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Una placa para Álvaro Uribe

La placa que le hizo colocar Ernesto Macías a Álvaro Uribe en el Congreso de la República puede tener múltiples interpretaciones: desde aquellas que la ven como una falta de respeto al país, hasta las que la conciben como un reconocimiento merecido.

Yendo más allá de lo legal o ilegal del acto, y también más allá de si fue o no una acción lambona de Macías al pensar en las elecciones que se avecinan, la bendita placa ha provocado un rebrote de la polarización que estropea al país en los últimos tiempos. 

Ese rebrote muestra, por un lado, a las falanges de Uribe aplaudiendo la placa y, por el otro, a quienes detestan al personaje intentando arrancarla a dentelladas. Un observador independiente podría pensar que, más que una exaltación merecida o inmerecida, la placa representa una provocación pública, con miras a enervar de nuevo las bajas pasiones que mueven los votos.

Dejando a un lado las variables de la coyuntura y las afinidades o los odios ideológicos, cabe reflexionar sobre lo que ha representado y representará Álvaro Uribe en el contexto de la historia nacional. 

La historia, como disciplina científica, deberá algún día ocuparse del papel de este personaje, bajo el beneficio del distanciamiento crítico que lega el tiempo, y de los datos que aportan las pruebas dejadas por la sociedad.

La placa no es el primer intento de exaltar o de convertir a Uribe en el mejor político o presidente de Colombia. Recuérdese lo que organizaron sus seguidores y aliados en un canal de televisión internacional para transformarlo en la figura pública más descollante del país.

Todos los intentos actuales en pro de la imagen de Uribe resultarán fallidos en el futuro cuando entre en acción la labor de topo del historiador, quien deberá escarbar en los testimonios buscando lo que ocurrió, por encima de los odios y amores, de las facciones a las que representa o que lo consideran su enemigo.

El destino histórico de Uribe será, más allá de que retome el poder por sí mismo (sin ningún muñeco de ventrílocuo de por medio), el mismo del de ciertos caudillos, líderes o jefes políticos latinoamericanos que le sirven a un bando inescrupuloso, pero después van directo al basurero de la historia.

Uribe ha sido el jefe indiscutible de las huestes que conciben como sus enemigos a las guerrillas y, en general, a la izquierda. Su política, desde el poder y fuera de este, ha estado marcada por ese sino, y ese sino lo ha conducido demasiado lejos, tan lejos que ya no tiene posibilidad de retorno. 

La guerra convirtió a Álvaro Uribe en uno de los más grandes criminales de la nación, y ese hecho sacará la cabeza en el porvenir, por encima de las campañas mediáticas para limpiarlo o de las placas para enaltecerlo.

El todo vale, eufemismo con que se adorna el estilo de Uribe y los suyos, podrá quedar impune, por ahora, en los estrados judiciales, pero no podrá soportar el trabajo crítico de los historiadores, que lo develarán sin contemplaciones. 

Los muertos, las violaciones al Estado Social de Derecho, las alianzas ocultas o abiertas con la delincuencia común, la persecución al periodismo independiente, a los jueces, el manejo turbio de los recursos del Estado, el asesinato de testigos, entre otros crímenes, no permiten que se piense, en el futuro, a Álvaro Uribe como ahora lo piensan sus seguidores o sus aliados.

El destino histórico de este personaje será similar al de otros jefes que también emplearon el todo vale, guardando las diferencias. No hay de donde escoger para convertirlo en Bolívar o en Núñez, como lo han querido sus adoradores. El peso de la sangre, de las mentiras y de los crímenes conspiran, desde ya, contra esa ilusa pretensión.

Cuando el tiempo limpie la escoria ideológica y espulgue la polarización (y se vuelva imposible tapar el cielo con una plaquita o con un montaje mediático), el esfuerzo de los historiadores pondrá a Álvaro Uribe en el lugar de la historia que, desde ya, le pertenece: al lado de Fujimori o de Pinochet. Ni más ni menos.