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México y López Obrador

México es uno de los países más complicados de Latinoamérica. Con desigualdades terribles entre el campo y la ciudad, con pobreza y miseria rampantes, una corrupción privada y pública muy visible y una violencia desenfrenada, de la mano de las bandas dedicadas al narcotráfico, especialmente.

De acuerdo con el índice o coeficiente de Gini (que sirve para medir la desigualdad en los ingresos y en la apropiación de los activos físicos y financieros, donde 0 marca ausencia de desigualdad y 1 la máxima desigualdad), México sigue siendo uno de los países más desiguales de toda la región.

Según datos aportados por la Cepal en el año 2016, la concentración de la riqueza (activos físicos, financieros y otros) es altísima en México, ofreciendo un coeficiente Gini de 0,79. Las dos terceras partes de la riqueza total están en poder del 10% de las familias, y el 1% de estas últimas concentra un tercio de la riqueza nacional.

Esa desigualdad extrema en la posesión de la riqueza se expresa también en el nivel de ingresos. En esta materia, el coeficiente Gini arroja cifras por encima del 0,45 por ciento, que es considerado escandaloso por la ONU en cualquier país donde se presente.

El coeficiente Gini por ingresos es mucho más elevado en las regiones con menor desarrollo económico en México, donde pequeñas élites concentran los mayores ingresos, en tanto que las grandes mayorías se debaten en la pobreza extrema o en la miseria, por tener ingresos muy bajos o por carecer de ellos.

En resumen, México es uno de los países más desiguales de Latinoamérica y, por lo tanto, más propenso a la conflictividad social o a que la población asuma vías extremas para salir de la pobreza, como ocurre con la delincuencia común asociada al narcotráfico.

En materia de violencia, este país está entre los tres más peligrosos de América, al lado de Colombia y Venezuela. La violencia está directamente conectada con el narcotráfico y con la corrupción. En un ambiente así, la inseguridad es muy alta para todos los sectores sociales.

De acuerdo con datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, entre los factores que inciden sobre la violencia están la corrupción y los vínculos de los funcionarios oficiales con los carteles de la droga; la guerra contra las drogas, que ha militarizado la sociedad mexicana; las autodefensas, que ayudan a incrementar el uso de la fuerza y la solución de los problemas por vías ilegales, entre otras causas.

Las empresas privadas de seguridad, la desigualdad social y los miembros de las bandas criminales ayudan a incrementar la inseguridad, el número de asesinatos (donde cabe incluir periodistas, políticos y miembros de la fuerza pública) y hasta la impunidad, pues en un contexto tan abigarrado y tenebroso es muy difícil que la justicia actúe sin correr altos riesgos. Por esto, no sorprende que el 98,8% de los casos asociados al clima de violencia ocupen la casilla de la impunidad.

En un país como este, plagado de desigualdades y con las mafias más belicosas del continente, acaba de ganar la presidencia Andrés Manuel López Obrador, un político de izquierda que obtuvo el apoyo popular ofreciendo trabajar para los más pobres.

Como es apenas normal, López Obrador centró sus ofrecimientos de campaña en el ataque a la desigualdad, en la ampliación de las oportunidades para los sectores bajos y medios de la población y en el desarrollo de una economía más incluyente, atacando la excesiva concentración de la riqueza.

Particular énfasis hizo como candidato en combatir la corrupción, una plaga que drena muchísimos recursos públicos y que afecta la prestación de servicios públicos claves, como educación, salud, agua potable y electrificación, por mencionar los más relevantes.

Dura será la tarea de este presidente para sacar a México del pantano en que se encuentra. Y no le bastará con tener un gran apoyo en las instituciones de elección popular para coronar sus principales metas, pues deberá enfrentar a los grupos de presión tradicionales asociados al gran capital, que no le son afines.

Así mismo, cuando empiece a pisar los callos de los corruptos enquistados en el poder, le lloverán rayos y centellas y estará expuesto a toda clase de complots de aquellos a quienes ha dibujado como sus enemigos.

Otro gran reto del gobierno AMLO será el del enfrentamiento a las mafias del narcotráfico, a la economía ilegal de las drogas y a las secuelas de violencia, inseguridad e impunidad asociadas con un comercio que descompone a todos los estratos sociales, y que golpea muy duro a la juventud.

El ambicioso programa de López Obrador deberá soportar fuertes presiones contrarias dentro del propio Estado, de la economía privada capitalista, de las mafias narcotraficantes y de unos ingresos públicos que, quizás, resulten insuficientes para superar tantos problemas.

Queda por ver si AMLO podrá cumplir sus promesas de convertir a México en una sociedad menos desigual, con más oportunidades para todos, donde la violencia y la inseguridad bajen hasta su mínima expresión y donde los factores que motivan la guerra se reduzcan o desaparezcan bajo el imperio de la ley.

Queda por ver, también, si su campaña central contra la corrupción rinde frutos, poniendo a buen recaudo a los ladrones de cuello blanco. Y si el dinero que pasa a los bolsillos de esos delincuentes, ahora se puede destinar a mejorar la vida de las mayorías, como lo ha prometido este presidente de izquierda.

Un país tan importante como México merece que a este presidente bien intencionado le vaya bien, que logre mejorar las herramientas oficiales para atacar los problemas, y que cuente con el apoyo requerido para sacar a la mayoría del pueblo mexicano del estado de zozobra en que vive desde hace décadas.

Esto es lo máximo que se le puede pedir, debido al tamaño y a la complejidad del reto. Buena suerte y buena mar, señor presidente de todos los mexicanos. Que el pragmatismo y la serenidad le iluminen el camino.