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En memoria de Jairo Soto Hernández

Conocí al profesor Jairo Soto Hernández hace muchos años, cuando se formaba en la licenciatura en Ciencias Sociales de la Universidad del Atlántico. Lo recuerdo como un estudiante aventajado e inquieto que lucía dos cualidades especiales: una sonrisa imborrable y un temperamento tranquilo y transparente.

Fui testigo de su evolución y de sus logros, y puedo asegurar que fue uno de los más serios exponentes de la academia uniatlanticense, en tan diversos campos como se lo permitió su experiencia y la variedad de saberes que supo manejar con dedicación, y sin ínfulas.

Jairo era un magnífico maestro de los jóvenes (en el bachillerato y la universidad), e incursionó en el ámbito de la dirección distrital, en la prensa escrita, la radio y las redes sociales, con propuestas novedosas y sorprendentes.

Publicó libros, artículos de prensa y otros trabajos que fueron el fruto de sus intereses investigativos y académicos. La muerte, esa asesina de sueños, lo sorprendió desarrollando una idea relacionada con el rescate de los músicos y de la música del Caribe colombiano.

Se destacó como un excelente investigador y divulgador de nuestra música, elaborando piezas que lo convirtieron en un personaje de la cultura popular en la ciudad y la Región. Ese fue un reconocimiento muy merecido, ganado a punta de esfuerzo. Ahí queda su obra grabada y escrita cual testimonio de su amor por el folclor, y como demostración de su disciplina investigativa, puesta al servicio de los demás.

Jairo fue un ejemplo de intelectual que surgió desde abajo, labrándose un camino mediante su propio esfuerzo, a pulso limpio, y sin dañar a nadie. Fue un maestro multifacético que poseía el extraordinario don de caerle bien a casi todos, y que podía moverse con solvencia en el aula o en los medios de comunicación.

Siempre le admiré su don de gentes y la calidez con que se conectaba con los demás, sin reparar en la posición social o la extracción de clase. Esa sencillez era el resultado de una sólida formación humanística, y de los principios y valores que acorazaban su personalidad. En un mundo tan plagado de odio, violencia y malas maneras, Jairo se atrevía a regalar una sonrisa, un abrazo y una palabra de aprecio.

Aparte de sus condiciones de intelectual y de divulgador del conocimiento, esta es, para mí, la cualidad que mejor lo definía: la de haber sido siempre un hombre sencillo, sin ínfulas, que sabía respetar al prójimo, y que tenía el especial don de hacerse querer de casi todos.

Partió Jairo demasiado pronto; la muerte, esa implacable enemiga de la vida, lo arrancó de nosotros, truncando proyectos de benefició común. Se fue el maestro, el caballero, el señor… y el amigo que supo regalarnos una fresca amistad y su agradable sonrisa.