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En defensa de la empanada callejera

UNO: LA COMPRA

Los alcanzo a ver desde la ventana.

Ya están ahí, apostados bajo la sombra que irradia el viejo techo de un local abandonado.

Una mujer gruesa y morena le está dando forma al cuerpo del delito. A su lado, un jovencito menea frenético algo que bulle dentro de un caldero ancestral, avivado por brasas de carbón que, al azote de la brisa, suelta briznas negras cargadas con un olor inconfundible.

El olor se filtra por mi ventana y asomo más mi cuerpo para cerciorarme de que no haya moros en la costa. Veinte minutos antes, una pareja de policías había repasado el sector a una velocidad sospechosamente baja. Como cuando estás perpetrando un golpe y quieres asegurarte que los delincuentes estarán en el lugar de los hechos para capturarlos, literalmente, con las manos en la masa.

Ahora no hay rastros de ellos.

Es el momento.

-Hija, ¡ahora!- le ordeno a la menor quien batiendo un récord en velocidad sale disparada rauda hacía el frente de mi apartamento. Como habíamos quedado, tiene su celular en altavoz con mi llamada activa, cosa que, de notar un movimiento sospechoso, pueda escapar en el acto.

Vigilo desde la distancia y ya el intercambio se ha dado. Entrega los billetes y ella, la señora gorda y morena que ahora seca el sudor de su frente con un trapo viejo, le entrega la mercancía proscrita.  -¡Atraviesa rápido! Le grito por el celular –No hay gavilanes por el nido- remato en “clave” sintiéndome de pronto protagonista de la última película de James Bond.

Me abalanzo sobre la puerta antes que el timbre suene.

-¿No te siguieron? – pregunté genuinamente preocupado.

-No papá. El camino estaba despejado-

Con un grito de júbilo, llamo a toda la familia que se concentra en menos de quince segundos en torno a la mesa contemplando, cual objeto sagrado rescatado de una caverna mitológica, a esa bolsita de papel humedecida por el aceite que despide un olor que nos hace crujir las tripas y forma bolitas de saliva en nuestras bocas.

Con un protocolo ceremonioso, mi hija mayor voltea la bolsa para que su contenido se desparrame gratificante sobre el plato. Las miramos con respeto antes de meterle el primer mordisco: las empanadas, como siempre, nos están alegrando el día.

DOS: EL CÓDIGO

Todo el lío en el que se vio envuelto la semana pasada el joven Steven Claros no nació por comprar una empanada a un vendedor ambulante en las calles de Bogotá. El lío nace por la aprobación –al parecer a pupitrazos—de un Código de Policía que tiene artículos que pueden sonar descabellados. En Barranquilla, ciudad donde se disfruta en las terrazas de las tiendas la cerveza bien fría para aplacar el calor que azota a la ciudad, sus ciudadanos se sintieron agredidos porque desde que el Código entró en vigencia, la cerveza matutina en las tiendas, así como ahora las empanadas callejeras, “están proscritas”.

Según el artículo 140 del Código de Policía, quienes compran a vendedores ambulantes están "promoviendo o facilitando el uso u ocupación del espacio público en violación de las normas y jurisprudencia constitucional vigente". Así las cosas, el oficial de la ley que multó al joven se ciñó (aunque no nos guste) estrictamente a la normativa del Código que ahora, después de haber provocado un unánime repudio nacional; la proliferación de centenares de memes y dejando de paso mal parada la imagen de la Policía, hasta los mismos Ministros califican de exagerada y que va en contravía del derecho al trabajo, la vida digna y del mínimo vital. No es el policía: el problema es el Código. Ese mismo Código que ahora cuestionan los ilustres legisladores cuando --¡oh paradoja! ellos mismos tuvieron que haberle dado su visto bueno. Ahora se rasgan las vestiduras aceptando que comprar una empanada, no puede ser motivo para penalizar a alguien.

TRES: EMPANADAS, PERO LAS BUENAS

El  Código de Policía jamás deberían proscribir las empanadas que se fríen en una esquina. Deberían estar penalizadas en el Código Penal y los jueces de la república, los fiscales y la comunidad, deberían hacer un frente común a las “otras empanadas”: las malas

Por las “empanadas” (las malas, claro) se han caído puentes en Colombia. Por esas mismas “empanadas”, se secó el Río Cauca y hay una amenaza de catástrofe de magnitudes apocalípticas por Hidruitango; esas “Empanadas” son las causantes de haber ocasionado muertes y heridos y dejar sin vivienda a ciudadanos de Medellín y Cartagena. Esas terribles “empanadas” son las que han impedido que niños de la Guajira reciban la alimentación, el agua y la salud que merecen. Por esas mismas “empanadas” hay carros que no caben por debajo de un puente en Barranquilla; y por “empanadas” jurídicas, verdaderos criminales están en las calles y delincuentes de cuello blanco se siguen enriqueciendo a costa de todos, mientras que la señora  humilde y trabajadora, esa misma  que atiende su puesto de sol a sol vendiendo sus empanadas (las buenas) puede ser víctima de un complejo operativo policial en su sencilla fritanga para ser penalizada.

Y mientras las redes siguen colapsando por las protestas originales a favor de nuestra empanada, reivindicando el derecho que tenemos de comerla y ellos de venderla,  una cosa le ha quedado en claro a las autoridades en Colombia: ya sean de maíz o de harina; con ajibasco, suero, chimichurri, o tártara, mientras sean la que se fríen ahí, en una esquina de un barrio cualquiera sobre una brasa artesanal,  con esas, con esas empanadas señores policías… ¡no se metan!