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La vida en tiempos del coronavirus

La batalla que libramos contra la más grande pandemia de los últimos cien años nos ha cambiado la vida. Desde las cosas ínfimas, hasta el auto-aislamiento que ha decidido la sociedad, por encima de la guerra de egos y poderes de sus mandatarios.

 Las redes ya no se incendian como antes entre insultos de uribistas y petristas. Los escándalos de corrupción también quedaron “en cuarentena” porque los medios invierten toda su programación contando historias del virus y sus estragos en el mundo.

Hasta la reconocida afabilidad de los costeños ha cambiado. Ya no te abrazan, te palmean la espalda o te chocan sonoramente las manos. Ahora, con torpe diplomacia, evitan saludar y los más efusivos solo hacen una señal con el dedo gordo de la mano . Ya los hombres no se desploman en el sofá frente al televisor para ver al fútbol, pues la pandemia lo ha suspendido en casi todo el mundo. Hoy la crisis de salud nos ha obligado a vivir cada segundo con los que queremos más tiempo de calidad.

La vida en los tiempos del coronavirus parece reivindicar aquello que el escritor cubano Felix B. Caignet puso de moda hace más de sesenta años: los ricos también lloran, que fue el nombre que adquirió su obra original “El derecho de nacer” al ser adaptada en melodramas venezolanos y mexicanos.  Y es que esta pandemia se ha ensañado especialmente en los países más ricos y desarrollados. China, Japón, Italia, Francia, España, Alemania, Inglaterra, Corea del Sur, Estados Unidos, entre otros muchos, han sido golpeados duramente por el virus. Paradójicamente, hasta la fecha, países en vías de desarrollo presentan pocos casos y escasas muertes.

Esta pandemia nos ha obligado a re-aprender. La última de catastróficas proporciones fue “la gripa española” entre 1919 – 1920 que mató a más de 50 millones de personas en todo el mundo. 

Pero si buscamos un destello de luz en la oscuridad, podemos decir que esta crisis de salubridad mundial que estamos viviendo nos ha vuelto a reunir como familia. Hoy hemos vuelto a sentarnos con nuestros hijos para leer un cuento o hacer las tareas; a dialogar  con nuestras parejas; a desempolvar los juegos de mesa; a explorar intrépidas recetas de cocina; a olvidarnos si somos uribistas, santistas o petristas. A volver a acordarnos que hay un Dios al que ahora desesperados acudimos y al que le imploramos que le dé luces a nuestro Presidente para que adopte más y mejores  medidas.

Pero también es la época del avivato. Del especulador. Del comprador compulsivo que adquiere insumos en grandes proporciones impidiendo que otro pueda adquirirlo. La pandemia saca lo mejor de nosotros. Es cierto. Pero también lo peor: el martes en un supermercado de Barranquilla fui testigo de como tres “señoras” casi se van a los golpes peleando las dos últimas cajas de huevos que estaban en un estante y como familias violaban prohibiciones al realizar fiestas multitudinarias sin control alguno. Denuncian que un contagiado por el coronavirus que llegó de España, acudió a una fiesta donde estaban más de 500 personas. Otro se escapó de su cuarentena en Bogotá y terminó recorriendo el centro de Cartagena esparciendo el virus.

La pandemia está dejando cada día historias antes inéditas. Héroes de batas y estetoscopio que arriesgan su propia vida para salvar la tuya. Maestros que se reinventan para llevar la educación a través de la tecnología digital. Empresarios que apoyan el teletrabajo y ciudadanos responsables que saben que el éxito para la contención de la epidemia es quedarse en casa.

El coronavirus también nos deja ciudades desoladas en las horas pico; colegios y universidades sin estudiantes; estadios sin público ni jugadores; museos, parques, cines, restaurantes y centros comerciales desiertos como si se aproximara el apocalipsis. Empresarios en riesgo de quiebra y rebuscadores profesionales que sobreviven a costa de la tragedia.

Pero también, en medio de todo, existe una comunidad que se ha tomado las redes para incentivar, motivar, advertir, enseñar, aleccionar e informar a la comunidad que lo mejor es quedarse en casa y seguir las medidas que aconsejan los protocolos de salud.

La sociedad, en medio de la incertidumbre, y caminando por senderos desconocidos, se ha vuelto más sensible. Pero a la vez más desconfiada. Más generosa, pero así mismo  más acaparadora. Más solidaria; pero también  más lejana con el otro. Contradicciones lógicas en medio de un fenómeno jamás antes vivido.

Estamos escribiendo la historia de sobrevivir con el dólar a más de cuatro mil pesos y con un incremento notable en el costo de vida; Sobreviviendo en medio de reducción de empleos y cierre de empresas. De sectores que caminan al borde de la quiebra y de otros que hacen su agosto. El coronavirus no solo afecta a las personas a las que toca, sino que también sacude la economía a tal punto, que se estima una aguda recesión en el mundo entero por su causa.

Los diarios de los médicos italianos y españoles que comparten sus experiencias a través de hilos de Twitter ponen los pelos de punta. El artista italiano que pide auxilio para que lo ayuden con el cadáver de su hermana, recostado en su propia cama y la angustia de los médicos que tienen que decidir quienes viven y quienes mueren por falta de respiradores y camas en UCI, nos advierten de la fragilidad humana. Los ciudadanos italianos cantando el himno nacional asomados en sus ventanas cuando el sol se esconde, nos representa el amor por la tierra que los parió y colorea la esperanza.

En medio de la paranoia, del caos, del terror y el dolor, el Covid 19 nos enseña una lección que no debemos olvidar: cuando todos somos uno y cuando deponemos odios, rencores y diferencias en pos de una causa común, podemos volver a creer que un mundo mejor sí puede ser posible. Que la vida es un suspiro y que nadie es inmune a una tragedia de esta magnitud. Nos advierte que no podemos darnos el lujo  de esperar una nueva pandemia, para poder ser mejores personas. Tal vez para entonces, sea demasiado tarde.