Share:

La ética del escorpión

Existe una fábula muy antigua, conocida bajo el nombre de El escorpión y la rana, de la cual se derivan importantes conclusiones éticas. Ese relato es atribuido a Esopo (el gran fabulista de la antigüedad clásica griega), o a las tradiciones populares africanas.

La historia contada en esa breve narración es la siguiente: Érase una vez una ranita que tenía por costumbre altruista ayudar a cruzar el río a todo animal emproblemado que se lo pidiera. En su resbaladiza espalda habían viajado moscas, mosquitos, orugas, y toda clase de bichos ahogables en las turbulentas aguas.

En cierta ocasión estaba la rana cumpliendo su tarea a favor de la animalidad cuando de improviso se le apareció un escorpión, solicitando ayuda para atravesar el río. De inmediato, volaron a su cabeza toda clase de ideas catastróficas, siempre conectadas con el temperamento asesino y traicionero del alacrán, y con su peligroso veneno.

La ranita se negó repetidas veces a transportar al peticionario a través del río, por temer siempre lo peor. Pero el alacrán insistió tanto, y planteó argumentos tan convincentes, que la futura víctima no tuvo más alternativa que acceder a su requerimiento, convencida de que no ocurriría nada mortal.

En consecuencia, el peligroso escorpión se encaramó en el lomo resbaladizo de la ranita, y de inmediato emprendieron la faena de atravesar las turbulentas aguas. Todo iba a pedir de boca para los intereses de la rana hasta promediar la totalidad del viaje. Pero, de repente, sucedió lo inesperado:

Sin mediar palabras, el feroz alacrán le propinó a la indefensa rana una salvaje picada que acabaría con los dos animales. Antes de hundirse en las oscuras aguas, la rana alcanzó a gritarle al incontenible escorpión: “Otra vez lo hiciste. ¿Por qué me picaste?”.

Conturbado por la futura muerte y ante la pregunta de su víctima, el asesino masculló: “Tú sabes: no puedo evitarlo: está en mi naturaleza ser un victimario y hacer el mal”. El fabulista entresaca de su relato la siguiente moraleja:

Está en la condición del ser humano la posibilidad de escoger el camino del mal o del bien. Es cierto que la cultura predetermina qué es bueno y qué es malo, y que las opciones de lo altruista (positivo) o de lo egoísta (negativo) se forjan dentro de esta.

Pero la moraleja de la fábula va mucho más allá, y nos remonta a una vieja discusión que ha ocupado las mentes de los mejores filósofos y psicólogos: ¿Qué es más determinante en la formación del comportamiento considerado bueno o malo?: ¿La cultura, la sociedad? ¿O la constitución orgánica del ser?

De la fábula de Esopo se desprende que existe una condición natural en el alacrán que predetermina su ética. Es decir, ese animal mata y hace daño porque no puede evitarlo, porque eso viaja en sus genes, está en su naturaleza. La idea del fabulista conduce a reflexionar sobre un problema que también se observa entre los seres humanos.

Desde la antigüedad clásica griega se mencionó dos condiciones básicas dentro del ser que interactuaban con el contexto social. A la tendencia a hacer el bien y a entregar amor le llamaron Eros; y a la propensión contraria de hacer el mal, de matar, le dieron el nombre de Tánatos.

Eros y Tánatos, los impulsos de la vida y la muerte, del amor y el odio, cruzan la obra de varios de los mejores pensadores. Freud, por ejemplo, se refirió a los conflictos internos provocados por las pulsiones de hacer el bien o el mal, como una lucha dentro del ser provocada por la confrontación entre Eros y Tánatos.

Varias patologías, según su enfoque, solían tener esta raíz, que no solo se asocia a la cultura, sino a la condición natural del ser humano. El padre del psicoanálisis veía tan claro el asunto que sostuvo, en El malestar de la cultura, la tesis de que la elaboración de los soportes simbólicos de toda civilización ayudaba a reprimir o a morigerar al animal que llevamos dentro.

Es decir, el abandono de la ley de la selva (o del más fuerte) es un proceso mediante el cual la sociedad construye talanqueras morales, legales, políticas o de otro tipo para acceder a la situación de humanidad, por oposición a la animalidad que subsiste sin cultura.

Este mismo asunto cabalga también en la filosofía de Kant y de Nietzsche, por ejemplo. Para el primero, el proceso de construcción del ser no ocurre en el aire, por la simple acción de lo social, sino a partir de una constitución individual, orgánica, que determina las capacidades o aptitudes para pensar, sentir, querer u odiar.

Es sabido que Nietzsche le otorgó un rol básico en su filosofía al carácter natural, visceral, del ser humano. Para él los principios, los valores, el odio, el amor, la muerte, tenían una conexión indiscutible con el organismo humano, obedecían no solo a la cultura como un proceso colectivo, sino a la condición individual del ser, que ama o ríe porque posee una composición que lo diferencia de las plantas o del resto de los animales.

La antigua fábula de Esopo recoge, según lo expuesto hasta aquí, un filosofema que ha preocupado a más de un pensador, y una situación que todavía lacera a la humanidad en todo el planeta. Esa preocupación se expresa en las siguientes preguntas: ¿La maldad tiene también una raíz natural? ¿Es posible eliminar el mal? ¿Qué hacer para superarlo?

Ya se sabe que las respuestas a estas preguntas han provenido de las religiones, de las teorías sociológicas y de muchas otras vertientes. Está claro que la transformación estructural, que el cambio en la cultura y, sobre todo, en el carácter y el papel de la educación son claves para combatir las malas prácticas sociales o individuales.

Pero, ¿qué ocurre con las excepciones a la regla? Es decir, ¿cómo explicar que en un mundo dominado por las buenas prácticas aún se presenten las actitudes perversas individuales? ¿Cómo entender los casos excepcionales, los de los asesinos en serie o el de los perversos incorregibles?

Es claro que el entramado social resulta indispensable para analizar no solo la tendencia, el patrón, sino la excepción a la regla. Pero, ¿se explica un Al Capone o un Pablo Escobar pensando solo en las condiciones sociales? ¿Es posible comprender el comportamiento criminal de un Hitler o de un Stalin teniendo en cuenta únicamente la acción de la cultura y de la sociedad?

Obviamente que no. Y es aquí cuando regresa la ética del alacrán para poder explicar lo que parece escapar a la determinación o causalidad social. Los comportamientos humanos se producen por la interacción del individuo con el entorno social, pero no es adecuado olvidar la singularidad en la explicación de estos.

Tanto las patologías como las actitudes consideradas no patológicas están cruzadas por las características individuales del ser, por esa lucha interna entre Eros y Tánatos, o por esa base orgánica que supusiera Kant, y que hoy están descubriendo, con sus pelos y señales, los neurocientíficos y los neurosicólogos, dejando atrás la simple suposición o especulación literaria, o la carga de racismo que ha permeado la problemática.

Un asesino en serie, un pederasta consumado o un perverso incorregible (formas destacadas del alacrán humano) nunca pueden ser explicados cabalmente partiendo solo de sus traumas personales o de las condiciones sociales, pues siempre queda algo más ahí sin comprensión. ¿Por qué no todos somos pederastas, asesinos en serie o perversos incorregibles si hemos padecido traumas parecidos y vivimos en la misma sociedad?

Las “tendencias naturales” resultan indudables y permiten el entendimiento, aún más completo, de las diferencias genotípicas y fenotípicas de los seres, así como de parte de su comportamiento en sociedad. Es decir, no es suficiente con atender al carácter social de todo ser humano, descuidando su singularidad.

Este punto de vista facilita el análisis de las patologías y de los casos excepcionales perversos, pero también la existencia de lo virtuoso, del genio. Sin las condiciones sociales quizás nunca pueda surgir lo perverso y lo virtuoso, pero sin atender a la singularidad orgánica, a las tendencias o aptitudes individuales, tampoco es posible explicar las excepciones a la regla.

Quizás siempre existan las ranitas y los alacranes. Pero la historia enseña que la sociedad es capaz de producir las herramientas para entender el comportamiento humano, más allá de las generalizaciones que dejan a un lado las singularidades de cada ser.

La cultura, la ciencia, la ley y el Estado no solo son instrumentos para meter en cintura al animal que todos llevamos dentro, como creía Freud, sino vehículos para intentar vivir mejor, con arreglo a normas de beneficio común, y tratando de superar la ley del más fuerte o la ley de la selva.

Es posible predecir y sortear la ética del alacrán mediante estos recursos, y es posible evitar, también, que la rana y el escorpión perezcan ahogados. La tarea no es fácil, pero no queda más opción que emprenderla. ¿O acaso es más deseable vivir bajo el sino de la ética de los escorpiones?