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Los protocolos sociales del buen historiador

Un protocolo social es un conjunto de reglas o normas que rigen el comportamiento de los individuos y los grupos en una sociedad dada. Algunas de esas reglas suelen estar escritas, pero la gran mayoría se forjan al calor de la convivencia, y viajan en el vehículo de las tradiciones.

Tales normas escritas o de tradición oral se expresan a través de la conducta, del comportamiento, y se relacionan con el respeto al otro, con la cortesía y, por este motivo, están conectadas con las actitudes morales o éticas. El espacio de expresión del protocolo social es muy amplio, pues este se manifiesta en las disciplinas académicas, en la política, en el trato corriente, etcétera.

Dichas formas de actuar suelen trabajarse en la educación formalizada, pero se relacionan con la cultura simbólica general de un pueblo, la cual se procesa de manera más libre, en la interrelación entre las personas, entre los padres y los hijos, los maestros y los discípulos, los ancianos y los jóvenes…

Esos protocolos sociales, internalizados en cada quien, son los que predeterminan el comportamientos adecuado en la mesa, en el trato respetuoso hacia todos, en la cortesía del saludo de manos, no solo en las altas esferas de la sociedad, sino en cada uno de los estratos que integran la civilización (Ver: Nobert Elias, El proceso de la civilización).

En el campo académico, tales protocolos sociales se combinan con los que aparecen, de manera espontánea o reglada, en cada disciplina. El debate académico o científico se ha establecido, a lo largo de los siglos, siguiendo unas formas de proceder que son respetadas, tácita o explícitamente, por los pares, que los siguen para elevar la calidad de las discusiones.

En el terreno de la historia, la crítica intersubjetiva (o debate argumentado) es fundamental para mejorar la calidad de los conocimientos, y para establecer firmemente los saberes, de modo parecido a como ocurre en las demás disciplinas científicas. Sin este protocolo resulta muy difícil el avance científico, es decir, la acumulación (sedimentación) o rechazo de las teorías explicativas.

Pero esa crítica entre los historiadores debe tener una forma de funcionar especial para que resulte efectiva. No debe estar basada en ninguna clase de falacia, sobre todo en la falacia ad hominem. Esta falacia se presenta cuando el crítico, en vez de atacar los argumentos, se inclina por destrozar a la persona que los produce.

Lo único que se debe batir mediante esta forma de desarrollar los saberes son las ideas, las conclusiones, los asertos, las argumentaciones de los historiadores. Es de mal recibo que alguno de los debatientes se dedique a despotricar de otra persona, olvidando lo que realmente interesa en ciencia: someter al fuego de la crítica los resultados de la investigación, al estar o no de acuerdo con ellos.

Esa crítica intersubjetiva debe ser rigurosa y seria, y siempre debe apoyarse en buenos argumentos, construidos a partir de las teorías elaboradas y de las fuentes, que sirven como una especie de base probatoria de los asertos o conclusiones de investigación.

Como en todas las demás ciencias, en el campo de la historia deben evitarse las simples opiniones que no resultan de la investigación exhaustiva; esta última emplea un sólido acervo documental, del cual se extraen los indicios para construir los discursos históricos.

Es decir, la crítica histórica no es el resultado de la simple capacidad especulativa de quien la hace, ni del deseo de figurar o adquirir renombre confrontando sin fundamento los saberes ya construidos, sino que debe seguir el cauce de los argumentos bien fundados en pruebas (las fuentes), con la idea de desmontar errores, mitos, falencias o de cubrir vacíos, siempre en el marco del protocolo del respeto hacia el par cuya obra se somete al escrutinio crítico.

Lo que hay que despellejar mediante la crítica son las ideas, los argumentos y las conclusiones de investigación, nunca a la persona que los emite. Y el objetivo de la crítica intersubjetiva no es noquear al otro, como si se tratara de una pelea de boxeo, sino hacer progresar los conocimientos históricos, mediante el diálogo inteligente, razonado, y siempre sustentado en buenas pruebas.

La ciencia y la historia han progresado hasta ahora utilizando el potro de la crítica bien fundamentada. El buen historiador suele respetar el protocolo del debate realizado con altura, sin estridencia o grosería, atacando o defendiendo los saberes bajo las premisas del rigor y la razón.

Debatir científicamente es una de las más importantes tareas del historiador, siempre dentro del supuesto de hacer avanzar los conocimientos, ya sea confrontando los asertos construidos, o al aportar nuevas síntesis científicas; para efectuar este trabajo con eficiencia no es necesario desaforarse, ni salirse de la ropa.

En muchos casos, salirse de la ropa no es sinónimo de fortaleza conceptual, sino de debilidad e inseguridad. El grito, la altisonancia y la patanería son los principales enemigos de la mesura y la razonabilidad, dos cualidades que siempre acompañan al buen historiador.

En la discusión histórica, lo más importante no es alzar la voz sino mejorar la calidad de los argumentos. Los buenos argumentos, elaborados con rigor y pruebas irrebatibles, derrotan siempre al ruido de los charlatanes.