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Entre eras, edades y sociedades

Existe una tendencia a dar sentido de realidad a través del lenguaje, aquello que se nombra, se reconoce, se identifica y, por ende, existe, tal como lo han explicado muchos filósofos e intelectuales de distintas áreas, el lenguaje construye realidad.

La Historia es un área del conocimiento donde la capacidad de nombrar reviste vital importancia, al nivel de que el nombre, por ejemplo, de una época, va a permitir que dicha época se entienda, adquiera sentido, logre trascendencia, e incluso pueda ayudar a desvirtuar la época misma, o a impactar con ciertas generalizaciones que no aportan al conocimiento real.

Sin duda que muchas de ellas pueden trascender, acertadas o equivocadas, es en definitiva el juez del tiempo el que se preocupa de dar su veredicto, que puede adquirir sentido en una época y perderlo en otra, o no ser tomado en cuenta y ser valorado después de un tiempo. Nada está asegurado, la historia lo demuestra, las sensibilidades de una época pueden ser halagadoras o funestas para quienes pretenden arrogarse la capacidad de definir una época.

Aquellos que osan o pretender definir un período pueden moverse en extremos desconocidos para nosotros, puede de que existan aquello que buscan genuinamente instalar el concepto y otros que, de manera más modesta, sólo quieren hacer extensiva su sensibilidad, sin mayores aspiraciones. En uno y otro caso pueden adquirir o no sentido, nuevamente expuestos a los avatares de las sensibilidades y las necesidades imperantes en su tiempo histórico e incluso en generaciones venideras que buscan y que buscan y extraen de algún bolsón de los recuerdos y son capaces de instalarlos en la conciencia colectiva de una época.

El tema resulta más trascendente, en el caso de hacer sentido impactará en las consciencias individuales y colectivas, las personas mirarán a través de dicho concepto, les darán sentido a muchas situaciones desde ésa especial perspectiva, enjuiciarán y valorarán.

La forma de nombrar períodos históricos es muy conocida, algunos han trascendido más, por ejemplo, para el mundo Occidental la división de las edades en la Historia es un referente obligado a la hora de periodificar la presencia del ser humano en la tierra, desde sus primeras y escondidas huellas, hasta el tiempo presente. Otras, marcadas por elementos de distinta naturaleza fueron significativas en algún momento, pero no lograron el impacto deseado, estoy pensando por ejemplo en la periodificación de la historia de San Agustín o de Joaquín de Fiore, marcadas por la relevancia de lo religioso, para ellos en la Historia está la justificación del mundo, su mundo presente y también la proyección futura. Hoy poco sabemos de la periodificación basada en la genealogía de Cristo, en los días de la semana o en la edad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, pero sin duda que en su época causaron mucho impacto, dieron sentido, aportaron coherencia y buscaban hacerse razonables.

La forma de referirse al período, a lo mejor de más corta duración, muy propio de la velocidad de los cambios históricos desde los primeros tiempos hasta nuestros días, ha variado, algunos han utilizado el concepto de “Era”, otros “La Edad” e incluso, “La Sociedad del…”. Más allá de la nomenclatura, que incluso puede tener una justificación lingüística y hasta fonética, en esencia buscan lo mismo, apropiarse desde una perspectiva de un pedazo de la realidad, o acercarnos a comprender, desde una perspectiva más simplificada, la complejidad de una época.

Por ejemplo, Eric Hobsbawm, a su trilogía del siglo XIX largo, las denominó con el nombre de “Eras”: “La Era de las Revoluciones”, “La Era del Capital”, “la Era del Imperialismo”. Incluso, cuando le permiten escribir sobre el siglo XX le da continuidad a la idea y para el período comprendido entre el estallido de la Primera Guerra Mundial y el término de la Segunda, acuño el concepto de la “Era de las Catástrofes”, por lo demás muy acertado para mi sensibilidad y creo que para muchos que siguen identificando estos períodos desde dichas nomenclaturas. En todos los casos es innegable que la perspectiva occidentalizante está instalada.

En la segunda etapa del siglo XX corto rompe Hobsbawm la tendencia que había marcada para el mundo contemporáneo y el período enmarcado entre 1947 y 1973 lo define como “La Edad de Oro del Capitalismo”.  Un período relativamente corto con cambios significativos, en que el mundo Occidental produjo más riqueza que nunca en su historia. Y termina con una “Era de las Incertidumbres”, en que los paradigmas que daban sentido a nuestras ideas se derrumban y no encontramos, más allá de las propuestas de la época, uno que adquiera un sentido ampliamente aceptado, se transformaron en su momento en modas, “El Fin de las Historia” y “El Choque Civilizatorio”, pero no lograron el nivel de trascendencia de otras conceptualizaciones.

También hemos convivido con varios conceptos a los que, por lo menos a mí, me cuesta encontrar su directa autoría, “La Sociedad del Conocimiento y de la Información” por ejemplo, que, en mi particular perspectiva, por venir del mundo de la educación adquirió mucho sentido en su momento. Estas dos expresiones, en el campo educativo, se referían al uso de dispositivos digitales para facilitar el aprendizaje y consolidar un modelo integral de educación que cumpla con los objetivos técnico-pedagógicos de la actualidad, impactada por una sociedad expuesta a una cantidad considerable de datos difíciles de ser procesados por la conciencia individual y que buscaba apoyo en el mismo mundo de la tecnología para aproximarse a hacerse cargo de ella.

Pero las cosas de la Historia, tiempo después hemos renegado de muchos aspectos de este modelo, nos hemos vuelto más críticos desde la sociedad y desde la educación, en muchos aspectos la exposición a tanta tecnología y a tanta información nos ha llevado por otros derroteros. Daniel Innerarity hace unos cuantos años escribió sobre la “Sociedad del Desconocimiento”, que parte por reconocer la importancia del conocimiento y al mismo tiempo instala las sospechas sobre el mismo. Considera una especie de constelación extraña a la conjunción entre excesiva racionalidad, la institucionalización de la ciencia, los avances tecnológicos y la efervescencia de los sistemas inteligentes en el manejo de la información y los datos. La relevancia del pensador español es que instala en nuestras conciencias individuales y colectivas, una tendencia al rechazo de esta forma de construir y entender nuestra sociedad, en vez de sentirnos esperanzados, recelamos de ella.  Como plantea el mismo autor en su libro, “Este rechazo no se explica sin más por la resistencia irracional hacia el conocimiento propia de las sociedades tradicionales; nos está diciendo algo acerca del tipo de generación de conocimiento característico de nuestras sociedades. No entenderemos la sociedad en la que vivimos si no damos una explicación adecuada de este extraño antagonismo.” Agrega elementos tan relevantes como plantear que no está en juego nuestra racionalidad y su contrario, sino que una cierta metamorfosis de la idea misma de racionalidad, que ya no puede definirse cómodamente frente a su simple negación. Parece una paradoja, pero establece que el avance del conocimiento nos hace a la vez más sabios e ignorantes, “No hay descubrimiento científico o invención tecnológica que no lleve apareado, como su sombra, un nuevo desconocimiento. Qué hagamos con lo desconocido va a jugar un papel cada vez más importante en nuestra vida personal y colectiva.

Javier Martínez Cortés, en su libro “La Sociedad de la Abundancia”, nos instala en un plano distinto, pero con consideraciones en sintonía con Innerarity, “la idea de que vivimos más que en otras épocas, pero estamos más deprimidos. Disponemos de más dinero, los escaparates ofrecen satisfacciones -ya que no felicidad-, pero estamos ansiosos por nuestra salud y nuestro futuro. Las librerías nos saturan de libros de autoayuda, pero no encontramos el camino hacia nosotros mismos. La publicidad nos vende "sueños", pero de no realizarlos, fortalecerán nuestras neurosis. La sociedad no nos dará la felicidad (a lo sumo, el éxito); lo que sí constatamos es que nos genera ansiedad. Y si no tenemos éxito, frustración.”, en definitiva, tanto que nos permitiría pensar en el goce y el disfrute, pero que nos impacta de manera contraria, ¿cuán felices pudieron ser los hombres del mundo medieval, con tantas limitaciones materiales si las comparamos con el mundo actual, pero con menos contradicción en su experiencia vital?  Más, no siempre es mejor.

He pensado en este momento, desde mi ignorancia, proponer un concepto para nuestra época, he dudado al escribir estas líneas, primero porque no tengo la experiencia acumulada que ello demanda, no creo disponer de una sensibilidad especial o puedo estar incluso tocado hoy, en estos días, en este momento en que estoy escribiendo, por una sensibilidad que me impacta y me puede nublar, sin tener para nada la esperanza de impactar. En definitiva, me atrevo, y sólo lo dejaré planteado, ya en el concepto se denota todo de lo que me quise abstraer, desenfundo, “La Era del Empobrecimiento”.