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Discurso y pandemia

De manera introductoria me quiero referir a dos conceptos que los he verificado a lo largo de mi vida producto de  experiencias personales y profesionales y que tienen relación con el impacto que puede generar el discurso que producimos en el contexto en el que establecemos nuestras influencias. Estoy consciente de que el discurso genera realidad y al mismo tiempo que la Historia es la relación permanente entre concepto y realidad.

En primer término quiero expresar unas breves palabras con respecto al lenguaje como creador de realidad. Nuestro lenguaje construye emociones, muchas de las cuales no están basadas en datos objetivos, sino que interpretamos lo que producimos y lo que asimilamos a través de él. El lenguaje provoca reacciones, no sólo nos aporta la posibilidad de comunicarnos, permite que las cosas sucedan e incluso que existan. Por lo mismo es fundamental nuestra forma de hablar con plena conciencia, ya que la falta de precisión, la imprudencia, la insensatez, el ocultamiento a través del lenguaje generan actos de los que debemos responsabilizarnos.

El segundo concepto asoma desde la perspectiva histórica de un texto que ha marcado mi forma de ver y de enseñar la disciplina. Erich Kahler, extraordinario historiador alemán, escribió en los albores de la segunda mitad del siglo XX un texto que lo tituló, “¿Qué es la Historia?”. El escrito es una defensa de la historia (en conjunto con otros grandes de la época como Marc Bloch, Lucien Febvre, por ejemplo) que preocupados por la tendencia anti histórica generaron un movimiento en su defensa y más específicamente en la relevancia y utilidad del conocimiento histórico como elemento organizador de nuestro presente y guía indispensable al momento de tomar nuestras decisiones. El dicho texto Kahler plantea que debemos diferenciar los conceptos de Historia con el de Historiografía, partiendo de una premisa muy básica, es decir, que si ambos conceptos existen es porque explican elementos diferentes. Para él, la Historiografía se relaciona con la investigación histórica, mientras que la historia es la vida misma y que se genera por una relación permanente, activa y activadora, entre concepto y realidad.

El punto interesante sin duda es este último, ya que cada grupo humano, en su contexto histórico, produce conceptos que le permiten aproximarse a la comprensión de una realidad que es compleja (los conceptos, desde la perspectiva del lenguaje son símbolos, modelos que buscan establecer redes de sentido para mediatizar la realidad con nuestras capacidades de comprensión y entendimiento). Cuando dicho concepto es aceptado por la comunidad tiende a afectarla, es decir, modifica la forma en que las personas entienden dicha realidad, generando este diálogo permanente entre concepto y realidad.

A estas dos perspectivas debemos agregar que el lenguaje no es neutro, lo que decimos, cómo lo decimos y en el contexto que lo utilizamos propone una concepción, personal o colectiva, que pretende influir sobre los demás, es decir que me debo hacer responsable de lo que digo (aunque también de lo que dejo de decir, ya que el receptor intuitivo e inteligente será capaz de realizar una lectura completa de mi lenguaje). No puedo reinterpretar mis palabras en un contexto nuevo (aunque hayan pasado años, meses, días y hasta sólo horas) esperando utilizar el mismo lenguaje para disfrazar lo que dije, expresando que me malinterpretaron o que no me hice entender correctamente (como si la mirada inquisidora de la sociedad ya no estuviera cansada de explicaciones posteriores que nada aportan y es capaz de desnudarla por sobre el intento fallido de acomodar el concepto).

Lo que podemos sacar a relucir de todo esto es que debemos aprender a hacernos cargo de lo que decimos y muy especialmente para aquellos que tienen tribuna, los que ocupan cargos de representación popular o con cierta figuración social, política, económica o cultural en que los límites de sus conceptos rebasan con creces el ámbito familiar y de amistades.

Por ejemplo los dichos de Jair Bolsonaro, antes de ser Presidente de su país, no tiene  el impacto en su sociedad, que tienen los dichos del Presidente Bolsonaro, es decir, una persona que está investida de un cargo que le otorga una serie de atribuciones que lo posicionan como la máxima autoridad política de uno de los poderes del Estado y debe estar consciente de que goza de credibilidad en varios millones de los ciudadanos de su país. El Presidente Bolsonaro tiene una responsabilidad mayor que el ciudadano Jair Bolsonaro.

Realizar un análisis de algunos de los conceptos emitidos por relevantes autoridades  durante esta pandemia de carácter global, no deja de ser interesante. Debemos tomar en cuenta el impacto que puede generarse debido al desconocimiento de una tarea inédita que deben enfrentar (reconocer que están en primera línea) o, tal vez, de una suerte de irresponsabilidad que sería preocupante por la investidura del cargo o por la necesidad de defender conceptos y realidades que la pandemia ha puesto en cuestión.

El jueves 23 de abril, el presidente de Estados Unidos sorprendió al mundo entero cuando dio una sugerencia a los médicos de su país de que trataran a los enfermos de coronavirus introduciendo rayos ultravioletas en su cuerpo o aplicando inyecciones de desinfectantes. Llegó pronosticar que el virus moriría en un minuto y que significaría una especie de limpieza del cuerpo. Lo preocupante es que no lo hizo en una reunión entre amigos y alejado de las cámaras sino que en la rueda de prensa diaria por coronavirus a todos los medios de comunicación apostados para la ocasión. La muestra de que el discurso construye realidad se expresó con rapidez, hasta el jueves 27 de abril más de 100 estadounidenses habían sido ingresados a unidades de urgencias de salud por ingerir detergente o legía por las indicaciones que había expresado el Presidente.

El Estado de Maryland tuvo que enviar una comunicación de urgencia a su población después de recibir más de 100 llamadas sobre las “bondades” del consumo de desinfectante como posible tratamiento del Covid-19. Para muchos este acto del presidente lo podemos catalogar como fruto de un desconocimiento, lo que nos proporciona uno de los primeros aprendizajes, no debemos hablar o por lo menos debemos ser cautelosos de lo que no sabemos. La investidura del cargo me parece que genera responsabilidades que rayan con un acto delictual, al utilizar una tribuna de alto impacto para emitir conceptos que han puesto en peligro la vida de personas. La alcaldesa de Atlanta, Keisha Lance Bottoms, salió de manera bien especial a defender a su presidente al expresar, “…normalmente seguimos las sugerencias del presidente, pero esta vez no hagamos estupideces y no tomen desinfectantes”

El ejemplo se nos repite con la máxima autoridad política Brasileña, Jair Bolsonaro. El mandatario se ha demostrado como uno de los gobernantes más escépticos sobre la gravedad de la pandemia. Desde su discurso original llamado a mantener la normalidad en Brasil producto de una supuesta constitución biológica de los habitantes de dicho país que los expondrían mucho menos a las consecuencias negativas del virus, pasando por los conflictos con su ministro de salud por diferencias irreconciliables en la forma de enfrentarlo, hasta las declaraciones de ayer martes 1 de junio que, ante la consulta por la alta cifra de decesos, más de 31.000 en total y sobre 1.200 personas sólo en las últimas 24 horas, expresó con su talante habitual que la muerte “ es el destino de todo el mundo”. Este caso resulta aún más complejo que el anterior, no demuestra el grado de estupidez de las palabras de Donald Trump (estoy citando a la alcaldesa de Atlanta) sino que un desprecio fundamental por la vida.

No es la primera vez que este discurso se devela de las palabras de Bolsonaro, recuerden la defensa de la dictadura de Pinochet y el dramático saldo de muertes que fueron minimizadas por el entonces candidato presidencial de Brasil en pos de los “seudos” logros económicos de la dictadura militar en Chile. Me permito expresar mi opinión al respecto, prefiero la estupidez de Trump, al desprecio por la vida de Bolsonaro que prioriza el mantenimiento de un modelo económico que demanda una imagen falsa de normalidad  (que se debe construir desde el lenguaje), y que se muestra completamente ineficiente para enfrentar la situación de crisis. Hay que considerar que en la Era de las Incertidumbres que vivimos la crisis llegó para quedarse, el estado de crisis parece ser la normalidad de ahí la relevancia de evaluar el modelo.

En mi país, en Chile, el discurso de nuestras autoridades también da no sólo para el análisis puntual que realizo en esta columna, sino que lamentablemente para escribir un libro. El afán permanente de los gobiernos de derecha  por pregonar la eficiencia y el éxito han sido desnudados de manera triste por la cruda realidad de las circunstancias. Los primeros discursos hablaron de un país que se está preparando desde hace meses para enfrentar la pandemia, marcando diferencias con muchos de nuestros vecinos y “causando la admiración de países desarrollados” y de la OMS por el manejo de la pandemia.

Dejaron de compararnos con nuestros vecinos cuando empezaron a percibir el dramático impacto de nuestra situación (y en ese momento despreciaron las comparaciones que otros países realizaron). El modelo de cuarentenas móviles, que supuestamente estaba en la mira de muchos otros países, nos llevó por declaraciones irresponsables que comprometieron más la salud pública: se expresó públicamente, hace casi dos meses, la posibilidad de regresar a clases, de que los funcionarios públicos dejaran el teletrabajo, que podríamos reunirnos en un café o a tomar unas cervezas con los amigos e incluso se anticipó la apertura de unos centros comerciales con el resultado catastrófico que estamos viviendo en estos días.

La lectura subyacente del discurso nos lleva por derroteros similares a los de Bolsonaro, la preocupación por consideraciones de tipo económicas han sido priorizadas con el objetivo de generar una realidad forzada que mantenga un modelo más allá de su fracaso. El problema es que las autoridades no aprenden (desde el estallido social del 18 de octubre del año pasado) que, las mentiras, disfrazadas de seudo realidades discursivas, tienen (como decía mi abuelita) las patitas cortas, se pilla primero a un mentiroso que a un ladrón.

Hoy Chile presenta la más alta tasa de personas contagiadas en función del número de habitantes, la curva no es capaz de develar cuándo llegará a su peak, los especialistas (que reclaman nunca ser escuchados por un gobierno que tenía  y tiene todas las respuestas) nos alarman con una situación de crisis que sí o sí parece destruir el modelo y llevarse de paso la vida de muchos de nuestros compatriotas.

El hábito discursivo del gobierno de derecha en Chile  se maneja más en términos comunicacionales que  con respeto por una situación límite que demanda el compromiso de todos. Hace casi 15 días se planteó la ayuda de 2.500.000 cajas de mercadería para las familias del 70% más vulnerable del país. Luego se afinó el discurso y que era para el 70% del 40% más vulnerable de Chile.

Se volvió a corregir, no era por familia, era por sitio, en fin, pero lo más lamentable es que después de dos semanas en cuarentena forzosa a más de 5.000.000 de santiaguinos, que en un porcentaje alto han perdido su capacidad de ingreso, solo se han repartido 250.000 cajas con alimentos. La realidad construida comunicacionalmente cae ante la fuerza de la verdadera realidad y de paso trae consecuencias negativas en función de las esperanzas creadas.

El gobierno reclama por los discursos en contra de los partidos de oposición, del colegio médico, de los alcaldes de distinto color político, de los concejales, de la Central Única de Trabajadores, del colegio de Profesores, de las familias que salen a la calle a protestar a pesar de las cuarentenas, de  15% de los habitantes de Santiago que si no salen a trabajar no tienen cómo alimentar  a sus familias, en fin. No puede exigirse el compromiso de muchos que sistemáticamente no han sido convocados y menos tomados en cuenta, cuando el talante del discurso arroja arrogancia y poca humildad. Para convocar se debe escuchar, para responsabilizar se deben dar atribuciones, para enjuiciar se deben entregar espacios que dejen de lado los celos políticos y electorales. No sé si la actuación de la oposición y de todas las organizaciones de la sociedad civil ha sido correcta o no, pero las posibilidades de exigir del gobierno chocan sin duda con su capacidad de escuchar, responsabilizar y hacer cómplices, en el buen sentido de la palabra, a todos los sectores de la sociedad. Está bueno que el discurso del gobierno se haga cargo de la verdadera realidad de Chile y sea capaz de mirar más allá de sus narices.