muerte y en el olvido. El poema adquiere los visos relampagueantes de quien ha vuelto a mirarse a sí mismo. En “Velázquez” dice:       

                            Todo labrado en pústulas de olvido:

                             las ceremonias de la culpa y el tedio,

                             la riqueza embriagada por la sangre,

                             el misterio de lo inmediato

                             en fantasmas ungidos de sombra y de rocío.

Tras publicar Rostro en la soledad (1952), Tránsito de Caín (1953), Desde la luz preguntan por nosotros (1956) y Agresión de las formas contra el ángel (1961), Rojas Herazo probará otra faceta de su creatividad: en 1962 da a conocer su novela Respirando el verano, en la que refunde otras percepciones de su cosmovisión, de modo que en los poemas escocidos de agonía va ampliando sus tentáculos de poemario a poemario hasta que lo dramático y narrativo llegan a sobreponerse a lo netamente lírico para tomar la transpiración pantagruélica de la novela. En un caso parecido al de Álvaro Mutis, en Rojas Herazo la anécdota mínima se ha desarrollado, sus personajes han crecido y tomado consistencia axiológica y antiheroica.

En ese cruce de temas e isotopías aparecen, como lo indica en “Inventario a contraluz”, “el relato de esas cosas ahora, / cuando todos han muerto. / Cuando ya solamente la memoria/ es río, cosecha, solitaria espuma de patios (....) Te hablo de la memoria, / de las alcobas, los muebles y los cuchicheos de la memoria” (1995): el ser humano tendría que ser mostrado con sus instintos, sus olores, vivenciando una existencia en y contra la tierra. 

Pero volvamos atrás.

Respirando el silencio 

Con Todos estábamos a la espera, de Alvaro Cepeda Samudio, La hojarasca, de Gabriel García Márquez, y Respirando el verano, de Héctor Rojas Herazo, comienza la modernidad literaria en Colombia. 

Los tres libros resumen y hacen recordar la “estética de lo informal” y de “obra abierta” postulada por Umberto Eco, lo indeterminado, la eliminación de los principios de causalidad, los cambios de punto de vista, lo imprevisible. Pero también según Edgar Morin, en lo simultáneo y complejo y la autoorganización. En conclusión, para Eco, se introducen módulos de desorden organizado dentro del sistema para obtener mayor información (Umberto Eco). 

La fragmentación constante, los monólogos y el cambio de focalización acentuarán las separaciones entre personajes, pero beneficiarán al lector, que dejará de ser pasivo. En el siglo XX cristalizará la preocupación por el lenguaje y su formalismo comunicativo. Ante la dinámica del progreso, apareció una estética del ruido y gestos desaforados y la pérdida del centro antropológico provocada por la ciencia y las teorías del lenguaje. Muchas de las propuestas artísticas, como contrapropuesta liberadora, derivaron hacia una estética del silencio.

Mallarmé y Rimbaud son sus iniciadores. La propuesta poética mallarmeana abogará por un silencio de las formas, por el uso de los espacios en blanco, por una “escritura blanca”, “libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado del lenguaje” (Barthes), en la que el autor desaparece. El siglo XX señala la encrucijada de numerosos lenguajes que intentan entronizarse como normas últimas que describen la realidad, pero, como contraste, conlleva la separación entre el sujeto, el lenguaje y el objeto del conocimiento que se hará cada vez más patente. Ludwig Wittgenstein declara que ya nada podrá ser expresado con palabras. George Steiner (1990:45), siguiéndolo, apuntala en su estilo agorero: “El lenguaje sólo puede ocuparse significativamente de un segmento de la realidad particular y restringido. El resto —y, presumiblemente, la mayor parte— es silencio”. 

El silencio busca la desnudez del discurso. Ante un mundo con demasiados ruidos y contradicciones, de significaciones totalizantes, se impone un arte de lo discontinuo, de la impermanencia, del murmullo y de las insinuaciones, de pluralidades. El arte mostrará ausencia, ocultamiento. El artista generará nuevas formas del vacío: abandonará, como Rimbaud, la escritura. La palabra será remplazada por el gesto, por la renuncia existencial. El silencio encarnará el existencialismo como abandono de la palabra, una forma de plasmar la nada. La pérdida de la voz y del valor de la palabra serán los primeros síntomas de la muerte del lenguaje, del personaje como representación de su autor. Existencia y silencio se unirán para mostrar que ambas articularán las formas pacientes de la muerte.

La hojarasca, de García Márquez, Respirando el verano, de Rojas Herazo, y La casa grande, de Cepeda Samudio, se enmarcan dentro de lo que puede denominarse una poética del silencio. Sus estructuras polifónicas y la noción trascendente, autónoma y vital de la literatura, permiten que el objeto poético adquiera matices nuevos. Asimismo, la comprensión de que la ambigüedad, las elipsis, la fragmentación y los datos escondidos constituyen formas lúdicas, ensanchan el horizonte de lo impredecible, para crear un espacio de silencios que va más allá de los logros narrativos. 

La importancia del silencio

Centenario de Héctor Rojas Herazo.


La modernidad literaria que irrumpe en Colombia a través de escritores norteamericanos e ingleses, especialmente William Faulkner, Hemingway, Gertrude Stein o Virginia Woolf, tiene entre sus aportes el silencio, que traerá por consecuencia la incomunicación o la soledad. Ahora representará también indicación de una ausencia que reivindica una presencia que no quiere expresarse. Hemingway dará a los silencios de sus personajes o de sus tramas  la categoría de una declinación o de una derrota. Pero también esos silencios enunciativos, elípticos, son los que necesita el lector para rellenar mediante sus concepciones. En América Latina quizá el uruguayo Felisberto Hernández y el mexicano Juan Rulfo elaboran en su narrativa de modo “sistemático” el silencio como forma incoercible, impalpable y no menos opresiva.

En un documentado ensayo, “Poesía y silencio” (1993), el catalán Antoni Clapes realiza un recorrido acerca de esa relación: el silencio, signo de inacción, de falta de significado, del no-decir, se constituirá en poética del no. Tendrá una connotación virtual de ausencia, pero, dialécticamente, adquirirá la categoría de discurso autónomo y de origen y desarrollo de la palabra. Será polisémico, razón por la cual existirán diversos tipos de silencio: a) el poético, fruto de la reflexión teórica propia de crisis del lenguaje; b) el silencio como expresión de lo inefable o místico, c) silencio contemplativo, propio de la reflexión metafísica y existencial, y d), el silencio nihilista, radical y pesimista. 

¿A dónde conduce todo esto? A postular que Respirando el verano transpira un silencio poético que, desde la contemplación de uno de sus personajes, Celia, es místico, pero desde su autor es silencio nihilista y existencial. La novela será manejada desde diferentes formas de silencio, a las que Rojas Herazo concede variaciones, tientos y diferencias. La novela será lugar de desencuentros, despojos y de impotencia. El ser humano al borde de la agonía es el que muestran Herazo, Cepeda Samudio y García Márquez. Ese grupo de amigos “quería que la literatura se liberara del peso de la geografía y mirara hacia el hombre”, como indica Gilard (1982: 930)

Respirando el verano resumirá la vitalidad mediante una inflación de las formas discursivas, el gesto de lo ambiguo será la forma en que La hojarasca sea presentada, y en una combinación del gesto y vitalidad refrenada La casa grande hará su propio aporte.

A Rojas Herazo llama la atención saber mirar —y mostrar—la “civilización de los sentidos”, según ha escrito en una de sus columnas “Telón de fondo”. 

Respirando el verano es, precisamente, una novela de los sentidos, una “geografía subjetiva” —como llama Rojas Herazo a Gran Sertón: veredas, de Guimaraes Rosas—, de la reconstrucción de las memorias del cuerpo, abandonado en su dimensión física en la literatura colombiana. Pasiones y palabra, espectáculo del hombre, defender la vida contra el imperio de la muerte, sacrificio, renuncia de vivir, serían las isotopías de mayor trascendencia en esta novela desde un ángulo formalmente existencial, si nos atuviéramos a la propia comparación con La piel.  Los “cuchicheos de la memoria”, del río y los patios, se acumulan en una concatenación temática.

Son, sin embargo, el imperio y la batalla de la palabra como imperio de la muerte los que revelan en Respirando el verano. En la palabra existe un silencio paradójico, como el de muchos artistas, pues subyace un cuestionamiento a la lengua, al destino, al signo positivo y al signo como forma negativa. Como memoria, la novela apela a una construcción concéntrica que gira alrededor de Celia, la matrona de la casa, del patio, y de su nieto, Anselmo, de nueve años. Enclavado en un pueblo del Caribe colombiano, la historia de la familia del doctor Milcíades Domínguez Ahumada, comienza en 1855, con el nacimiento de Celia, y se cierra alrededor de 1948, cuando ella muere.

El silencio es paradójico porque Rojas Herazo ha decidido cuestionar el lenguaje desde el lenguaje, realizándolo a través de Celi, su personaje principal. Pero esta censura apunta a otro sentido más: hacia el sentido de la vida, es decir, de la muerte. La crisis del lenguaje es crisis de la vida y crítica de la muerte. La dicotomía vida/muerte se estrecha con otra: literatura/silencio. Callar es vivir y morir al mismo tiempo. La devaluación del lenguaje, convertido en finitud del discurso, dará paso al silencio.  La renuncia se vuelve gesto: negar la escritura es negarse a sí mismo. Celia --y su memoria--, renunciando al discurso, a las palabras, se transforman en un haz, en un personaje del silencio.

Rojas Herazo traza diferentes velos a través de los monólogos pues ellos se constituyen en un solo punto de vista. Los monólogos son una suerte de engaño de la percepción, como sucede en La hojarasca. El monólogo es el instrumento de la incomunicación por excelencia entre los personajes. Como uno de los elementos caleidoscópicos, es la negación del conocimiento. El lector se nutre de esos silencios paradójicos, aunque los personajes se muestran en una sola dimensión. ¿Quién sabe lo que piensa Celia? Para sus parientes no importa. El novelista la convertirá en su voz, en su transposición existencial.

La muerte será el primer símbolo de silencio, y el desamor uno de sus signos.  Cada personaje muere en su letra y por la letra, especialmente Julia, la hija mayor de Celia. Luego de la muerte de Simón, uno de los pretendientes de Julia, éste continuará visitándola convertido en fantasma, y con eso “ya ella, por fin, había logrado interponer aquella zona de incomunicación, que nunca, absolutamente nunca y a partir de aquel instante, podría ser rebasada” (Rojas Herazo). Se ejercerá en ella, en Julia, una “lenta destrucción en sucesivos veranos, abanicándose furiosamente, con su sexo intocado y su memoria preñada de citas de La Ilíada, en el patio de la casa”. 

El verano, metáfora de la muerte y la desolación, rozará la memoria de otros tiempos. Así, cuando intenta Julia ser abrazada por el capitán José Manuel Espinar: “No pudo evitarlo. Hizo el gesto de quien rechaza un insecto molesto y ladeó hacia un costado, hacia el verano, la cabeza cargada de evocación”. El silencio, esa forma de desnudez que se convierte en muerte, es la que le propone Simón: “Él le dijo algo sobre una desnudez total, sobre desaparecer y volver por ella”. Como lo hace, efectivamente. Volver de la muerte es volver del olvido, de la zona del silencio eterno. La memoria del pasado, sin embargo, es frustrante porque Simón intentó hacerla penetrar “en aquel recuerdo ominoso, como una atmósfera clausurada donde era imposible la respiración y la vida”.

El poeta Rómulo Bustos, en su ensayo sobre Rojas Herazo observa una “geografía purgatorial” en la que los personajes son almas en pena quemándose en la llama infernal de la vida. Además, el verano, en Rojas Herazo, representa, en realidad, un estado doloroso del espíritu y también una estación de la agonía y de la muerte. Los olores son metáforas que se prolongan en todos los objetos, en el “aire abrasado”. La mudez y la quietud son otras imágenes del verano que se consolidan en el árbol parado, como si “le hubieran cortado la lengua”: “Parecía como inhibido por un resentimiento”.

Otras formas de silencio son el desamor, las relaciones inconclusas o frustradas. Julia (como la Hermana Mayor en La casa grande, o Isabel en La hojarasca, mantienen relaciones peligrosas, incestuosas, o al borde del desamparo vital y del amor) escuchará a su padre, en la continuación de un complejo de Electra, a través de Simón. Su relación con el libanés Salomón Niseli se mantiene en una forzada convivencia platónica por parte de él (el libanés, como el médico de La hojarasca, se instalará en casa de Celia por varios años, y de allí saldrá para ampliar el negocio que poco a poco ha instalado en el pueblo).

De igual manera, la interrogación religiosa, de protesta ante el ser supremo, sellará la incomunicación y la soledad. El anonadamiento llevará precisamente a la nada. En todo caso, el silencio existencial, la reconsideración del sentido de las palabras, se realiza en un aquí y un ahora. El ser se encuentra consigo mismo en un ejercicio solipsista. El ser íntimo es el auténtico, cuando es, como diría Sartre, para mí, pero en el tiempo. Ese pensar en la propia existencia llevará a una concepción limitante del ser. Se existe en la experiencia mas no en el pensamiento.

El encuentro consigo mismo marca una “geología existencial” (Barthes) que lleva a un perderse en la muerte. El ser ahí, para ser auténtico, debe tener un lugar para ser-en-la-muerte. Pero algo más: el silencio como muerte, en el concepto de R. Barthes, significa el grado cero de la escritura en el que se cante “mejor la necesidad de morir”: este “arte tiene la estructura del suicidio: el silencio es en él como un tiempo poético homogéneo que se injerta entre dos capas y hace estallar la palabra menos como el jirón de un criptograma que como luz, vacío, destrucción, libertad”. Esa “tragicidad de la escritura”, que inicialmente perteneció al lenguaje mallarmeano, salva lo que ama, pero renunciando a ello. 

Y otro espacio para expresar es el patio, pues en este se tejen los arpegios infaustos del verano, del recuerdo magnificado, de la metáfora existencial del silencio. En los “rincones mitológicos del patio” confluye todo:

Por el patio avanzará el corrosivo trabajo del tiempo. La casa del tiempo y de la palabra se destruye en Valerio, en una especie de panteísmo que elimina el sujeto y el objeto. El siente el tiempo atravesarle así “como destruía los ramajes, los alambres, las camisas colgando, los flecos con que la luz, desgarrada, descendía por el palpitante varillaje de los almendros”. Ya no es Celia. Ahora es su hijo quien se convierte en signo que, en una especie de crucifixión.

Celia se pudre en las palabras, pero en su patio sopla el viento del silencio y el tiempo detenido entre los almendros borra “un ademán de dolorosa eternidad que recordaba la muerte”. Ahora, parafraseando a Onetti, dejemos hablar el silencio, mientras Celia crece entre la luz esplendorosa del verano literario, ese paraíso nunca perdido.


 

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