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Pensar nuestro mundo en tiempos de  pandemia

El concepto de coyuntura en la Historia resulta ser de una marcada relevancia. Las coyunturas son hitos, momentos que pueden identificarse claramente en un espacio y en una fecha determinada y que son tremendamente sensibles para las mismas personas que los están viviendo. Se asume que no es un momento cualquiera, que la evolución (más estructuralista por lo demás) de un giro vertiginoso  (revoluciona) y que facilita su diacronía, es decir, las personas saben, sienten y reaccionan ante un momento histórico que tiene características distintivas y relevantes. La mayor parte de los conceptos propios de la Historia son anacrónicos, es decir, surgen con posterioridad, sus contemporáneos no fueron sensibles (a veces por la misma imperceptibilidad de los fenómenos) a sus principales características y requirieron de un proceso histórico de tiempo largo para definirlas.

Esta discusión no deja de estar en el meollo mismo de las discusiones historiográficas y, que sin duda, se hacen más relevantes en un mundo en donde la novedad (“¿quién lo dijo primero?”) y el presentismo en el que vivimos han generado un gran interés por las teorías anticipatorias. Los historiadores estructuralistas piensan que la debida distancia con los hechos históricos es un elemento fundamental para construir un relato coherente que no se vea afectado por los sentimientos y las emociones que inundan con mayor facilidad las narraciones coyunturalistas que pueden apasionar, generar una adhesión social muy fuerte (amparada en el mismo clima coyuntural) pero que pocas veces logran disponer de la coherencia temporal necesaria que les permita mantener su aporte en el tiempo.

Desde este mismo contexto la experiencia histórica impone interrogantes que defienden posturas distintas. Hay algunos que plantean que, sin convertir a los historiadores en pronosticadores del futuro, tienen tal consciencia de la sociedad en que viven, logran disponer de una amalgama más abigarrada de elementos en su relato que podrían anticipar algunas orientaciones del proceso histórico, no los caminos específicos por los cuales se puede llegar a ellos. Plantean que es tanto lo que se une, tanto lo que está en estrecha interdependencia que con cierta claridad se puede al menos llamar la atención de la comunidad de hacia dónde apuntarán nuestros derroteros. Coinciden, en su mayoría en que lo que no se puede manejar, lo que resulta claramente imprevisible es la fuerza vital con las mujeres y hombres reaccionarán en un momento y ante determinadas circunstancias históricas.

Aquellos, por el contrario, que creen que el rol del historiador debe centrarse en la defensa del pasado, no por el pasado en sí mismo, sino más vienen impedir su destrucción, o mejor dicho, de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores, por lo que el rol fundamental de los historiadores no es de carácter anticipatorio, sino que su tarea consiste en recordar  lo que otros olvidan (Hobsbawm) y es, en ello mismo en donde adquiere mayor trascendencia, en especial en una sociedad que se empeña por destruir el pasado. Es ese pasado que debe elevarse como punto de referencia de nuestra experiencia vital tanto pública como privada.

Pero en la sociedad del espectáculo y del consumo en la que estamos viviendo, en donde la primicia (no sólo en el mundo periodístico) adquiere un valor económico, no faltan quienes se ven seducidos por las generosas coyunturas del momento para “vender” sus predicciones. No fueron pocos los historiadores e intelectuales que han hablado del fin de la Historia en términos dialecticos (Hegel, a principios del siglo XIX; Kojevé a principios del siglo XX y Fukuyama a fines de la centuria anterior); muchos que adquirieron notoriedad después de la Crisis Económica de 1929 y que auguraron el fin del capitalismo e incluso revivían la máxima marxista de que el modelo de corte liberal llevaba en sus entrañas el germen de su autodestrucción; o aquellos que tras la caída de la Unión Soviética en 1991 aventuraron un futuro Estado homogéneo universal y por ende la destrucción de cualquier modelo alternativo al capitalismo.

No resulta ser de mi interés defender una visión historiográfica sobre otra, sino reconocer que las coyunturas, que algunos relacionan con el concepto de crisis, generan muchas veces las condiciones para que diferentes  sensibilidades se expresen sobre las repercusiones que se experimentarán en las más variadas dimensiones en las que se mueve el sujeto histórico. Y como esta acción requiere de una cuota interesante de sensibilidad, los aportes no vienen sólo del mundo de la Historia (que tampoco puede arrogarse la exclusividad al respecto), sino que intelectuales, filósofos, poetas, psicólogos, sociólogos, en fin,  de todos aquellos que se ven, por la vertiginosidad del momento, motivados, impelidos y hasta seducidos por la necesidad de pensar la crisis, pero no olvidemos, en tiempos de crisis.

Pensar el mundo en tiempos de Pandemia de Coronavirus resulta ser muy motivante para los intelectuales de diferente cuño. Las estadísticas nos hablan de millones de personas contagiadas en el mundo, un porcentaje relativamente alto de la población mundial en cuarentena, temor por la cantidad de muertos (más allá de que las cifras oficiales sean más o menos reales, pensemos en el caso Chino),  en una etapa de muertes y  contagios que afectan a personas anónimas y otras de cierta o relativa figuración social (la Historia demuestra que si algo nos sensibiliza a los seres humanos es la cercanía a la muerte, piénsese en los períodos posteriores a las grandes pestes y pandemias, a las crisis económicas o los más destructivos conflictos bélicos). Todo lo anterior reforzado por un mundo interconectado que funciona en tiempo real, con un acceso a todo tipo de información (desde los documentos oficiales que se difunden por las redes sociales y hasta información que, más allá de su dudoso origen, no deja de impactar). El accionar errático de muchas de las más influyentes autoridades mundiales Trump, Bolsonaro y Johnson, (por nombrar sólo algunos ya que en la escala nacional y local debemos tener nuestros propios referentes al respecto), tampoco deja indiferente a una comunidad que, en su mayoría convive sensibilizada (y por qué no decirlo,  sobre sensibilizada) con una minoría que, al parecer con poco fundamento, ha expresado a través de una actitud desafiante o indiferente su incredulidad ante la emergencia (no quedarse en la casa, no respetar los Estados de Excepción, no usar mascarillas, no conservar la distancia, en fin).

Los agoreros y futuristas  han llegado a expresar que esta crisis tendrá consecuencias económicas tan devastadoras que afectará de manera fundamental las estructuras económicas que se habían instalado a escala planetaria, los procesos de apertura económica serán revisados por prácticas más proteccionistas y, en el plano de las economías locales, con una presencia más poderosa del Estado ya que, la Pandemia, ha desnudado las falencias de un modelo que funciona en condiciones de normalidad pero que se olvida de sus principales fundamentos ideológicos cuando el mercado resulta ser ineficiente y hasta irresponsable para enfrentar sus consecuencias de esta crisis sanitaria.

Desde el punto de vista de la dimensión política e ideológica no son pocos los que creen en el renacimiento de un Estado Nación más empoderado (que ha sido fuertemente debilitado por la globalización y la internacionalización de la vida, ya no solo de la economía) y que asume un rol significativo en el resguardo de sus habitantes. Si creemos en las estadísticas entregadas por China y las complicaciones que se han expresado en Europa, pareciera que un modelo basado en un modelo más autoritario, con un Estado de Derecho que restringe muchas de las garantías y derechos ganados a través de la Historia, resulta más efectivo para enfrentar la delicada situación que hemos vivido.

Desde el mundo de las relaciones sociales, el individualismo exacerbado que ha impuesto el modelo dominante, con un desprecio por el otro y la preocupación dominante de mis deseos (ya no necesidades) entrará, dicen algunos en una etapa al menos de reflexión, y dada la experiencia es imposible pensar que en esta Pandemia nos podemos salvar solos, ya no depende de cuántos recursos dispongo, mi actitud irresponsable o la de otros, puede poner en peligro a muchos y por ende el pacto social se debería reconstruir sobre la base de las banderas olvidadas de la solidaridad, la comunidad, el  respeto y el compromiso.

También hay visiones menos rupturistas y que plantean (muy al estilo de la Historia de Occidente) que son los valores que están detrás del modelo de sociedad los que deben sostener las estructuras más allá de  la situación de crisis que estamos viviendo. El Estado de excepción no debe ser la normalidad; la renuncia a los derechos y garantías ganadas pueden suspenderse pero no alterarse definitivamente en sus bases; es imposible, en la Historia larga reemplazar la razón Occidental como el fuego orientador de nuestras principales luchas y reivindicaciones; el virus puede mandar a tratamiento intensivo al capitalismo pero no lo matará, en definitiva la crisis viral será sólo un amago de revolución (como tantas otras en la Historia) y cuando la normalidad vuelva (si es que vuelve) seguiremos con nuestras vidas, para algunos confortables y para otros manteniendo las luchas y esperanzas reivindicativas.

No se trata aquí de predecir el futuro, pero la sensibilidad del momento que vivimos, como dice el profesor  Jorge Peña Vial, de la Universidad de Los Andes de Chile, nos exige ponernos a pensar.