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La libertad de pensar en la Uniatlántico

La libertad de pensamiento es un logro importante, obtenido por la humanidad después de muchas batallas a través de los siglos. No se consiguió de un solo golpe, sino mediante complejos procesos que involucraron las instituciones políticas, las normas legales y la concreción de la democracia, entre otros aspectos.

La democracia constitucional moderna ha sido el sistema de funcionamiento social que prohijó el pluralismo, concretó la libertad de pensamiento, la división de los poderes dentro del Estado y los derechos, deberes y libertades individuales y colectivas, fundamentales en todo el planeta desde hace mucho tiempo.

Pero antes de alcanzar ese nivel de desarrollo (imperfecto, en muchos casos, muy distorsionado, en otros, pero siempre perfectible), la humanidad probó de todo, en materia de organización política y social. Desde la antigüedad clásica se conoció la democracia esclavista (muy restringida) y la dictadura o tiranía.

En el medievo europeo se combinó el poder de los reyes y la nobleza con el de la Iglesia, y se crearon sistemas cerrados, autoritarios (y hasta totalitarios) que no soportaban el disenso, y que instituyeron las hogueras para quemar a todos los que no compartían el pensamiento oficial, el de la monarquía y los curas.

Los sacerdotes y los reyes sometieron al escarnio y a la vergüenza a los científicos, a las otras religiones, a todos los opositores, a los indígenas, a los librepensadores y a los pueblos situados más allá de su universo cultural, tratándolos como herejes, infieles o pecadores, para aplicarles la más feroz represión, asida a una intolerancia tenaz que se basaba en la creencia de que eran mejores que “los otros”.

Esa visión religiosa del mundo y de la organización social (con sus reyes absolutos y no absolutos) se empezó a resquebrajar con las revoluciones burguesas de Inglaterra y Francia (en los siglos XVII y XVIII, respectivamente), y fue colocada, poco a poco, en segundo plano, por la fuerza de los desarrollos económicos, legales y políticos de los siglos posteriores.

El saldo de ese proceso complejo hacia una sociedad menos autoritaria deja en el escenario histórico avances y retrocesos, conflictos y muchas injusticias aún no resueltas, pero también una verdad indiscutible, a la luz del saber científico: que el sistema menos malo para organizar la vida colectiva es la democracia, pensada en todos sus múltiples matices.

Y este argumento se refuerza por el hecho de que los experimentos totalitarios (derivados de las teorías de Marx) fracasaron estruendosamente, como lo prueba la experiencia histórica de la extinta Unión Soviética y de China. En ambos casos, murieron la libertad y el respeto por el otro, a nombre de la escatología de la sociedad futura, y la economía estatista resultó muy ineficiente, sobre todo para suplir las necesidades sociales de servicios y bienes de consumo.

Al totalitarismo de izquierda (intolerante, irrespetuoso y arrogante) le acompañó en el siglo XX el totalitarismo de derecha, todavía más limitado como proyecto humano. El estalinismo y el fascismo fueron planteados, en su momento y por diferentes motivos, como la solución de todos los problemas de la sociedad.

La historia, que no engaña a nadie, permite inferir que, al menos como regímenes políticos, los totalitarismos de izquierda y derecha del siglo XX fueron tan o más bestiales que las monarquías del medioevo, y tan rudos y sectarios como las peores autocracias musulmanas contemporáneas.

Hoy asistimos a una remasterización de algunas de las ideas más perversas de esos totalitarismos, en cabeza de la burguesía más rancia y vulgar, y de la ultraizquierda autista, núcleos que son incapaces de aprender de la historia, o cuyos intereses particulares (económicos, ideológicos o políticos) les impide mirar de frente a la realidad.

Los fenómenos nacionalistas, xenófobos y racistas de Europa y los Estados Unidos son una prueba del regreso de tales ideas por el lado de la burguesía (y de los grupos que la siguen), la cual utiliza como vehículos la mentira y la intolerancia, configurando posiciones de ultraderecha que tienen como inspiración la ideología fascista.

La pervivencia del mito del estalinismo (como una salida aparentemente humanística) a nivel global es otra prueba de que ciertas ideas tienen la facultad de la resucitación. Hoy hasta los trotskistas (cuyo jefe fue el peor enemigo de Stalin) han mutado hacia el estalinismo, pues les cuesta entender que las ideas totalitarias de Marx fueron un fracaso completo en el siglo XX, al menos desde el punto de vista económico y político.

En Colombia, los pensamientos remasterizados de la ultraderecha y la ultraizquierda mundiales han revivido, de modo muy especial, como consecuencia del conflicto armado. La guerra abrió heridas difíciles de cerrar, sirviendo de sal y limón para el baño de sangre que aún no cesa, y para la polarización que amenaza con introducirnos de nuevo en el desastre.

Ahora en este país es riesgoso ejercer la libertad y la capacidad crítica contra la ultraderecha o la ultraizquierda, porque no solo corre riesgo la vida (como ocurre con los líderes sociales), sino porque se cierne sobre el crítico lo peor de la violencia simbólica y física.

Si uno se atreve a criticar los métodos y prácticas uribistas, los sacerdotes medievales de ese grupo no lo bajan de guerrillero, terrorista o comunista; y si ataca las barbaridades de la ultraizquierda, lo tildan de reaccionario, corrupto o vendido.

Es decir, el espíritu sectario e intolerante de los curas medievales y de los totalitarios del siglo veinte, sigue hoy en funciones, de la mano de los sectores que no quieren entender que la democracia cooptada por los corruptos y por los neoliberales extremos (viajando en una desigualdad indigna) es inviable; y de la mano de quienes piensan que la utopía sangrienta de Marx nada tuvo que ver con la hecatombe soviética o china, y con el miserabilismo dominante en Cuba.

Lo que ocurre en la Uniatlántico en estos momentos tiene mucho que ver con esas tradiciones perversas que le han hecho tanto daño a la humanidad. Un sector de los estudiantes (apoyado por unos cuantos profesores oportunistas) han cerrado a la fuerza la institución, paralizando todos sus procesos.

El acto de toma se parece mucho a un secuestro pues, en la práctica, esa minoría ideológica le niega el acceso a la mayoría de los estamentos, castrando todos los movimientos misionales, para hacer exigencias. Esta posición exagerada, promovida por el ultraizquierdismo criollo (y por ciertos profesores oportunistas que aspiran a apoderarse de la universidad), no conduce a nada bueno.

Empezando porque esos líderes no platean ningún proyecto moderno de universidad. Y carecen de ese proyecto porque su única motivación es la ideología y la política. La institución no es un partido político, ni puede ser pensada como un partido político donde debe triunfar tal o cual fracción.

La razón de ser de la institución es la academia, es decir, la ciencia, la tecnología, el arte, la extensión, la investigación, el deporte y la alta cultura, entre otros tópicos. Su papel esencial consiste en servirle a las mayorías populares, funcionando como un instrumento de redistribución del ingreso, y como un medio para estimular la movilidad social.

Todo lo que distorsione la razón de ser y el papel fundamental del Alma Mater debe ser criticado por los académicos y por las personas que desean una universidad sólida y de calidad. En este sentido, ver a la Uniatlántico como un botín para la voracidad de los politiqueros y clientelistas de la derecha y de la izquierda, es un problema gravísimo.

La reforma de los estatutos debe intentar crear los mecanismos necesarios para ponérsela difícil a los politiqueros internos y externos que quieran tomarse la institución, convirtiéndola en un botín para conseguir militantes políticos, contratos y poder, como ya ha ocurrido en otras oportunidades.

Lo prioritario aquí es que las cosas marchen bien, y para que marchen bien es pertinente que quienes tengan las mejores ideas o planes lleguen a la dirección. El populismo ultraizquierdista (que quiere elegir a sus amigos para depredar a la universidad) no es viable, y nos puede arrastrar hacia la debacle. En el pasado ya probamos ese populismo, y los resultados fueron catastróficos, pues se incrementó el desgreño interno y aumentó el asalto inescrupuloso al presupuesto.

Los tres grandes males de la institución han sido, históricamente, el clientelismo, la politiquería y la violencia. Contra esos tres grandes males hay que trabajar con decisión y eficacia.

Los poderes externos, que influyen internamente, no solo están para respetar la autonomía, sino para ayudar a garantizar el buen funcionamiento presupuestal, a seleccionar los mejores líderes académicos, y para evitar que conviertan a la universidad en un botín para las agendas oscuras. Esto no es nada fácil, partiendo del sistema político que nos rige, pero hay que hacer el esfuerzo.

Académicos buenos, líderes bien intencionados y sin agendas oscuras, existen dentro y fuera de la institución. Escoger gente capaz, con visión y bien intencionada pasa por negar los métodos clientelistas y politiqueros de la derecha y de la izquierda.

La reforma de los estatutos no puede ser definida por la élite violenta que hoy tiene secuestrada a la institución, sino por las mayorías estamentales, donde es posible encontrar las mejores ideas para implementarla. En esta materia el populismo de ultraizquierda, muy seguramente, nos conducirá al desastre.

La violencia se ha convertido en un problema crónico y de muy difícil solución, por la diversidad de factores que la nutren. La matriz que la define tiene que ver, sobre todo, con las agendas individuales y colectivas que la originan, entre las cuales la más importante es la lucha por el poder, por los cargos y los contratos.

En esa visión que concibe la universidad como un botín a repartir caben grupos de toda la estela política. Pero, haciendo honor a la verdad, el sector principal propenso a emplear la violencia es el que aquí denominamos ultraizquierda populista. Esa violencia ha sido simbólica (como ocurre en todas las grandes guerras) y física.

La violencia simbólica se nutre del odio al otro, del chisme y la maledicencia. La calumnia y el irrespeto a la dignidad de los demás son el principal contenido de los pasquines como “arma de lucha”, los cuales ahora alcanzaron a las redes sociales.

La violencia simbólica, derivada del odio político-ideológico, es uno de los factores que mata la discusión sobre la base de los buenos argumentos, y que elimina la posibilidad de un entendimiento democrático. Es decir, esa violencia suprime lo mejor de la civilización académica, y nos regresa a la ley de la selva.

¿Cómo explicar esa lamentable violencia simbólica que daña tan profundamente la vida universitaria? La explicación es multicausal, y entre sus factores están las personas de mentalidad totalitaria, que no le conceden espacio al pensamiento de los demás.

Esas personas aún están sumergidas en un lamentable sueño dogmático, copiado de los mitos de Marx y Stalin, porque se niegan a mirar hacia atrás con ojos críticos, y están acostumbrados a meter la cabeza en la arena ante los desastres del socialismo real.

El hecho de que los modelos de Marx siempre conduzcan a la represión y a la sangre no les inquieta en los más mínimo, pues eso es un mal necesario según ellos, teniendo en cuenta su sociedad escatológica, y sus ideales supuestamente altruistas.

Es decir, la violencia simbólica que sufrimos al interior de la universidad se deriva de una especie de milenarismo socialista, que convierte a sus portadores no solo en modernos y fallidos salvadores de la humanidad, sino en seres que no respetan la dignidad o la opinión de nadie.

La base de la violencia física está en esa violencia simbólica ya descrita. La papa, la capucha, el tropel, la agresión a quien no piensa como yo, la correteada de opositores con armas blancas, la echada de culebras en la rectoría, el intento de quemar vivo a un celador, etcétera solo son expresiones de esa mentalidad violenta milenarista que domina en algunos agentes universitarios.

Los violentos han convertido el ambiente de la Uniatlántico en una caldera del diablo muy difícil de superar. Y es tan difícil de superar porque ahí no solo actúa el dogmatismo ultraizquierdista, con sus hombres nuevos y sus salvadores de la humanidad, sino muchos jóvenes ingenuos que provienen de los estratos bajos de la región, que están sobrecargados de odio debido a las dificultades que padecen.

Al no contar con amplios conocimientos y al carecer de una sólida formación ideológica, se convierten en caldo de cultivo para reproducir los métodos violentos, y para actuar sobre la base de los mitos decimonónicos que la historia se ha encargado de destrozar, pero que ellos no conocen a fondo y que, muy a menudo, solo los adquieren por tradición oral.

Es duro trabajar adentro para cambiar la mentalidad de la violencia, que es también una secuela de la guerra, de la polarización y de los problemas sociales. Y es muy probable que ese cambio imprescindible no se pueda lograr sin el concurso de los políticos y partidos externos.

Yo creo que lo virtuoso de la protesta estudiantil debería canalizarse hacia la mejoría real de la institución. La violencia no es algo bueno, ni ayuda a resolver ningún problema. La violencia irracional es el principal problema a superar. Esta destroza la academia, la democracia y la libertad interna. Es decir, una de las más importantes causas que no nos dejan progresar está en esa diabólica violencia.

Si el interés no es utilizar a la universidad como instrumento para esparcir ideología, política o para conseguir prebendas económicas, quizás todos quepamos en el mismo barco, es decir, en una embarcación que trabaje por la excelencia para servirle mejor al pueblo.

Y es muy posible que ese objetivo virtuoso nunca se logre de forma inmediata, si no integramos al liderazgo político externo, sobre todo al de izquierda, el cual podría ayudar a enderezar la ruta para beneficio de todos, tanto de los estamentos internos como de la ciudadanía en general.

Porque el dilema de fondo de la Uniatlántico en la actualidad es este: o luchamos todos por una mejor universidad, centrada en la academia y sin negar la libertad para hacer política o ideología, o seguimos inmersos en el pantano de la violencia. No ver ese asunto trascendental es negarse a agarrar la realidad por los cuernos. Ni más ni menos.