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Que siga el río de sangre

¿Por qué matan en Colombia a los líderes sociales y a los exintegrantes de la guerrilla? Porque todavía operan casi las mismas variables violentas que dieron cuerpo al conflicto armado, a pesar del proceso de paz con las Farc, y de los acuerdos firmados que, lamentablemente, se convierten día a día en letra muerta.

Tales acuerdos empiezan a volverse simple papel sin importancia porque hay personas interesadas en que eso sea así. Tales individuos integran una alianza, tácita o explícita, compuesta por los enemigos de la paz, la cual trabaja por fuera y por dentro de las instituciones, con el visto bueno de las fuerzas económicas, políticas y delincuenciales que no desean ningún cambio para preservar sus privilegios.

La lucha por la tierra y el poder continúa, de manera aún más degradada, en territorios donde existen disputas entre las bandas criminales, terratenientes inescrupulosos y otros personajes oscuros ligados al narcotráfico.

La toma del Estado por parte de los ejércitos de individuos opuestos a la paz agrava aún más la situación, pues ya no se trata solo de sectores privados promoviendo la muerte de líderes sociales o exintegrantes de la guerrilla, sino de agentes del gobierno haciéndose los de la vista gorda, o justificando el asesinato de Estado, como ocurrió con la muerte del exguerrillero Dimas Torres y las declaraciones justificativas del Ministro de Defensa Guillermo Botero.

Es claro que hay un saboteo sistemático al proceso de paz, como lo ha sostenido el Senador Iván Cepeda, y es también muy claro que el uribismo, en el poder, no solo está haciendo trizas los acuerdos, sino que ayuda a crear una situación de zozobra e inestabilidad que podría justificar la aplicación de medidas drásticas contra sus opositores, y contra las instituciones que se les enfrenten.

Uno se pregunta si el asesinato de líderes sociales y exguerrilleros tiene alguna conexión con la campaña de desprestigio de la JEP y de la justicia ordinaria y, aunque no quiera pensar así, la evidencia indica que parece que fuera así.

Da la impresión de que existe un plan global de desestabilización, cuyo propósito oculto consistiera en hacer desandar todo lo andado, y desconocer los principales logros de los acuerdos de paz, con el norte de arrasar con todo lo que se le oponga.

Es sabido que la JEP es una especie de espada de Damocles que pende sobre las cabezas de los políticos que, como Álvaro Uribe y otros, han tenido nexos con el paramilitarismo y con los falsos positivos, entre otros delitos graves. Esto explica los motivos que llevan al uribismo a intentar desmontar la Justicia Especial para la Paz.

Y, según los acuerdos firmados, el eje del cambio en el campo es una reforma agraria integral, de tipo democrático, que busca reivindicar al campesinado pobre y mejorar las condiciones productivas, sociales y políticas en el agro.

Una reforma agraria de esa clase afectaría hondamente a los grandes terratenientes que obtuvieron tierra ilegalmente, aprovechando las situaciones especiales del conflicto y, también, a los grupos vinculados a las bacrim y al narcotráfico.

Estas variables parecen estar detrás del ataque a las instituciones, al tratado de pacificación, a los líderes sociales y a los excombatientes de las Farc. Todo lleva a pensar que la Mano Oscura que mata selectivamente se compone de la misma gente que ha dicho en público que destrozará los acuerdos de La Habana, sin importar las consecuencias.

Y las consecuencias ya se están viendo: un plan orquestado de asesinatos selectivos, como en la época de la Unión Patriótica, y un saboteo sistemático de todo lo que quedó de los acuerdos.

Lo peor que le ha podido ocurrir al país es el ascenso al poder del uribismo. El odio y la revancha se convirtieron en política de Estado. En ese contexto, lo único que cabe esperar es que siga el río de sangre.