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El mito del Estado de los ultraestatistas

En el siglo XIX, especialmente, el Estado se convirtió en el principal pararrayos de la crítica social que se fundamentó en el sufrimiento de los trabajadores, y de las mayorías en general. Dos expresiones destacadas de esa crítica fueron el anarquismo y las teorías de Marx.

Los anarquistas convirtieron al Estado en el demonio de la sociedad, un demonio a través del cual se expresaba el poder de los pulpos de la economía y de la política y, por lo tanto, la dominación de una clase sobre las demás. La solución teórica consistió en eliminar ese poder, barriendo al Estado, para superar la más importante raíz del mal.

Marx también vio al Estado como un grave problema en la superación de los asuntos sociales, y como el instrumento de la dominación de una clase sobre las otras. Pero no estuvo de acuerdo, del todo, con el enfoque anarquista, que consistía en eliminarlo sin contemplaciones. Este pensador adaptó el Estado a su proyecto político.

Para Karl Marx, los vehículos por excelencia para transformar revolucionariamente la sociedad fueron la clase obrera, la vanguardia partidista y el Estado. En su enfoque, este no desaparecía con la revolución sino que mutaba: de instrumento de las clases poderosas pasaba a ser el arma preferida de quienes estimulaban el cambio.

Pero las raíces del mal no estaban solo en el tipo de Estado burgués, sino en la propiedad privada capitalista, en el mercado, en la competencia, es decir, en todo el andamiaje que componía la sociedad de clases existente. Por lo tanto, no se trató solo de tomarse el Estado por la vía revolucionaria, pues también era necesario cambiar la estructura productiva y la forma de distribuir los bienes y servicios.

Marx planteó que era necesario planificar los procesos económicos, desde la producción hasta la distribución a todos los niveles. Para lograr este propósito había que barrer con la propiedad privada e instituir otra forma de propiedad, la social o socialista, la cual estaría en manos del Estado.

Con este modelo, la visión estatista de Marx superó a la de sus antecesores mercantilistas (que plantearon un concepto intervencionista y proteccionista del Estado, pero desde la lógica de una economía pro capitalista), y a la de Keynes, quien se opuso a la ortodoxia liberal, proponiendo una acción más dinámica e injerencista del Estado con respecto a la economía.

O sea, la concepción revolucionaria de Marx con respecto al papel del Estado en la primera etapa (socialista) de su modelo de sociedad, fue más intervencionista y proteccionista que la de los antecesores no liberales (en economía) del mercantilismo, y que la del sucesor heterodoxo Keynes, quien nunca cuestionó las bases del capitalismo, a pesar de concederle un papel mucho más activo al Estado en cuanto a su intervención en la economía.

¿Qué consecuencias trajo consigo la aplicación de la teoría del Estado de Marx? Como se recordará, sus ideas no fueron aplicadas en el siglo XIX sino después, ya en el siglo XX. El proceso de aplicación empezó con la Revolución Rusa, de 1917, y prosiguió con otras revoluciones, como la de China y la de Cuba, entre las más emblemáticas.

En todos los casos, el modelo fue parecido a lo que propuso Marx: estatización o nacionalización de las fuerzas productivas, destrucción de la propiedad privada y del mercado, control total de la economía por parte del Estado, el cual fue manejado por un partido en representación de los trabajadores.

El efecto inmediato del estatismo de Marx no fue solo la eliminación de los privilegios de las clases pudientes, sino la supresión de golpe de toda la estructura que soportaba la economía anterior, incluidas las motivaciones y los mecanismos que estimulaban el deseo de ganancia y la transformación continua de las fuerzas productivas.

La propiedad privada capitalista, el mercado y la ganancia (que habían sido convertidas por anarquistas y marxistas en el mismísimo diablo, causantes de todos los males), fueron (y son), además, el principal motor del cambio de las fuerzas productivas, y del mejoramiento continuo de la cantidad y calidad de los bienes económicos y de los servicios.

El modelo teórico del Estado de Marx conducía a suprimir las principales fuentes del dinamismo económico capitalista. ¿Con qué habría que construir el nuevo escenario de desarrollo de la economía? Marx supuso que con el dominio de la producción y la distribución por parte del Estado, de la vanguardia y de los trabajadores, se eliminaría la competencia, la anarquía de la producción y el desorden “irracional” que prohijaba la economía burguesa.

Su deducción fue muy sencilla: si el problema está en quiénes dominan el aparato estatal y en los intereses creados que giran alrededor de la economía capitalista, lo que se infiere de eso es que una economía puesta al servicio de los que nada tienen que perder no debe contar ni con los capitalistas, ni con la propiedad privada, ni con un mercado que estimule la competencia.

El proceso “racional” de producir y distribuir debía estar en manos de los partidarios de la revolución anticapitalista, quienes se encargarían de pensar los planes globales para obtener y poner en circulación los bienes y servicios requeridos por la población. La planificación administrativa de la economía fue la nueva panacea que planteó el marxismo para superar todos los males de la sociedad.

Pero una cosa es pensar esa panacea y otra, muy distinta, aplicarla en la realidad. La estrategia estatista de Marx destrozó el dinamismo económico capitalista, con todos sus pros y sus contras. Es decir, acabó con las motivaciones y los escenarios que empujan al empresariado a innovar, a mejorar la estructura económica y a estimular el desarrollo de las fuerzas productivas.

¿Qué ofreció a cambio el estatismo de Marx? Manejo administrativo de las empresas por parte del Estado, de la burocracia de nuevo tipo y del partido. Es decir, el sistema de motivaciones externas (sobre todo el deseo de ganancia), la competencia que estimula la innovación (entre otros tópicos económicos), desaparecieron para darle paso a un esquema voluntarista e ideológico que entregaba toda la responsabilidad del proceso económico a una burocracia que se fue convirtiendo en una traba, antes que en buena dirección.

Muy sencillo: Marx soñó que la economía en manos de los trabajadores superaría las contradicciones típicas del capitalismo, volviéndose más racional, menos conflictiva y más dinámica. El manejo de esta por el Estado, por la vanguardia y por los trabajadores era lo único que se requería para construir el reino de la abundancia y del buen vivir en la tierra.

Pero la aplicación de esas ideas por los revolucionarios no trajo consigo solamente la solución de los problemas planteados por Marx, sino la creación de nuevos cuellos de botella en toda la economía. La base de esos cuellos de botella estuvo en las deficiencias para producir bienes económicos y servicios de calidad adecuada y en cantidad suficiente para satisfacer las necesidades de la población.

Cualquier modelo socialista que se plantee la idea de trabajar para las mayorías debe procurar resolver, como prioridad uno A, la producción o generación de bienes de consumo y servicios, pues ellos son los que más impactan la calidad de vida o el bienestar de la gente.

El modelo estatista que lo controla todo cojeó siempre en este punto tan esencial para mejorar la existencia de las personas. ¿Por qué? La respuesta a esta pregunta está en la crítica al esquema de Marx, partiendo de la propia economía que engendró, mediante la aplicación de sus ideas al desarrollo económico.

Si la ganancia, la propiedad privada y el mercado son el demonio que ha provocado todos los males y, por lo tanto, deben eliminarse ¿qué debes hacer para reorganizar las estructuras económicas?

La respuesta de Marx y de los socialistas fue: control de la economía por el Estado, lo cual se expresó, en general, en el manejo administrativo, burocrático, partidario, de la producción y la distribución. Este “totalitarismo” económico (derivado del deseo de revolucionar la sociedad) se acompañó de un totalitarismo más extenso que permeó la política, la cultura y los demás resquicios de la convivencia.

Es decir, el dinamismo económico que se derivaba del deseo de ganancia, la propiedad privada y el mercado (y que movía la competencia, la innovación y la transformación rápida de las fuerzas productivas), fue reemplazado por un esquema basado en la ideología del partido, en la voluntad de servir y en el deseo de ayudar a los demás.

Rápidamente, el nuevo status quo (que alimentó el cinismo social por la vía de conseguir bienestar lisonjeando o participando en las redes clientelares del poder) develó sus falencias, al mostrarse ineficaz para mejorar la cantidad de los bienes de consumo y de servicios que requería la población.

El cuello de botella siempre estuvo en la incapacidad para mejorar las experiencias empresariales, la calidad del trabajo de los directivos y de los trabajadores de base, con miras a elevar la calidad de las técnicas que empujaran hacia arriba la producción. Se probó, con todos los casos conocidos hasta ahora, que el ideologismo y el voluntarismo eran insuficientes para afrontar ese problema.

La ideología y la simple voluntad de servir nunca bastaron, como lo demuestra la experiencia histórica. Y no fueron suficientes porque se requería para eso que dominaran la producción una multitud de líderes, repletos de valores y principios, y no la gran cantidad de seres humanos de carne y hueso, con sus limitaciones e inexperiencia, que compone siempre el grueso de la población.

Además, el modelo fracasa porque hay experiencias y conocimientos prácticos que no se pueden inventar o construir mediante ninguna teoría, o acudiendo a la política, o a la simple ideología. La experiencia empresarial es un campo especializado, como diría Pierre Bourdieu, que permite acumular habilidades y destrezas especiales, en el cual el voluntarismo y el ideologismo partidario tienen muy poco que ofrecer.

Innovar en un bien o un servicio es algo muy especial que tiene en cuenta ciertas tradiciones o ciertos contactos, aparte de motivaciones muy concretas, que es imposible improvisar o introducir desde arriba, “racionalmente”, entre otras cosas porque nadie tiene tanto poder como para reemplazar, de un taconazo y por la vía especulativa, lo que resulta del trabajo o de la práctica productiva de empresarios y trabajadores.

De tal manera que meterle Estado a todo tampoco parece ser la solución a los males de la sociedad humana. Marx creyó que sí, pero la aplicación de su modelo demuestra que no. Un repaso rápido por la experiencia de la Unión Soviética, de China y de Cuba sirve para ilustrar esta conclusión.

Es claro que los fanáticos del mercado están equivocados al suponer que todos los problemas de la sociedad se pueden solucionar con solo dejar que la economía de mercado actúe libre de cualquier impedimento, promovido por el Estado o por los monopolios. Este asunto fue analizado en la columna anterior.

Pero es claro también que el Estado tampoco es la panacea que sirve para todas las enfermedades, y que su aplicación extrema conduce a volver poco dinámica la economía, a estimular la ineficiencia y hasta la corrupción, como ocurrió con la aplicación de la estrategia revolucionaria ideada por Marx.

Quizás ya haya llegado el momento de pensar con cabeza fría la experiencia histórica relacionada con el papel del Estado y del mercado en la economía, dejando atrás percibirlos como los demonios que han causado todos los males, o como los demiurgos que lo resuelven todo.

Más allá del fanatismo de las creencias ideológicas y políticas, quizás encontremos la ruta para comprender que el Estado opera para ciertos procesos donde su acción resulta indispensable, y que el mercado es un instrumento idóneo en los escenarios en los que se busca avivar el desarrollo de las fuerzas productivas.

Sin Estado es imposible ayudar a construir una economía con rostro humano y un sistema de derechos y deberes que ayuden a mejorar el tono de la libertad, y a combatir la desigualdad flagrante.

Pero sin economía de mercado es tremendamente difícil elevar la calidad de vida, produciendo la cantidad y la calidad de bienes y servicios que garanticen un confort adecuado para las mayorías.

Quizás el dilema planteado por las ideologías políticas, de Estado versus mercado, sea un falso dilema, pues lo que requiere la humanidad, para seguir avanzando, es aprender a utilizar lo mejor de la experiencia estatal y lo mejor de la experiencia del mercado, en el marco de un sistema de derechos que garantice la libertad y que proteja a los más vulnerables.

Algo de esto se viene haciendo en algunos países, lo cual reaviva la esperanza de poder vivir sin el totalitarismo estatista y sin el dogmatismo de quienes ven al mercado como la única panacea para todos los males de la humanidad.