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La cuarentena que nos espera

La pandemia del momento, no es todavía la más dura de todas las ocurridas en los dos últimos siglos. A finales de la I Guerra Mundial sucedió la más catastrófica, pues produjo una mortandad en casi todos los rincones del planeta. Se mantuvo casi en secreto, debido a los intereses de los combatientes.

Los dos factores decisivos para la rápida propagación de esa enfermedad fueron la falta de una vacuna y la guerra. El primer brote surgió en los Estados Unidos, en un cuartel del ejército, y este se fue regando con una velocidad inusitada, a raíz del confinamiento y de la alta capacidad de contagio del virus.

El deseo de vencer al enemigo, provocó que los generales tuvieran que escoger entre dejar a los enfermos en tierra o enviarlos a combatir a Europa y a otros lugares. Se impuso la necesidad de la victoria, ante el sacrificio de vidas humanas. El efecto casi inmediato de esa medida fue la irrigación del virus y de la enfermedad en casi todo el globo terráqueo.

Entre 1918 y 1920 murieron, más o menos, 50 millones de personas, como consecuencia de la pandemia. Poblaciones lejanas enteras fueron casi borradas de la tierra, por haber sido contagiadas por los soldados, en regiones apartadas de Oceanía o Alaska.

Pero la mayor cantidad de muertos ocurrió en Asia y Europa, epicentros de la mortandad por la guerra y por el virus. América también padeció con esta pandemia, sobre todo en los Estados Unidos y en otros países. De forma inadecuada, a esta virosis mortal se la conoció como gripe española.

Ese es un apodo muy mal puesto, pues el primer brote no fue en España, y la mayor cantidad de muertos tampoco ocurrió en ese país. Los medios de comunicación españoles divulgaron la noticia de la existencia del virus de la influencia A H1N1 (IAV), cosa que no podían hacer los ejércitos y países que combatían, y por eso se ganaron el nombre de la peor pandemia sufrida por la humanidad hasta ahora.

El covid-19 que nos azota actualmente no tiene el poder mortal de la gripe española, pero sí una gran capacidad de contagio, es decir, lo que los expertos llaman una elevada morbilidad. Tampoco se produce en el marco de una guerra abierta de tipo militar, sino en el de una confrontación económica entre países, que aún no llegan al extremo de generalizar el uso de las bombas.

El coronavirus que aterroriza en estos momentos ha viajado muy rápido en los medios de transporte pacíficos y en los viajantes modernos, aprovechando la elevada interdependencia de los países, y la velocidad y seguridad de los aviones. Cuenta a su favor con la misma ventaja de la gripe española: no existe ninguna vacuna que pueda detener su expansión catastrófica.

Una ventaja adicional para la popularidad del coronavirus del ahora está en los medios de comunicación masiva y en las redes sociales, que informan de los contagios y fallecimientos en tiempo real, por lo cual contribuyen a elevar la angustia y el pavor en la humanidad.

Tal vez la desventaja mayor de este patógeno está representada en el hecho de que ahora sabemos más sobre las infecciones virulentas que no se pueden curar (y que matan a las personas), y sobre las que actuamos de modo más eficaz que en el pasado.

La experiencia histórica enseña que la única medida realmente efectiva para parar en seco la propagación de un virus letal e incontenible es el aislamiento social voluntario u obligatorio. Como no hay vacuna para hacerlo inocuo, la solución está en evitar que se transmita de persona a persona.

Las medidas preventivas que indican las organizaciones de salud son importantes, pero no definitivas. La mejor manera para reducir la morbilidad y la mortalidad del virus es la cuarentena obligatoria. La experiencia reciente de los chinos es fundamental en este sentido; ellos detuvieron en seco los contagios en Wuhan evitando el contacto entre personas, mediante el draconiano instrumento de la cuarentena.

Decretar una medida de ese tipo no es nada fácil, pues tiene un efecto de dominó en todas las actividades de la vida social, más que nada en la economía. Los organismos internacionales pronostican una recesión profunda en todo el planeta, por efecto del paro obligatorio.

Se ha calculado que se perderán unos 25 millones de empleos y que, dependiendo de la duración de la cuarentena, el producto interno bruto global caería hasta en un 5%. Es decir, detener el efecto catastrófico del covid-19 puede provocar un efecto catastrófico en la economía internacional.

Sin embargo, no existe otra opción distinta a la cuarentena para salvar vidas humanas. Y lo más importante aquí es eso: detener al enemigo común, para proteger a las personas, aun al precio de anarquizar la economía, y de generar una crisis económica que impondrá otros retos.

El esfuerzo en la cuarentena será de todos, aunque el mayor peso recaerá en los gobiernos y en las instituciones de salud. Hay que coordinar los asuntos del mejor modo posible, para que la solidaridad se convierta en el cordón umbilical que nos ayude a superar la crisis.

No es la hora de los egoísmos o los personalismos, ni del odio enfermizo que nos corroe, sino del humanismo real (no el de dientes para afuera), de la inteligencia puesta al servicio de la gente, y de los liderazgos ayudando a todos, sin ninguna clase de prejuicios. Este es un momento para demostrar nuestra grandeza como especie.

En que la palabra solidaridad deje de ser una coartada ideológica, y se traduzca en hechos. En que le entreguemos la mano al otro porque la necesita, y no por el cálculo político o ideológico. Acciones concretas es lo que exige el momento, no verborrea ideológica o politiquera. Hechos, no palabrería ramplona.

Es pertinente implementar una coordinación efectiva entre todas las instancias del gobierno, para facilitarle la vida a los confinados por la cuarentena, sobre todo a las personas que más sufrirán por ella, como los vendedores ambulantes, los estacionarios, los desempleados y quienes carecen de un ingreso digno.

Sería criminal dejar perder la comida de los grandes centros comerciales porque no hay compradores. Es prioritario lograr una coordinación entre el Estado y las empresas, con el propósito de que esos alimentos le lleguen a quien los necesite.

Los medios de comunicación masivos y las redes sociales deberían servir para extender las cadenas de solidaridad y de ayuda mutua. Estas deben ser un espejo para exhibir nuestro rostro más humano, y no la cara de monstruos que a menudo mostramos.

La cuarentena nos estresará aún más, pero también servirá para sacar a flote el color de nuestra mejor humanidad. No hay más alternativa: o entendemos que estamos viajando en una sola nave, y que debemos cooperar para sobrevivir, o nos estrellamos, bajo el impacto de nuestros egoísmos.

Somos demasiado frágiles e indefensos, y no cabe seguir creyendo que la arrogancia y el individualismo nos sacarán del atolladero. Un pequeño virus nos está enseñando cuán débiles somos, y cuánto nos necesitamos los unos a los otros.