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Latinoamérica, democracia y movimientos sociales

Los hechos de violencia que se han vivenciado en Bogotá en los últimos días y que tienen relación con la los actos de protesta por la muerte de un ciudadano a manos de la policía, nos lleva pensar muchas de las situaciones que se han vivenciado en América Latina desde hace un par de años.

Es difícil creer que actos relacionados con violencia policiaca, como también las situaciones de las más variadas manifestaciones sociales que han alterado la forma de hacer política en las últimas décadas y que parecen estar haciendo crisis en los últimos años, sean sólo una cuestión reciente en nuestro continente, muy por el contrario la pobreza, la exclusión, la desigualdad y la discriminación son elementos estructurales de la realidad latinoamericana y que han sido diagnosticadas, por estudios responsables, desde hace más de un siglo y que nuestra Historia se encargado de visibilizar.

Si queremos escudriñar en los elementos que preocupan de la situación actual en la que muchos movimientos sociales se han expresado con fuerza, lamentablemente muchas veces no exentos de violencia, es importante tratar de contextualizar en torno a una sociedad moderna que se ha instalado sobre una crisis permanente. El fenómeno de la globalización, con su tendencia a la socialización de los acontecimientos, nos hace vivir en un contexto en que el cambio se nos hace permanente. Piensen, para cada uno de nuestros países, ¿cuándo fue la última vez que no estuvimos en crisis? O ¿podemos ser capaces de diferenciar una crisis de otra?, es decir, ¿Tuvimos consciencia del espacio temporal que una crisis se separa de otra?, o también, ¿podemos diferencias las causas más profundas de una situación crítica con respecto a otro evento similar?

Por lo menos a mí me cuesta mucho responder estas preguntas, parece que la crisis se ha instalado y que las mismas parecen ser multicausales y, por lo demás, favorecen la adición de otras y variadas reivindicaciones, que ponen en tela de juicio nuestra inteligencia para resolverlas y qué decir de anquilosas instituciones políticas que parecen entender poco o nada de la realidad sociológica de estos fenómenos. No es por complejizar más algo que para mí entendimiento ya es complejo, pero pensemos que en la era de la Aldea Global, de la supercarretera de la información, de las feak news y de la excesiva socialización de los acontecimientos, la conciencia individual ha dado paso al desarrollo de una conciencia colectiva, por lo que parece que los estados de ánimos se transmiten también por las redes sociales y provocan situaciones de conflictos colectivos que son mucho más complejas de entender y qué decir, de tratar de enfrentar y solucionar.

En esta etapa de la modernidad (como la quieran llamar, modernidad tardía, posmodernidad, en fin) parece que vivimos en una sociedad en crisis que, utilizando el lenguaje marxista, se refiere a una cuestión estructural de las sociedades modernas y no coyuntural. No es fácil entenderlo ni si quiera desde el sentido del lenguaje, es decir, la crisis, sinónimo de cambio para Karl Jaspers, se ha convertido en una permanencia. Es decir, la crisis llegó para quedarse.

Dándole continuidad a la reflexión anterior podríamos afirmar (no sé con qué certeza me permito afirmar esto) que la sociedad de la modernidad tardía no es capaz de instalar los ideales ilustrados de la seguridad, el control, el progreso, la certidumbre que nos otorgaría la ciencia y la tecnología. Muy por el contrario, la sociedad actual se mueve de manera permanente en la incertidumbre, el miedo, el desasosiego, el riesgo.

La situación nos pone en un estado de conflicto permanente  que nos interpela a preguntarnos ¿cuán preparados estamos para vivir en ella? ¿Cómo enfrentamos la vorágine de transformaciones, acontecimientos y conflictos que inundan nuestro diario vivir y que ponen en conflicto a nuestras familias, nuestras comunidades? Sin duda que la misma conflictividad de las posibles respuestas a estas preguntas nos llevan a profundizar la incertidumbre.

Una breve revisión de lo sucedido en América Latina en 2019, sin considerar la situación de Pandemia que nos tiene como una de las regiones del mundo más afectada,  nos puede dar luces al respecto. Me permito hacer una breve y básica enumeración:

En México las marchas feministas y la condena a la inacción del presidente López Obrador ante la violencia e inseguridad, mezclada con el narcotráfico y los antecedentes de corrupción; en Haití importantes manifestaciones que piden la dimisión de presidente Jevenel Moïse; En Puerto Rico protestas tras la filtración de comentarios sexistas y homofóbicos en el grupo de Telegram del presidente Ricardo Roselló; en Nicaragua, manifestaciones en contra de la reforma del Seguro Social del presidente Daniel Ortega y de las graves acusaciones por violaciones a los derechos humanos de la “familia gobernante”; Venezuela inauguró el año con una crisis presidencial que movilizó a los gobiernos de derecha de la región a presionar externamente ante la crisis humanitaria en el país, que acrecentaron la conflictividad interna entre partidarios de gobierno y oposición, con “dos poderes ejecutivos” que reclamaban legitimidad; en Colombia, descontento por las políticas económicas del presidente Iván Duque y la gestión por el acuerdo de paz con las FARC; en Brasil, rechazo a la política y recortes presupuestarios del presidente Jair Bolsonaro y también marchas en apoyo del gobierno; en Ecuador, rechazo a las medidas económicas del Presidente Lenin Moreno y juicio al ex presidente Rafael Correa; en Bolivia, crisis institucional tras las oscuras elecciones presidenciales, posterior renuncia de Evo Morales y nombramiento interino de Jeanine Áñez; en Chile, protestas por el aumento del valor en el pasaje del metro y el surgimiento de un estallido social inédito que facilitó la incorporación de una serie de  peticiones ciudadanas que se integraron en la necesidad de un proceso de renovación constitucional.

El listado es sin duda revelador, no sólo de la variedad de las causas de las movilizaciones, sino que también, en un análisis más profundo, darnos cuenta que los estallidos sociales facilitaron las condiciones para que otras reivindicaciones latentes se expresaran o, para algunos, aprovecharan las circunstancias generadas para dar sentido a sus críticas y propuestas.

La situación no resulta fácil de enfrentar y menos para aquellos que crecimos configurando un canon político muy distinto al que hoy se instala. Las generaciones de más de 50 años fuimos educados en una lógica ciudadana en que el orden era supervalorado como elemento fundamental para avanzar y favorecer el desenvolvimiento sano de una sociedad y el crecimiento del país. Consciente o no, así nos educaron en nuestros colegios y liceos, ése fue el discurso oficial en muchos países latinoamericanos en donde las demandas y reivindicaciones sociales fueron interrumpidas por dictaduras cívico militares que se vanagloriaban de restablecer el orden como el logro más importante de sus administraciones, al nivel de que muchos llegaron a justificar las horrorosas violaciones a los derechos humanos como una externalidad negativa pero necesaria.

La situación actual nos enfrenta a una realidad nueva pero no completamente asumida, se ha teorizado en torno a ella, pero no se han visto influenciadas nuestras estructuras políticas, institucionales y sociales que permitan instalarnos con consciencia en esta nueva realidad. En primer término hoy nos encontramos insertos en una democracia muchos más compleja, una democracia en que su eficiencia no está determinada únicamente por el orden y la estabilidad política y en que la ciudadanía debía, respetuosamente y por los mínimos espacios de una democracia puramente electoral, esperar que la clase política profesional y las instituciones funcionaran para enfrentar los graves problemas sociales. La calidad de una democracia hoy agrega aspectos económicos, sociales, culturales y cosmopolitas y a reconocer la relevancia de cada una de las instituciones intermedias de la sociedad, familias, empresas, hospitales, universidades, sindicatos, escuelas, liceos, iglesias, medios de comunicación, como lo plantea Adela Cortina,  en espacios de participación política  que tienen la capacidad de generar no solo riqueza material, sino también social y moral; no solo capital físico, sino también capital social y capital ético, sin lo que, a juicio de la destacada escritora española, no prosperan las naciones en este mundo actual.

En segundo término, nos encontramos ante una nueva forma de mirar los Derechos Humanos. Si bien es relevante destacar las fuentes materiales que los justifican históricamente, hoy resulta fundamental entenderlos desde una lógica emergente. Lo anterior no está alejado de los aspectos fundamentales de sus más de 70 años de tradición en la legislación internacional, cuando se plantea su análisis generacional que lleva implícito su carácter reivindicatorio.

La diferencia es que aquello que estudiábamos con cierta distancia histórica, por ejemplo, los derechos de primera generación con las revoluciones liberales de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, o los de segunda generación con la Revolución Social Rusa de principios del siglo XX. El análisis hoy dejó de tener esa distancia, hoy la emergencia de los Derechos Humanos es una realidad del día a día, los actos emancipatorios y reivindicativos  son cotidianos. Por lo mismo nos sucede que muchos no alcanzamos a tener conocimiento  de todas las reivindicaciones que se están instalando y menos de comprenderlas en su complejidad, por una lógica relación entre el número de reivindicaciones siempre emergentes y crecientes y la disminución significativa de tiempo en que se expresan e instalan.

El panorama descrito puede resultar hasta una irresponsabilidad de mi parte, ya que siempre es más fácil hacerse cargo, como decía un querido profesor, de “la problemática más que de la solucionática”. Pero en esta columna me interesa compartir una reflexión para que, siempre y cuando el tenor de ella  establezca sentido, nos permita generar espacios para discutir al respecto. A mi parecer, y espero que sea el aporte de una nueva opinión, las estructuras institucionales sobre las que se organiza nuestra sociedad requieren de nuestra más profunda preocupación.

Cuando me refiero a las instituciones estoy hablando de ése mundo de la cultura que ha buscado generar estructuras a partir de las cuales podamos enfrentar nuestras más genuinas necesidades, es decir, la lógica demandaría que realicemos una reflexión sería de todas las instituciones que tenemos entre la familia y el Estado (e incluso más allá del Estado en este mundo global), no con una lógica refundacional, que niegue sus aportes más significativos, sino de una necesaria actualización hacia una forma de funcionar nuestra sociedad que demanda cada día más y más  y de manera urgente y permanente.