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La guerra es siempre el peor camino

A raíz del atentado a la Escuela de Cadetes General Santander, se han abierto otras posibilidades para el presente y el futuro del país. La principal de ellas es la de la continuidad e incremento de la guerra entre el gobierno y el Eln.

Menciono al Eln porque lo más seguro es que ese grupo haya sido el autor del atentado en las entrañas de la policía nacional. Me parece inverosímil la versión del autoatentado del gobierno (o de los cuerpos represivos del Estado), pues las características de la coyuntura no sirven para corroborar una conclusión de ese tipo.

La hipótesis del autoatentado se cae por su peso si se tiene en cuenta las principales variables de la situación actual. ¿Qué obtendría el gobierno con un hecho de esta naturaleza? ¿Beneficia o perjudica al Estado (o al uribismo en el poder) un evento de esa clase?

Es claro que el único rédito para el gobierno sería un aumento de legitimidad (la cual estaba con tendencia a la baja), al decantarse a su favor la mayor parte de la solidaridad nacional por el lamentable acto de guerra.

Pero sería torpe organizar un bombazo de estas características para conseguir algo tan irrisorio, si partimos del supuesto de que la base de apoyo principal del uribismo sigue casi intacta, debido a la polarización que dejó el enfrentamiento con las Farc.

Tampoco es sostenible la tesis de que el autoatentado se organizó para destruir el proceso de paz con los elenos, pues la ultraderecha no necesitaba de algo tan atroz para sabotear ese proceso, tal y como ha venido saboteando y mancillando los acuerdos de La Habana.

La alternativa de un cierre del conflicto entre el gobierno y el Eln se veía estancada (y peligraba) desde antes del bombazo, a causa de que en ese proceso estaban en juego los intereses guerreristas de la ultraderecha y de la ultraizquierda. Ninguno de los dos cedía un ápice, y el gobierno se esmeraba por poner condiciones para no negociar.

En ese contexto, y buscando un presión definitiva, se explica un golpe así por parte de la guerrilla. Un zarpazo mortal que es, también, un mensaje claro: hay capacidad operativa, se le puede hacer daño al corazón del Estado, y lo que se pretende no es solo escalar el conflicto, sino forzar al gobierno a seguir negociando, pero desde una posición de fuerza.

Este es un procedimiento muy común en el marco de una guerra degradada, en la cual los contenientes golpean donde menos se espera (y con singular crueldad), como ha ocurrido en los países árabes, y en todos aquellos lugares en que se busca sembrar el terror a partir de acciones efectivas y muy mediáticas.

Pero lo singular del ataque del Eln no reside en el hecho de que masacró a personas desprevenidas de las fuerzas armadas, sino en que el bombazo lo realizó un suicida, al estilo de los musulmanes radicales o de los kamikazes japoneses.

Esto plantea serios interrogantes para todos. Si el Eln agotó su paciencia para alcanzar un acuerdo de paz con el gobierno, ¿será capaz de proseguir su estrategia terrorista golpeando objetivos militares con el nuevo formato de los militantes suicidas?

Si esto fuera así, y no hubiese ninguna posibilidad de detener el escalamiento de la guerra, el futuro inmediato de la nación sería terriblemente tenebroso. El enfrentamiento, trasladado a los centros urbanos y con acciones suicidas de gran impacto, nos metería de nuevo en el laberinto de miedo de la peor época de Pablo Escobar.

Por esto es necesario intentar lo que ahora parece imposible: que el gobierno no pierda la cabeza buscando venganza, y que la guerrilla piense mejor en la gente que dice representar. Porque la guerra siempre es mucho más dañina que cualquier acuerdo de paz.

El escalamiento de un conflicto degradado, que no respeta a nada ni a nadie, socavará la economía, ahuyentando la inversión y reduciendo las posibilidades de crecimiento. Todo lo que se había ganado, en términos de reducción de muertes y criminalidad, con los acuerdos de La Habana, irá directo al cesto de la basura.

Los resultados del irrespeto de esos acuerdos por parte del uribismo, y la gran cantidad de líderes de las antiguas Farc que abandonaron el proceso, llevan a pensar en un escenario en el cual el Eln, abierto en guerra contra el Estado, podría recoger esas fuerzas descontentas, haciendo mucho más difícil las cosas para el gobierno.

Para completar el cuadro, el escenario exterior no es tan favorable para propiciar diálogos, como sí lo fue en los tiempos de Santos. Duque no enfrenta solo a una oposición armada interna, sino a varios países en Latinoamérica que lo perciben como un alfil de los intereses norteamericanos, dirigidos ahora por el peor presidente posible, Donald Trump.

En un contexto interno y externo como el anterior, es muy difícil que las cosas entre el Eln y el gobierno se recompongan. El militarismo de ultraderecha quizás nunca dé su brazo a torcer, y lo propio hará el militarismo de ultraizquierda. Estos son los dos principales enemigos de la posibilidad de la paz.

La lucha por evitar un escalamiento del conflicto le compete, en consecuencia, a las fuerzas antiguerreristas, comenzando por los partidos y personas que apoyaron la pacificación mediante el diálogo.

De acuerdo con esto, es muy importante que Iván Cepeda, Álvaro Leyva y Rodrigo Londoño hayan tomado la iniciativa, al apostarle con decisión a la paz, a pesar de los bombazos que la ponen en entredicho.

El camino a seguir ya ha sido marcado por ellos, y por las organizaciones sociales que le están pidiendo al gobierno no desistir de la posibilidad de la paz con el Eln. Quienes más sufrirían en un escalamiento del conflicto serían, precisamente, esas organizaciones que le apuestan al cambio pacífico, y los líderes que defienden los intereses populares completamente desarmados.

Todos perdemos con la guerra y todos ganamos con la paz. La violencia siempre es el peor camino posible. Si no lo creen, fijen la mirada en el pasado reciente. La historia enseña que, si se puede, es mejor hablar que poner bombas.