"Todos los meses de preparación, todos los días, todas las noches y las casi cuatro horas de espera se resumen en cinco minutos de presentación".
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Hansel Vásquez

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Carnaval en el suroriente: en defensa del Congo

El año pasado, los jóvenes del Rumbón de las Nieves ganaron su primer Congo de Oro. Este año intentan mantenerlo. Zona Cero muestra el esfuerzo que supone realizar un Carnaval en una de las zonas más castigadas por la violencia en la ciudad.

La fantasía llega tarde al Romelio Martínez. Son las 8:15 p.m. y muchos de los grupos que participarán en la Fiesta de Comparsas y Fantasías del Carnaval de Barranquilla han arribado con retraso, otros, de plano, todavía no aparecen.

Las agrupaciones fueron divididas en bloques con horas de llegada y presentación programadas. Sin embargo, a las 5:00 p.m., cuando las puertas del escenario llevaban dos horas abiertas, los organizadores del evento optaron por iniciar el espectáculo con los que ya estaban presentes y dejarlos pasar por hora de llegada.

A las afueras del Romelio, donde marimondas, congos, danzantes y lentejuelas hacen fila para ingresar, un hombre del personal de logística y acento de la capital, encargado de confirmar en una lista los nombres de las agrupaciones que hacen acto de presencia, se queja de la impuntualidad.

Los días de las fiestas, cuando todo es algarabía y albricias, el patrimonio que ha entregado Barranquilla a la humanidad parece natural. La perfecta sincronía de los bailarines, los disfraces elaborados y el colorido no hablan de obstáculo alguno, aunque muchas veces eso deban sortear los hacedores del Carnaval.

El transporte es uno de los primeros obstáculos que enfrentan los grupos para llegar hasta los eventos del Carnaval.

Casi a las 8:30 p.m., un bus de servicio especial se parquea sobre la carrera 44 con calle 72 y los jóvenes del Rumbón de las Nieves descienden del vehículo. Enfundados en mallas negras y un taparrabo de lentejuelas azules, amarillas y verdes para los hombres y una falda corta de bolitas de bisutería con colores similares para las mujeres.

El transporte es de un amigo de Kevin, líder de la comparsa. Sin esta cortesía, preparar a un grupo de 35 jóvenes de estrato 1 y 2 para llegar hasta los eventos, bien presentados y siempre sonrientes, sería una hazaña casi impensable.

Sobre el cemento tibio de la cancha de microfútbol del parque Luis Carlos Galán, los muchachos, que no superan los 23 años, estiran las piernas para quitarse de encima el letargo del viaje. En grupos de a tres o cuatro practican la coreografía con la que se presentarán en la tarima del estadio. Esta noche, defienden el Congo.

Jefferson Meza y Aldair Carmago han maquillado a la mayor parte de sus compañeros. Salir al escenario es un esfuerzo grupal.

El baile es su marcha tribal, el premio es el Congo de Oro, cuyo nombre contrasta con la estética africana de sus atuendos. El año pasado obtuvieron el primero, tras 14 carnavales de participación ininterrumpida desde que Kevin decidiera, a los 16 años,  hacer su propia comparsa. “Con 20.000 obstáculos que tuvimos que ir sorteando. Éramos puros niños, pero una maravilla bailando”, recuerda.

Los rostros han cambiado, pero las dificultades permanecen. Apenas hace unas horas todavía no sabían si tendrían lista la vestimenta que llevan puesta, de ahí el retraso. Jesús Barrios Paba es el coreógrafo y sastre del grupo desde hace seis años, camina entre sus pupilos repartiendo instrucciones, ayuda a los que faltan a terminar de maquillarse, no ha dormido en 24 horas.

“Siempre existe el contratiempo monetario, no todos los trajes están listos a tiempo porque no todos pueden pagarlo”. A las 7:00 a.m. Jesús terminó su turno como regente de farmacia, de allí se fue al centro a comprar telas que faltaban para los trajes, hizo una breve parada en su casa para afeitarse y “de ahí a la casa de Kevin, trabajando hasta ahora”.

Jesus Barrios Paba es el coreógrafo del grupo, no ha dormido en un día entero para ayudar a que las cosas estén listas a tiempo.

Cada traje cuesta $250.000, invertir más de un tercio del salario mínimo en uno es, para estos jóvenes de barrios humildes, una posibilidad difícil. Esta noche solo tres han terminado de pagar el traje de fantasía, el resto lo consiguieron organizando bailes y rifas, actividades con las que han ido reuniendo parte del dinero.

Después de una breve espera, el grupo es conminado a pasar a la cancha de al lado, donde, tras una malla de unos dos metros de alto, hacen fila el resto de comparsas que se encuentran próximas a ingresar al escenario.

Forman una U de satín y lentejuelas. Verde, rojo, amarillo, azul, rosado, blanco, plata y dorado, desperdigados sobre el cemento, le arrancan destellos a las farolas de luz anaranjada que iluminan la calle. Si existiera una palabra para describir el concepto de color sería carnaval.

Tras una malla gris los grupos esperan para poder pasar dentro del Romelio. Es una larga esperar desde la llegada hasta la tarima, algunos aguardan más de cuatro horas.

Al frente y a los lados hay grupos con atuendos más elaborados, tocados con plumas artificiales coronan la cabeza de varios de los danzantes con los que los miembros del Rumbón competirán esta noche, su propio traje no está completo y lo saben, pero Jesús confía en que la actitud de sus pupilos compense las carencias.

Junto a él, Jefferson Meza, un joven de 20 años, concuerda. “Las cosas cuando se consiguen con esfuerzo, las cosas cuando se consiguen con dedicación, las cosas cuando no son fáciles, las cuidas, las amas y las respetas más que cuando te las regalan”. Él mismo ha maquillado a gran parte de sus compañeros.

En la carpa esperan bajo la luz anaranjada de las farolas de la calle.

La fila avanza despacio, poco más de una hora después de haber llegado, el Rumbón se encuentran 'ad portas' de entrar al estadio. Mientras los de logística realizan el último conteo de los jóvenes que bailarán esta noche, personal de la defensa civil, enfundado en trajes de un color anaranjado tan brillante como disfraces, pasa raudo a su lado sosteniendo una camilla de plástico.

Dentro de la malla, donde los grupos que faltan siguen formados en su U de satín y lentejuelas, una marimonda yace en el suelo. Sus compañeros le han quitado la máscara para descubrir a una joven de tez blanca y cabello castaño claro que se ha desmayado. No será la primera de la noche.

Envueltos en penumbras –pues el andén carece de iluminación alguna- los miembros del Rumbón recorren el último trayecto que los llevará al escenario. Atrás queda el disfraz desmayado, testimonio invisible del esfuerzo titánico que supone brindar el espectáculo que los espectadores disfrutan al interior del Romelio Martínez.

Cinco segundos caminando y la oscuridad amaina, un baño de luz artificial blanquecina los recibe al atravesar la boca del estadio, la música de la tarima retumba a unos cien metros. Después de sortear cada dificultad, la violencia que algunos han dejado atrás en sus barrios es un eco lejano de una realidad que en este momento no les concierne, marchan hacia las gradas sonrientes, solo estar aquí es una victoria personal.

Al cruzar la boca del estadio un baño de luz blanquecina los recibe.

El tiempo se va diluyendo entre notas y ritmos. Cumbia, reggaetón, salsa, champeta, tambores, gaitas, guacharacas, timbales, claves, música, los minutos bailan. La emoción inicial por el descubrimiento del público desaparece con la espera. A las 11:00 p.m., cansados de ver a cada grupo anónimo desfilar hacia la tarima, la adrenalina da paso a la calma.

Para José David Hidalgo el contraste es inmenso… apenas ayer, bajo el mismo cielo nocturno y casi a la misma hora, la percusión de los tambores era la de disparos y el escenario eran las calles. El ensayo de la última noche, previa al gran evento, fue intenso, bailaron hasta que el cuerpo aguantó y luego tuvo que aguantar un poco más.

José David Hidalgo, vive en La Luz desde hace seis años, nació en Tacamocho (Bolívar) y de su tierra se trajo el amor por el baile.

Vive en el fondo del barrio La Luz, en la calle 7, cerca al Caño de la Ahuyama, ahí donde la ciudad lava sus pecados. Cuando bajaba por la carrera 17 una amiga tuvo que ir a buscarlo en moto para llevarlo a su casa. “José vamos que hay una ‘plomera’”, le dice mientras se marchan con el ruido de los disparos de fondo. Algún enfrentamiento entre pandillas que terminó en balacera.

Muchas veces pensó en salirse del grupo por el simple peligro de tener que caminar, pero el remedio le sería peor que la enfermedad. “Cuando bailo se me olvida todo, se me olvida hasta que vivo en un barrio peligroso, en que matan sin corazón”.

Ha recorrido un largo camino desde su natal Tacamocho, allá cerca al Carmen de Bolívar, donde también bailó. Hoy, después de vivir seis años en Barranquilla, baila y mañana, donde sea que esté, solo sabe que también bailará. “Esta es mi pasión”.

Un joven del Rumbón de las Nieves contempla la tarima armada en el Romelio Martínez.

Casi a medianoche, faltando 20 minutos para que termine el día, el grupo toca la gramilla y abandona las gradas, donde una veintena de grupos más aguarda su turno para medirse ante el público del Romelio y los jurados de la Fiesta de Comparsas. 

El cansancio en sus rostros y la paciencia con la que aún esperan habla de un compromiso con las fiestas que trasciende el simple gusto y representa el más puro amor por el papel que interpretan en las carnestolendas.

Los miembros del Rumbón se sientan en sillas de plástico, bajo carpas dispuestas para cubrir a los participantes de un sol que hace mucho se fue a dormir. Los organizadores hacen circular entre los muchachos un bocadillo envuelto en hoja de plátano para que no se desmayen, lo apuran en cuestión de segundos, es su última conexión con la realidad.

En el escenario el cansancio desaparece, solo son ellos y la música.

Ha llegado el momento, los presentadores en la tarima leen el nombre: “Rumbón de las Nieves, comparsa de fantasía juvenil”, uno más entre los 94 grupos que ya han pasado o aún faltan por pasar. Ningún llamado podría hacer justicia al esfuerzo de cada uno de los bailarines que asisten esta noche al estadio.

Primero las mujeres, las luces acompañan sus movimientos, se sitúan en el centro del escenario, mueven las caderas, giran se detienen, y aparecen los hombres  a cada lado de la tarima. Fluyen hacia el centro, toman posiciones, cada centímetro del cuerpo de los jóvenes responde a la música y a nadie más.

Todos los meses de preparación, todos los días, todas las noches y las casi cuatro horas de espera se resumen en cinco minutos de presentación, un breve aplauso y la satisfacción de haber defendido el Congo, de haber brindado un buen espectáculo.

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Cuando descienden de la tarima dejan de existir, restos del frenesí quedan en los cuerpos sudados mientras caminan hacia la calle. Fuera del estadio, renacen al mundo de siempre, a la brisa barranquillera que se hace fresca pero no enfría, al ruido de los carros, a la gente que camina, a la noche impregnada de las fiestas.

Aguardan el bus que los llevará a Las Nieves, a la sede de la comparsa en la casa de Kevin. Varios tendrán que volver caminando a sus hogares y atravesar como un balde de agua fría la realidad que a veces se muestra afilada y peligrosa, sin embargo, en este nuevo día que ya comienza no están solos, al menos, se llevan con ellos el Carnaval.